Mar del Plata 2021 – Diario de festival: Metok, Noh, La luna representa mi corazón

Por Marcos Rodríguez

Las circunstancias infinitas hicieron que en este Festival de Mar del Plata precisamente la Competencia Argentina cuente con al menos tres películas (capaz había más y se me pasó alguna) en la que equipos argentinos, por motivos muy diversos, viajaron a (lo que desde acá llamamos) Lejano Oriente para filmar tres películas entre muy buenas y excelentes, con propuestas muy diferentes, historias relacionadas con la identidad y formas de contar que en mayor o menor grado mezclan el documental y la ficción. Se trata de La luna representa mi corazón, Noh y Metok: argentinos mirando/visitando Taiwán, Japón e India/Tíbet. Distintas circunstancias personales (y afinidades, por supuesto) me llevaron a ver, de todo este festival para mí virtual, casi exclusivamente estas tres películas. No me arrepiento de nada.

De las tres películas, Noh es la que trabaja de forma más explícita con las distancias, las representaciones, la alteridad. Desde su título, la película se centra en la idea del teatro, de un teatro altamente codificado y difícil de comprender para un extranjero, pero también difícil de comprender para un japonés: los códigos del noh son códigos de un arte milenario que está muriendo. Un director argentino viaja a Japón (dentro del marco de actividades culturales relacionadas con los Juegos Olímpicos) para montar una obra de teatro basada en los recuerdos de los actores amateur que componen el elenco: los recuerdos remiten a traumas de la guerra, pero también están atravesados por su identidad cultural: del punk a Godzilla, al noh. En el medio, la pandemia que complica y finalmente frustra la puesta en escena. El documental se trenza con la ficción, las historias se cruzan, se arman vínculos que de una forma u otra vuelven sobre la idea de la ausencia, sobre el mundo de los fantasmas que nos atraviesan.

Una contradicción atraviesa Noh, y tiene que ver con su manera de acercarse a estas tradiciones explícitamente ajenas, pero que a su vez la película propone trabajar. Por un lado, Noh no intenta (y nunca podría hacerlo) construirse como una representación de teatro noh, pero por otro lado lo tematiza, lo sintetiza, en cierta forma lo pone en escena. Por otro lado, es evidente (como lo marca de forma explícita) que la película mira estas tradiciones desde afuera. Profanación y respeto. En un momento, uno de los participantes del grupo trae una vieja armadura samurái que fue usada durante conflictos reales. El director le propone al participante que use la armadura, pero él se niega y la traductora le explica que la razón es que teme que el espíritu del guerrero que usó esa armadura lo maldiga. En seguida, el director argentino se calza la armadura y sale al medio de un escenario a tocar la guitarra eléctrica vestido de samurái. Profanación. Por otro lado, sobre todo hacia el final, la película gravita cada vez con más fuerza hacia el lado de los fantasmas y su representación noh, apostando a la emotividad a través de la historia personal del director y la historia familiar de la que podríamos llamar la protagonista de la película. Entre esos extremos juega la película, una tensión que no se resuelve (lo cual está muy bien) pero a la vez le impide despegar en los pasajes más íntimos.

A diferencia de esta propuesta, Metok decide jugar un juego de puro cine: la idea de que la cámara permite eliminar las distancias. Solá no filma como si filmara algo exótico, no hace notar que (supongo) no entiende el tibetano, no trata de explotar el valor plástico de imágenes que, en primera instancia, le deben haber resultado exóticas. Metok filma el norte de la India y el Tíbet como si fueran un lugar entre otros, no como si fueran lejos, no como si esa cámara que filma se hubiera tenido que trasladar miles de kilómetros hasta la otra punta del mundo para capturar imágenes que, como cualquier otra imagen, cobran sentido en la construcción de este espacio cinematográfico que podemos entender/intuir de forma directa.

Metok mira a cámara y cuenta su historia. Más de una vez escuchamos esa historia: los personajes la explican para la película, se la explican entre sí, la repiten: la anécdota no es compleja y no ameritaría repetición y, en cambio, su repetición permite de alguna forma liberarnos de la historia que se cuenta. Hay un principio (un monasterio en India, un sueño, una misión), un viaje y un desenlace. Pero Metok casi no narra. En cambio, se entrega a los instantes que filma/crea: una conversación, una cueva, un reencuentro de familia. Lo que se cuenta se cuenta y es importante, genera toda una caja de resonancia con temas complejos, ricos. Pero no los explica, los menciona y los repite, pero se sostiene sobre las imágenes.

La belleza que captura Metok es impactante, el pulso con el que entra en una cotidianeidad y la impregna de sentidos múltiples y densos cargan de cine los planos escasos que componen este viaje a un país que no existe.

De estos tres viajes, La luna representa mi corazón es el único viaje familiar: se va hasta Taiwán pero no porque pretenda encontrar allá imágenes que no están acá, sino porque parte de la familia del director vive allá. Juan Martín Hsu emprende un camino de indagación: indagación en su historia familiar, búsqueda de un pasado, reconstrucción de una identidad. Hay, por supuesto, juegos de representación, hay ficciones articuladas por encima del registro más casero y documental, pero sobre todo hay un corazón palpitante. La operación, además, funciona en sentido inverso: Hsu trafica hasta Taiwán rock argentino, reinterpretado y traducido al chino, como banda sonora de historias de inmigrantes que van y vienen de una punta a la otra punta exacta del mundo. La historia personal se cruza con la historia inventada y todo se ve también atravesado por la historia (compleja y dura) de Taiwán. Las ausencias se cruzan, no son pocos los fantasmas (no literales) pero en el caso de La luna… los juegos no buscan explorar formas que le son ajenas, sino que el director echa mano de estas formas y otras, referencias de acá y allá, modos de filmar pero no para probar cosas con un sabor diferente, sino como herramientas, modos de pelar las capas, de decir lo que no puede decirse.

Hay ausencia en la película de Hsu, hay dolor y angustia, pero no hay pose. A pesar del dolor, también hay belleza y, sobre todo, ternura auténtica, de esa que es casi imposible encontrar y que uno no puede más que agradecer.

Estas tres películas, precisamente estas tres, formaban parte de la Competencia Argentina. Solo de una podría decirse que es “argentina”, todas son simplemente cine. Las etiquetas de un festival posiblemente no puedan evitarse, pero es precisamente en un festival donde logramos encontrarnos con el cine, que es donde esas etiquetas no sirven para nada.

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