Mar del Plata 2021 – Diario de festival: Atlas, The Taking, Danubio

Por Gabriel Santiago Suede

El siglo XIX tiene ese no sé qué, esa voluntad por la clasificación, por la observación meticulosa, por el ordenamiento de las palabras y las cosas que el siglo XX, en buena medida, vino a continuar y a discontinuar al mismo tiempo. En esa dirección, en esas continuidades y discontinuidades entre dos siglos vistas desde la perspectiva del siglo XXI (si algo así fuera posible aunque sea sólo por el hecho de enunciar desde el tiempo presente) es en donde se sostiene el trabajo de Atlas, que se propone un recorrido oscilante entre el pasado (las investigaciones de un neurólogo alemán en Argentina) y el presente (las derivaciones en el presente dejadas por los restos de su paso/obra: familia, libros, su obra conservada en el Hospital Moyano). En ese recorrido la película adquiere distintos tonos, que van de lo meramente observacional (con una necesidad casi obsesiva por registrar todos y cada uno de los archivos de un mundo muerto) a lo didáctico. De la comedia involuntaria del testimonio de la nieta y bisnieta del mencionado neurólogo, Christofredo Jakob hasta el recorrido por las áreas de su obsesión…pero en el presente (testimoniando desde un paseo guiado por el zoologico a una reunión de supervisión de casos psiquiátricos en tiempo actual). En su recorrido, Atlas cumple con una idea que de a poco se va comiendo su propia cola: construir un sistema desordenado y no clasificable sobre una obsesión clasificatoria. Asimismo, el horror, la comedia, la curiosidad que emerge de los intersticios es aquello que atenta contra el orden. Y en esa pequeña batalla es en donde emerge lo cinematográfico: encontrar el misterio del mundo ahí donde el mundo y el misterio parecían estar muertos. En ese recorrido obsesivo (que es el de los directores) es en donde Atlas también se convierte en una metapelícula.

Otra obsesión distinta, pero obsesión al fin, es la que desarrolla The Taking, que se pregunta por los modos en los que el cine representó en Monument Valley y cómo esto generó un enjambre de posibilidades y lecturas. A partir de esa idea el documental despliega un recorrido de ida y vuelta por todos y cada uno de los recovecos del espacio, como si de un laberinto se tratara. Desde el cuestionamiento a las representaciones étnicas con las que el espacio era apropiado por la cultura anglosajona hasta el carácter circular del espacio en las películas de John Ford. De una u otra manera, el recorrido va conformando un retrato de un espacio que rememora los deseos puestos sobre él, como si en ese bajorelieve se concentraran los sueños y las esperanzas de un imaginario cinematográfico que buscó hacer (retrospectivamente), a la manera de Halperin Donghi, una nación sobre un desierto. Pero The Taking tiene tanto de mito como de desmitificación, porque a lo largo de sus minutos también se propone repensar los mismos enunciados sobre los que nos propone pararnos. En ese punto hay algo de experiencia culposa, como si la misma película tuviera que explicar todo el tiempo su pertenencia a un territorio o a una tradición para luego desentenderse de ella o formular un clásico distanciamiento. “Yo sólo estaba describiendo los hechos” parece decirnos la película mientras nosotros nos preguntamos si eso supone alguna clase de desamor. Y en efecto pareciera haberlo. Porque en su ejercicio de admiración por los mitos a la vez que en su descomposición, The Taking también expresa una mida presente tan constante y trivial como lo es descalificar a la tradición clásica y a su condición de mito. En esa admiración culpable es en donde esta película se diferencia de una a la que mucho se parece, No existen 36 formas de subirse a un caballo, vista en la edición 2020 de Mar del Plata. Mientras en aquella el mito era la excusa para abirse al misterio del cine (y del mundo), en The Taking todo reverbera dentro de un espacio cerrado, acaso mohoso.

Fascinación por el pasado (por los mitos, pero en este caso los políticos) es la que expresa Danubio, ópera prima de Agustina Perez Rial, que se obsesiona también, pero en este caso con un hecho: la conformación de un grupo comunista en Argentina y la acción casi propia de una película de espías sobre los avatares del grupo en cuestión, cuyo nombre le da el título a la película. Pero lo más interesante de esta película fascinante viene, precisamente, por lo que se le escapa, por lo que la excede. En ese aspecto de produce un contrapunto constante: por un lado una maravillosa arqueología fīlmica que nos lleva mas de medio siglo atrás para entender la conformación de grupos políticos en el contexto de la proscripción del peronismo tras el golpe de estado de 1955; por otro la necesidad de una voz over que funcione como un recorrido guiado por una época pero también por un modo de leer ese contexto. En este sentido lo que Danubio ofrece cuando confía en las imágenes puede volverse apasionante, porque en buena medida devela estratos del tiempo y conductas olvidadas. Pero cuando precisa de la palabra es cuando se equivoca. Y no me refiero a la equivocación de la fascinación con el peronismo (que aquí es presentado como si la historia no hubiera sucedido: como un régimen político de la felicidad que fue interrumpido por las maquiavélicas manos de los sucedidos golpes militares en Argentina) ni la admiración curiosa por el comunismo filo-stalinista (hay una cuidadosa estrategia de no cuestionar nada de ese discurso político). Me refiero a la manera en la que la película invade, desde el guión, las posibilidades del documento. En este punto es cuando Danubio se vuelve reiterativa, redundante, justamente porque dice cosas que ya sabemos pero las pronuncia como si fueran una novedad: que los golpes de estado han sido siempre un horror, que las dictaduras (en este caso en particular las militares) traen miedo, muerte y desesperación y que ese miedo fue el responsable, entre otras cosas, de un largo silencio para el mismísimo festival de Mar del Plata, en donde transcurre la acción de la película a finales de la década del 60, en el fatídico 1969 que todo lo cambió y sembró la semilla de lo que vendría con fuerza en la década siguiente). El problema que plantea Danubio es que discute con un hombre de paja, una entidad invisible que no tiene peso y que cuando la tuvo fue analizada y desmembrada. En ese sentido es curioso el mecanismo: prosigue con la demonización de lo que ha sido demonizado sistemáticamente (afortunadamente es un triunfo de la sociedad democrática contemporánea) desde 1983, pero al mismo tiempo invisibiliza cualquier otra complejidad. Un dato curioso, en este punto, es cómo señala la aplicación de la teoría de la aguja hipodérmica, con la fantasía de los militares en torno a la batalla cultural “que deberá darse contra el marxismo subversivo”. Curiosamente esa misma teoría es la que hoy esgrime con fuerza la izquierda y el progresismo a los que la película reivindica y que supieron ser víctimas del mismo pensamiento por los monstruos del pasado.

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