#DossierRefugio – Melody

Por Andres Cappiello

Melody
Reino Unido, 1971, 103´.
Dirigida por Waris Hussein
Con Mark Lester, Tracy Hyde y Jack Wild

Una obsesión poco sublime

Por David Obarrio

Tenemos obsesiones, eso pasa. Cosas que se nos quedaron pegadas en la memoria, perseverancias, rarezas, señas perdurables como las marcas de las vacunas en los brazos. Una de mis obsesiones más intrigantes y más hondas es Melody, esa película que cuando era chico pasaban cortada por televisión y que vi un montón más bien bochornoso de veces. Un chico y una chica se enamoran perdidamente y les parece que lo más natural es comunicárselo a sus padres: se quieren casar. Como es lógico, a todo el mundo le parece un disparate. Por lo que no les queda otra que planear la fuga. Pero eso ocurre pasada la mitad de la película. Lo que pasa antes es el modo en que el chico protagonista intenta acercarse a su amada. Creo recordar, estoy casi seguro, que Melody era considerada en aquellos tiempos una cosa de nenas; no quedaba bien que dijeras que la habías visto, menos aun que te gustaba, si habías nacido varón. Vi Melody en la televisión, entonces, muchas veces, cada vez que la pasaran; siempre conviviendo con una especie de sensación de soledad: la de pertenecer a un clan, o a una especie de secta; en cualquier caso, un ejército de uno. En Melody me identifiqué sin dificultad con el chico y me enamoré secretamente de la chica. ¿Qué edad tenían esos chicos? ¿Diez, once? No se sabe (ahora todo se puede saber, pero no importa). ¿Cuántos años tenía yo cuando veía la película? Tampoco puedo estar seguro; probablemente tenía una edad parecida a la de los personajes. La chica, como sucede siempre, parecía mayor. La cara de la chica era misteriosa, ni linda ni fea. Más bien tirando a linda. La pollera del uniforme del colegio era inconcebiblemente corta. Pasé muchos años de mi vida pensando que Mark Lester, el actor que hacía del protagonista, era hijo de Richard Lester, cuyo nombre conocía desde muy chico porque también había visto Help! (1965) en la televisión y podía ya identificar a su director. En esa época leía recortes, buscaba toda la información que me cayera en las manos sobre películas, sin importar de qué calidad fueran, básicamente porque la sola idea de “calidad” me era completamente ajena, no entraba en mi esquema mental. El cine, visto en televisión o en una sala, bueno o malo (esa diferenciación que, como es natural, tampoco hacía) era el territorio de lo desconocido, el mundo adulto (aunque tuviera chicos como protagonistas); la ventana que daba a un universo que ocurría fuera de casa, en la calle, en las ideas de los otros, en las casas de los otros, los que llevaban existencias en países desconocidos: un mundo subyugante y que al mismo tiempo daba miedo, tenía una cierta cualidad amenazante, porque me recordaba mi propia fragilidad de chico, las cosas que no sabía y que los que habitaban las películas sí parecían saber: los otros, chicos y adultos que veía en el cine, los que vivían en la inmensidad abrumadora del mundo. Muy temprano sentí, con razón o sin ella, que el cine no estaba hecho para reconfortarme sino para hacer que tomara conciencia respecto del curso difuso e inabarcable de la vida.

Melody, hay que hablar en tiempo presente, porque todavía perdura, al menos en mis recuerdos, tiene canciones de los Bee Gees sacadas de discos distintos (quiero decir que no fueron compuestas para la película, más bien la película tomaba el nombre de una canción preexistente) y una canción de Crosby, Stills, Nash & Young, puesta al final, medio descolgada, que no me gustó hasta mucho después, cuando ya fui grande. Melody, para mí, son también las canciones de los Bee Gees. Una cosa me resulta inseparable de la otra. Una de aquellas canciones es un hit tremendo, una de esas marcas registradas que cualquiera es capaz de identificar con la banda: To Love Somebody. Una canción inmortal. Hace un par de años estaba en un aviso publicitario (buena versión, de paso); antes tuvo un cover a cargo de Nina Simone, que era muy bueno pero no tanto como el original. Esa canción suena en el medio de la película, en una suerte de secuencia de montaje bastante burda en la que el chico está corriendo una carrera en lo que parece ser una especie de “día de la familia” del colegio: el chico corre y el objeto de su amor se le aparece en flasbacks que asaltan su pensamiento, como si en la carrera se acercara a ella, o como si el sufrimiento por no saber cómo abordarla se representara en el desgaste físico.

Lo que más me impresiona de esa secuencia de la película es que sea capaz de representar con tanta solvencia el carácter brutal de la indiferencia del mundo. Es más o menos así: el chico corre con todas sus fuerzas, tiene ramalazos de imágenes de la chica en la mente, su cara es de esfuerzo y sufrimiento. Pero nadie a su alrededor se da cuenta de nada. La chica está en otra parte del predio, charlando animadamente con unas compañeras. Su madre está entre las mesas comiendo algo, los chicos de su curso se ríen de los profesores; las autoridades de la escuela parecen ufanarse del espectáculo de civismo que montan para las familias. Son postales de una comedia, no del todo bien ensambladas, desprolijas, bellas de una manera extraña. Pero el uso de la canción lo cambia todo y les da una fuerza enorme, reemplaza el tono cómico por un tono de drama; o mejor dicho de melodrama: la música parece surgir directamente de lo que el chico está sintiendo pero es incapaz de poner en palabras. Esa canción no es un elemento decorativo sino el modo en el que se manifiesta lo que el protagonista siente. Sufrir por amor, para un chico, es algo que no se puede expresar, dice la película. Salvo líricamente, mediante una suspensión del tiempo y de la acción narrativa, haciendo contrastar la música y los flashbacks con las escenas prosaicas que se suceden alrededor del héroe. Con To Love Somebody, la cabeza del chico le habla directamente al espectador.

Pero ahora viene lo mejor, lo que considero el centro de la película: una canción llamada First Of May. Al protagonista un jefe de preceptores tiránico le da una paliza reglamentaria muy british por alguna transgresión sin importancia. El chico sale de la sala tratando de esconder las lágrimas que le ruedan por la cara y se encuentra con su mejor amigo, que lo está esperando. Empieza a caminar hacia su amigo y ve que la chica (es decir “la chica”, esa de la que está enamorado sin siquiera saber qué es eso), con la que hasta ahora apenas cruzaron miradas, también está ahí, en la otra punta, esperando algo que no sabemos qué es: ella no lo sabe, el protagonista no lo sabe, el amigo tampoco. Si Melody fuera una historia de pandillas, sería el momento en el que está por estallar una pelea; la escena es veloz como una navaja automática. Cuando era chico y veía eso me quedaba impresionado por lo violento y rápido que resultaba todo. El amor, parecía, era un arrebato sin sentido. El chico deja a su amigo y va hacia la chica. Nadie entiende nada. Al amigo de pronto lo consumen los celos. Ninguno de los tres está seguro de lo que está pasando. El amigo les empieza a gritar, sus gritos parecen un ruego, después desesperación y finalmente odio puro. El chico y la chica se agarran de la mano y salen corriendo. No se me podía ocurrir en ese entonces algo más extraño y conmovedor. La canción empieza como fondo y acompaña enseguida la caminata de los dos jóvenes amantes que vagan por un barrio desapacible de Londres. Un hermoso plano desde la altura muestra cómo un policía detiene el tránsito para que la pareja de niños pueda cruzar la calle. Llegan entonces al bosque que rodea un cementerio y caminan entre los árboles. La canción habla de las cosas que se descubren: el sabor resulta nuevo y melancólico, porque esas cosas van camino a desaparecer sin remedio, por la mera acción del tiempo. En un minuto todo se puede perder, pero es difícil advertirlo cuando uno lo está viviendo y se encuentra en medio de los acontecimientos. Los chicos descansan entre las lápidas; ella lee un epitafio en el que se intuye una historia de amor que la muerte ha truncado demasiado pronto. En una parte la letra de la canción dice que, una por una, las manzanas fueron cayendo. Pero uno no quiere ver eso, así que se deja envolver por el arrullo engañoso de la canción. Uno lo que quiere ver es la belleza de los rayos de luz entre las ramas de los árboles. Quiere ver la posibilidad de un mundo que empieza, y no pensar en la naturaleza desoladoramente provisoria de todo el asunto. La canción comenta todo eso que esos niños no pueden saber.

Melody, que está filmada en 1971, tiene un sabor más o menos logrado de cierta libertad heredada que viene de una porción particularmente fértil del cine inglés de los años sesenta. El paisaje urbano que muestra la película es desoladoramente reconocible: feo, un poco triste, una tenaz visión de clases medias empobrecidas, sin elementos trágicos pero también sin esperanzas. El peinado de la madre del chico es una pirueta de color ciruela; el padre (¿o es el padrastro?) es hosco y vulgar. El tono de rebeldía sin sentido que recorre la película se hace sentir de manera contundente en una escena en la que el chico le prende fuego al diario que el padre está leyendo en el desayuno. Hay algo de fatalismo en momentos como ese en la película. La gente hace cosas en apariencia inmotivadas, como si fueran una emanación del clima de la época: desconsolada y un poco cruel. Lo mismo cuando tiene lugar un baile en la escuela y los profesores y preceptores que vigilan la fiesta hacen el ridículo tratando de parecer cancheros. En la película los adultos en general, cuando no son malos, son displicentemente tontos. No entienden lo que pasa, o no quieren entenderlo, como si una recurrente desesperación inglesa los empujara a vivir un poco alelados, mirando la televisión, haciéndose los payasos o volviendo del pub a los tropezones. La historia de amor se vuelve frágil porque el mundo de Melody es particularmente poco hospitalario – casi se pude sentir el frío a través de la pantalla en esas casas inglesas de la época –, como si las cenizas violentas de la gran hoguera que se representaba con satisfecho estruendo en If… (1968), de Lindsay Anderson, cubrieran ahora las calles y tiñeran el aire con los ecos de un sueño ominoso del que no se termina de despertar. En efecto, como rebeldes pigmeos surgidos de una revolución inconclusa de la década precedente, algunos compañeros de los protagonistas confeccionan bombas defectuosas y planean pequeños atentados en las inmediaciones de la escuela para cubrirlos en su huida. El amigo más belicoso, el chico con corte de pelo de riguroso estilo mod, perteneciente a una familia disgregada y violenta de clase baja, ahora acompaña también con entusiasmo la huida de los dos niños amantes subidos a una zorra que se pierde en una vía melancólica.

Suena entonces Teach Your Children, de Crosby, Stills, Nash & Young. Las autoridades del colegio se desesperan ante la rebelión y protagonizan coletazos de comedia que ofician de corolario ambiguo a la unión imposible de los dos chicos. Aparece la palabra fin. La película para mí es muchas cosas. O representaba muchas cosas que no podía explicarme cuando la veía y contiene una especie de puntada agridulce ahora, una cosa difícil de describir. ¿Cómo estarán los chicos de Melody ahora, esos chicos de los que nunca más supimos nada? ¿Qué fue la película para ellos? ¿Un hit inesperado, una marca perdurable, un recuerdo amable y lejano, una maldición? Para mí, en todo caso, Melody es una marca y un montón de recuerdos. La casa en la que ya no vivo, y que en rigor de verdad no existe más en la forma que tenía entonces; mis dos hermanas todavía vivas, el paso del tiempo – esa música lejana que nadie oye –, las cosas perdidas. Melody puede ser indestructible como todo eso. Una película tosca, no muy bien hecha, pero construida a prueba de tiempo, no porque el tiempo no pase para ella, sino porque es capaz de usarlo a su favor, ya que se ve afectada por el tiempo tanto como todo lo demás, y es capaz de producirme la sensación casi física de que habita en el mundo de la memoria cada vez que la veo. Melody arrastra los recuerdos que parecían haberse perdido con ella. El mundo de la infancia vuelve cuando Melody vuelve, como ocurre a veces con las cosas que atesoramos sin darnos cuenta, por motivos que no alcanzamos tampoco a descifrar.

Publicada originalmente en El Amante #277 (Septiembre 2015)

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