Matar al dragón

Por Amilcar Boetto

Matar al dragón
Argentina, 2019, 89′
Dirigida por Jimena Monteoliva
Con Guillermo Pfening, Luis Machín, Justina Bustos, Cecilia Cartasegna, Querelle Delage

Inventar, no es repetir

Por Amilcar Boetto

Si bien tiene antecedentes que se remontan al período del cine de estudios, el cine de terror en Argentina supo ser históricamente un género considerado y desconsiderado al mismo tiempo. Parece tratarse de un género que se enreda y se desenreda, que se despliega y se repliega a través de los años. En este sentido, en los últimos años, los estrenos acumulados de varios exponentes locales, en particular Aterrados y Muere, Monstruo Muere estimularon algo del proceso pero tampoco como para darle sustentabilidad a esta explosión dada por el interés renovado en el género. La mencionada irregularidad hace que el cine de terror nacional adolezca de una falta de constancia industrial, hecho que inevitablemente genera una dificultad para el asentamiento del género, a lo que se le suma una tendencia consistente (aunque marginal) a la copia de modelos importados, a ejercicios de estilo, como en el cine de los hermanos Onetti.

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Al mismo tiempo todas estas contramarchas aparecen atravesadas por una elocuente falta de riesgo formal, algo que también resulta sintomático en el marco de una renovación potencial. Por supuesto que hay excepciones -la mencionada Muere, Monstruo Muere es una de ellas- pero de las excepciones no emerge una nueva tradición (o quizás, dependiendo de los encadenamientos, justamente, si lo hace; veremos), por lo que al mismo tiempo no parece haber intención por parte de los sectores mas concentrados de la industria (esos que producen las privilegiadas cuatro o cinco películas argentinas que hacen una diferencia económica notable respecto del resto, año a año) en apoderarse de un género que goza de mucha popularidad en el país -constaten los estrenos de los últimos 5-10 años y verán que siempre semanalmente se tendió a estrenar películas de terror, que invariablemente ocupan espacios entre las diez mas vistas de cada mes-.Pero, claro está, en Argentina el terror pocas veces tiene un origen industrial. Bien por el contrario la tendencia es mas bien a la inversa: la mayor parte de la producción local del género es independiente.

En alguna ocasión hablé de esto en relación a una nota que escribí sobre El Diablo Blanco (Ignacio Rogers, 2019), película que parecía una pobre imitación de las formas de terror arty que tanto predominan en los festivales clase A y B. De hecho esa tendencia a la imitación arty es uno de los síntomas evidentes de este contexto de constante gestación inconclusa que sufre el terror local. El segundo de esos síntomas lo expone Matar al Dragón, la nueva película de Jimena Monteoliva (directora de Clementina) que ciertamente tiene un planteamiento original desde su argumento y la construcción de su diégesis pero que al mismo tiempo sufre un inconveniente mayor: la cristalización en la tradición, la réplica de lo conocido, la ausencia de riesgos a la hora de repensar el género. 

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Se nota que desde un principio la película busca establecer un tono específico: la idea de un paraíso en tierra que contiene algo cínico y perverso detrás de su brillo y su blancura. Asi las cosas, rápidamente la película se encarga de traicionar ese intento de establecer un tono -en particular cuando comienza un montaje alterno entre ese edén y el infierno, aquel lugar donde la protagonista estuvo encerrada durante toda su vida-. El terror deja de actuar como contención del verosímil creado. Por eso el tono que se impone termina siendo mas cercano al suspenso que al horror. De ahí en adelante, la estructura dramática del film comienza a desmoronarse, porque las tensiones internas entre los personajes -esa posibilidad que se nos presentaba al comienzo del film de explorar, entre la protagonista interpretada por Justina Bustos y sus sobrinas, su cuñada y su hermano, y ese pasado agazapado a punto de atacar- se disipan por culpa de ese empleo del montaje y esa estructuración de flashbacks. La alternancia atenta todo el tiempo contra el establecimiento del tono adecuado.

Pero como decía, esta película es un síntoma de ciertos problemas contextuales del cine de terror argentino. La multiplicación de lugares comunes formales -desde subirle el volumen a los efectos sonoros a efectos de maquillaje como los ojos negros y el vómito ídem- que se usaron hasta el hartazgo en el cine de terror de los últimos años dan cuenta del estancamiento y la ausencia de ideas en relación al género en el que la película se inscribe. De esta manera, apelando a la repetición, la película evade ensuciarse, meterse en un mundo de perturbación audiovisual que presuntamente quiere representar. Al final de cuentas, el terror es un género que precisa de constante renovación: el susto, la perturbación, la angustia precisan de construcciones formales capaces de expresar una conciencia de su tradición. En este punto Matar al Dragón parece buscar esos procedimientos a través de eso que algunos llaman la historia del género (y la muestra museográfica de sus formas) y no a través de los procedimientos expresivos del cine (que tienen una dinámica más plástica que un museo de formas). 

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El cine de terror, que como Federico Karstulovich mencionó en su nota sobre el techror, busca acercarse constantemente a la actualidad y a las circunstancias, precisa de nuevas técnicas de representación de lo real. Es justamente esa conciencia del género y su inscripción en “lo real” aquello que puede evitar la propia cristalización. Yo agregaría que el terror, en el contexto de un cine nacional, debe también acercarse a lo nacional como condición de origen de los relatos (algo que funcionaba muy bien en Aterrados : un terror del suburbano bonaerense). Y en todo caso es desde ahí emergerán las posibilidades para explorar -en nuestro caso local desde la oralidad a las tradiciones literarias fantásticas argentinas, los espacios urbanos (muy poco explorados por el terror argentino), los espacios rurales inexplorados y otros- aquello que en el terror argentino todavía parece un espacio a descubrir e inventar.

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