Mar del Plata 2020 – Diario de festival : Un cuerpo estalló en mil pedazos, Adiós a la memoria, Shiva Baby

Por Diego Maté

Martín Sappia se propone reconstruir las huellas del artista Jorge Bonino en sus zigzagueos en el país y el exterior, entre el under y las instituciones, en la vitalidad de la creación y el languidecer de la enfermedad. La película empieza con el testimonio de uno de sus amigos, el último que lo vio con vida: narrada la muerte, solitaria, absurda, aunque no exenta de una rebeldía última, terminal, el relato se prepara para iniciar el rastreo de pistas e información. Pero enseguida se entiende que el proyecto de Un cuerpo estalló en mil pedazos no es el de un documental tradicional, sino más bien un juego que prolonga varias décadas después las búsquedas de la vanguardia con la que se vincula a Bonino.

Un Cuerpo Estalla 4

Entiéndase, no se trata de quebrar nada, no hay un rupturismo impostado, sino una voluntad de poner a trabajar las formas del cine, como si la ausencia de Bonino fuera el combustible que echa a andar la máquina. Sappia dispone testimonios en off, los entrevistados no salen frente a cámara y los planos recrean vagamente los espacios aludidos: a los pocos minutos, la película encuentra un ritmo propio en ese diálogo trunco entre imagen y palabras, un tempo reposado que se entretiene con el desfase de lo dicho y lo filmado.

Lo específicamente documental, el efecto de verdad, digamos, hay que buscarlo en esos intersticios en los que la película, por obra de un cálculo extraño o del azar menos previsto, ilumina fragmentos de la biografía de Bonino sin tener ni un solo fotograma o fotografía de la época, como cuando se escucha una grabación de una improvisación del artista, que misteriosamente logra comunicarse con el público en su lengua inventada, y los planos muestran los rincones de un café vacío en París. El efecto es sobrecogedor, el montaje sutura la distancia temporal de los materiales y se tiene la impresión de estar en un camarín escuchando a Bonino en un escenario cercano. Tal es el método, entonces: que la invención más desembozada permita acceder a algún dato sensorial, a una astilla de vida perdida en el tiempo.

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Adiós a la memoria es una película de una tristeza descomunal. Nicolás Prividera habla esta vez del padre, de su silencio sobre la desaparición de la madre y de su repliegue definitivo del mundo. Exhumando fotografías y filmaciones caseras, la película funciona como un dispositivo de interpretación que pone en diálogo las imágenes, que las hace hablar hasta encontrar o proyectarles un sentido. El montaje y la voz en off disponen esos materiales y extraen de su despliegue una historia de impotencias y abatimientos. El padre y el hijo (así los llama Prividiera, seguramente para evitar la afectividad que impone la primera persona) sobrellevan a duras penas la ausencia de la madre entre mentiras y certezas no dichas, tratando sin mucho éxito de dibujar fugas hacia alguna forma de felicidad que, al final, siempre los devuelve al lugar de partida. Un ritual parece condensar el estado anímico de los dos: las caminatas matinales a las que el padre arrastra al hijo los sábados, trayectorias sin un destino fijo, casi sin paradas, como si el caminar mismo fuera el mecanismo, más psíquico que motor, que el padre elabora para procesar la falta de la madre. Resumiendo: el olvido autoimpuesto que persigue el hombre le llega con los años de la mano del Alzheimer; en el presente ya no reconoce el rostro ni el nombre de la que fuera su esposa, aunque Prividera, en una escena dura y un poco cruel, que se extiende más de lo que uno esperaría, formula sospechas acerca de la naturaleza de ese olvido.

Pero la cosa no se agota ahí, porque la película trata de pensar el tema de la memoria y la biografía en paralelo con la historia reciente del país. Ahí Prividera transforma el tono reflexivo que le permite introducirse en los problemas pertrechado más de dudas que de seguridades, como si se moviera a tientas, y aparecen consignas y eslóganes (por ejemplo, sobre lo que la voz en off clasifica como neoliberalismo) hasta que la argumentación aplasta sus objetos de atención. Se trata de momentos en los que la película modifica sus formas y le habla a otro espectador, a uno convencido que maneja la jerga y los sobreentendidos, que no espera explicaciones sino la contundencia de la comunión. Ya no se trata de caminar sin un rumbo fijo apoyándose en las imágenes para orientarse, sino de hacerlas decir lo necesario para poder arribar a un lugar definido.

Por ejemplo, en un momento se habla de los medios de comunicación como agentes cuya función viene a ser algo así como distraer a la gente y sembrar un olvido programado. Se trata de un paradigma comunicacional de mediados del siglo XX de una rigidez imposible, ya refutado y abandonado, pero que de alguna manera sobrevive. Al final, en 2019, la película saluda el final del neoliberalismo pero no registra a la fuerza política ganadora ni a sus simpatizantes (una elipsis poderosa) sino una marcha de Cambiemos, a la que se observa con un desprecio apenas disimulado, como se nota en un plano contrapicado que muestra a gente apostada sobre el mirador de Diagonal Norte ubicado encima del centro de monitoreo de la policía. La hostilidad que se desprende del cálculo meticuloso del plano, que no se pudo haber encontrado sino que hubo que diseñar, pensar e ir a buscar, confirma la incapacidad o el desinterés de la película para pensar cualquier atisbo de experiencia que no encaje milimétricamente con su sistema de pensamiento propio (un plano inverso, que haga lo mismo pero desde el espectro político opuesto resulta inconcebible, incluso si hubiera un director que se atreviera a filmarlo, recibiría un repudio infinito). No es que se trate de un gesto inédito, si pudiéramos preguntarle qué idea tienen del mundo a las películas argentinas, la mayoría respondía en acuerdo con Adiós a la memoria. Lo que impresiona, en todo caso, es el contraste de predisposiciones: la película, que había demostrado una gran delicadeza a la hora de reconstruir el pasado familiar partiendo de fragmentos inconexos de filmaciones caseras, calibra la mirada y liquida cualquier clase de duda o de reserva, le cae a su tema con todo el peso de una interpretación cerrada sobre sí mismo y aplasta cualquier matiz, curiosidad o resto de complejidad. La memoria está hecha también de estas cegueras voluntarias.

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El cine como cámara de tortura. Ya sabemos que nada bueno puede salir de ahí, solo algún esperpento solemne. Iñárritu hizo toda una carrera con eso. Pero lo de Shiva Baby es rarísimo. Danielle falta al velorio de un familiar olvidado pero asiste al banquete posterior: allí todo es incomodidad, tensión, encuentros indeseados, parientes atrevidos, los fracasos personales confrontados con los éxitos de los demás. Emma Seligman dispone a su protagonista en un sinfín de situaciones, cada una más incómoda y frustrante que la anterior, hasta que la película se transforma en algo así como una máquina de castigo, el cine como forma de S&M. Pero hay una diferencia con la línea Iñárritu: Seligman hace participar al público del malestar creciente de Danielle, no quiere que el espectador goce con el sufrimiento sino que lo comparta, que sienta en su cuerpo el calor de la vergüenza que sube desde la boca del estómago, los nervios ante un posible reencuentro no deseado, el estupor que provocan las observaciones de una tía zarpada. Pero, sobre todo, lo que Shiva Baby construye y proyecta como pocas películas es la impresión de saberse atravesado por una inadecuación total, por la fatal imposibilidad de cumplir con las mismas reglas que los semejantes llevan adelante con una naturalidad inescrutable. 

Danielle no hace más que fabricar sus propias trampas, miente como si buscara ser descubierta, se envilece como si esperara que la atrapen in fraganti; como si se propusiera, en resumen, calmar la suma de sus fracasos y sus inseguridades entregándose a una jornada de envilecimiento público. Y, sin embargo, la película elude los golpes bajos, la adrenalina más burda del escarmiento narrativo, y encuentra todo el tiempo destellos de una belleza apenas perceptible, la mayoría de ellos provistos por Rachel Sennot, que hace a una Danielle inestable y mezquina, pero también por Molly Gordon, la amiga y amante ocasional que ilumina cada escena que tiene a su cargo, en las que suele interrumpir las conversaciones con una elegancia provista de una ironía demoledora solo para complicarle la existencia a la pobre Danielle. 

En este sentido, Shiva Baby se aparta de la media de la oferta del festival (de cualquier festival) eludiendo el tono más bien abúlico de las películas pensadas para este circuito y ofrece en su lugar un cine sensorial que duplica el torbellino afectivo de la protagonista en el cuerpo del espectador, un cine que hace de lo físico la materia prima de sus operaciones a un lado y otro de la pantalla. 

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