Mar del Plata 2020 – Diario de festival : Panorama de Cortos

Por Rodrigo Martín Seijas

En los últimos años, los principales festivales de cine de la Argentina, el de Mar del Plata y el BAFICI, que antes ocupaban un lugar relevante dentro de mi agenda anual, pasaron a tener un sitio de mínima secundario. En parte porque otras cuestiones laborales se han ido imponiendo, pero también porque el clima festivalero me resulta cada vez más atosigante. La pandemia-cuarentena-confinamiento-distanciamiento me ha permitido vivirlo con otra distancia, aunque he vuelto a repetir un recurso ya habitual en mi derrotero: dedicarme a ver pocos largos (casi siempre nacionales), las competencias de cortos y Mar de Chicos. Lo primero me sirve para anticiparme a futuros estrenos o compensar lo no visto previamente; lo segundo es una forma de hacer foco en competencias que no son tan seguidas pero que pueden tener sus hallazgos; y lo tercero me permite dedicarme a un género y un público que son un tanto subestimados dentro del circuito festivalero. 

Lo primero lo voy a dejar de lado y me concentraré inicialmente en las competencias. Lo cierto es que la Competencia Argentina de Cortometrajes resultó bastante decepcionante y no solo por la escasa cantidad de títulos (apenas ocho, producto quizás del poco material disponible): la verdad que el nivel general estuvo lejos de ser óptimo. De hecho, no dejó de ser llamativo cómo los cortos que marcaron una diferencia a favor fueron los que tenían claro qué narrar y cómo hacerlo.

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Homenaje a la obra de Philip Henry Gosse, de Pablo Weber (que terminó siendo el ganador de la competencia), busca combinar lo experimental con lo documental, introduciendo una serie de reflexiones sobre los postulados metafísicos del historiador británico. Sin embargo, no hay mucho para sacar en limpio y vale la pena preguntarse qué se premió, más allá de un montaje audiovisual bastante atractivo. Los resultados -más allá de su apuesta particular- no son muy diferentes en Desaparición incompleta, de Alan Segal, que se pretende como un conjunto de simulaciones y recreaciones, aunque en verdad no tiene mucho más para decir más allá de sus devaneos cuasi lúdicos con el montaje y el sonido.

Las credenciales, de Manuel Ferrari, tiene un arranque atractivo desde lo enigmático, siguiendo el viaje de un hombre que utiliza distintos medios de transporte y llega a Alemania. Pero esa carga de misterio se pierde cuando el film empieza a aplicar una sucesión de giros cancheros que no hacen más que colocarlo en un lugar un poco pedante. En tanto, Los arcontes, de Natalia Labaké y Agustina Pérez Rial, parte de un hallazgo documental interesante (los archivos de una operación de vigilancia por parte de la policía bonaerense durante los sesenta, durante una edición precisamente del Festival Internacional de Mar del Plata), al cual intenta potenciar desde el juego con la representación y el artificio. Sin embargo, esa operación termina afectada por la impostación y la frialdad. 

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Hubo también dos relecturas genéricas fallidas: por un lado, Las sombras, de Paulo Pécora, quiere construir el horror a través de un ritual espiritista y una estética propia del cine mudo, pero nunca va más allá de la pose o la gestualidad. Por otro, Luz distante – Capítulo 1 – Les desventurades, de Santiago Reale, plantea un mundo distópico y recurre a la estructura de una road-movie, pero se estira en demasía y aún así jamás llega a armar un conflicto sólido.

En cambio, Hi, sweety, de Celeste Prezioso, consigue que el marco del documental sea un punto de partida para un registro íntimo y subjetivo, centrado en Ashley, que vino a la Argentina para realizarse una cirugía de feminización del rostro. La puesta en escena (donde el retrato se construye entre la directora y la protagonista) sustenta una historia de búsqueda identitaria pero también de amistad. El otro (pequeño) hallazgo fue Los primos esperan, de Marina Nerea Malchiodi, donde unos jóvenes se ven obligados a permanecer en la casa de abuela, que acaba de fallecer, mientras los adultos acuden al velorio. Con un par de trazos bien precisos, la realizadora delinea personajes creíbles en sus interrogantes, angustias, contradicciones y caprichos, que lidian con la pérdida como pueden, pero también como quieren.

La Competencia Latinoamericana de Cortometrajes fue más escueta aún (apenas seis títulos) y se volcó principalmente para el lado de los formatos experimentales, aunque fue igualmente mediocre, más allá de algunos hallazgos puntuales. Lo que dominó fue la suma de giros autoindulgentes y vacíos.

El brasileño Vitória, de Ricardo Alves Jr., centrado en una trabajadora que decide rebelarse contra los abusos que sufre en la fábrica donde trabaja, quiere posicionarse como un retrato de los padecimientos de la clase trabajadora bajo el gobierno de Bolsonaro. En cambio, solo transita por una discursividad entre sentenciosa y demagógica. 

Metas parecidas (aunque métodos distintos) parece tener Correspondencia, de Carla Simón y Dominga Sotomayor, coproducción entre Chile y España que se impuso como ganadora en la competencia. La película de Carla Simón y Dominga Sotomayor delinea una conversación epistolar entre dos jóvenes cineastas que gira alrededor del cine, sus familias y la maternidad, entre otros temas, hasta arribar a una lectura un tanto apresurada sobre los sucesos políticos que vienen agitando a Chile en los últimos tiempos. Recién sobre el final se alcanza una retroalimentación potente entre las imágenes y las palabras.

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En la era, de Manuela De Laborde, de México, intenta retratar el Taller Experimental de Concreto en Las Pozas, Xilitla, a través de un diálogo entre lo documental y lo abstracto, aunque sus ideas son escasas y termina navegando en la redundancia. No muy distintos son los resultados de Colección privada, de la venezolana Elena Duque, que filma un inventario de arte, procurando armar un arco narrativo y emocional. Sin embargo, estira su propuesta en demasía y pierde impacto.Revelaciones, del colombiano Juan Soto Taborda, utiliza una conversación como disparador para su relato y establece un diálogo entre las imágenes y las palabras, con unos cuantos momentos interesantes. Sin embargo, la estructura general no llega a tener la suficiente consistencia como para redondear su propuesta. Finalmente, Obāchan, de la mexicana Nicolasa Ruiz, sea lo más logrado de la sección. A través de una narración fragmentada -que se permite mezclar material filmado, películas familiares y hasta animé-, retrata a una mujer japonesa que llegó a México en 1941 y se casó con un compatriota diecisiete años mayor. Es un cuento reflexivo donde conceptos como la memoria, la tradición y la familia son abordados con inteligencia y sensibilidad. 

En cuanto a Mar de Chicos, no presentó largos y se conformó en base a solo cinco cortometrajes. Esa pequeña selección no dejó de mostrar un nivel bastante interesante. 

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El japonés The chronicles of Rebecca, de Yukiyo Teramoto, se centra en una niña de diez años que, en el siglo XIX, es enviada por su madre a vivir con sus dos tías. El relato tiene un tono algo aleccionador, pero llevado con la sensibilidad suficiente para transmitir el proceso de aprendizaje no solo de la parte infantil, sino también de la adulta. En tanto, el surcoreano Boriya, de Sung Ah Min, muestra a otra niña, pero de siete años, que debe lidiar con la rutina y la cotidianeidad en el campo. Es otro cuento de aprendizaje y crecimiento, pero más focalizado en el paisaje y que trabaja con inteligencia el contrapunto entre la mirada particular de la protagonista y el entorno que la rodea. El checo Lístek, de Aliona Baranova, trabaja de forma muy sensible con las formas, tamaños y perspectivas. Hay un marinero grandote que recibe una hoja otoñal de una niña. Ese “regalo” dispara en él una evocación de su hogar y una huida de vuelta hacia sus orígenes. Ese camino también presenta varias preguntas, no solo para el marinero, sino también para el espectador. Y el film, con sabiduría, elige no responderlas en un final tan abierto como potente. 

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Finalmente, nos quedamos con los dos cortos nacionales, que arrojaron resultados más que interesantes. Por un lado, El árbol ya fue plantado, de Irene Blei, toma como base el musical rioplatense y adquiere modalidades de protesta por la espera que impone la burocracia para otorgar un permiso para plantar un laurel en el Río de la Plata. Algo del espíritu de María Elena Walsh ronda varios pasajes, con una narración que indaga en el absurdo de reglas y lenguajes imperantes. Por otro, Bosquecito, de Paulina Muratore, muestra que con pocos recursos se puede construir una aventura atrayente. Hay una niña, Mizu, que descubre un retoño en el bosque y vuelve todos los días a regarlo. Los años pasan tanto para Mizu como para el árbol, mientras el bosque va siendo deforestado, hasta que un día llega una lluvia torrencial, todo se inunda y ella trata de salvar su vida aferrándose a ese árbol que una vez salvó y protegió. Con prácticamente un solo plano (hay otro, muy breve, cerca del final), la película consigue recrear el paso del tiempo y las huellas que deja, entregando dos personajes sólidos a partir de un par de trazos. Si el cine argentino está lejísimo de tener una producción consolidada para el público infantil, estos dos cortos plantean caminos posibles y no estaría mal tenerlos en cuenta. 

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