Notturno

Por Diego Maté

Italia, 2020, 100′
Dirigida por Gianfranco Rosi

La noche del cazador

Como casi todas las películas, Notturno, de Giancarlo Rosi, le propone al espectador un pacto cuyos términos se estipulan en las primeras escenas. El documental registra lugares y personas de Irak, Siria y Líbano. No hay un orden o una lógica narrativa, cada segmento funciona solo, sin conectarse con los demás. La idea es que esas secuencias dispersas delimiten los contornos de un Medio Oriente devastado por tiranos locales, guerras religiosas, bandas terroristas e invasiones extranjeras. La primera escena transcurre en una cárcel turca ahora cerrada. Rosi sigue a un grupo de ancianas que recorre el lugar. En una de las celdas, una mujer reconoce el sitio en el que el hijo fue torturado y asesinado por el gobierno. La madre llora y gime junto a las otras. Después, no se sabe cómo, pero Rosi logra quedarse solo con ella en la habitación y la filma mirando fotos de su hijo muerto, maniatado y con signos evidentes de tortura. Otro plano: la mujer está apoyada contra la pared, acaricia los muros y dice que siente la presencia del hijo, como si su espíritu hubiera impregnado el lugar. 

El momento es impresionante y difícilmente exista un documentalista que pueda resistirse a filmarlo. Pero Rosi hace algo más: sitúa a la madre en el centro del plano con una precisión y un cálculo que funcionan como bisagra del lugar que se nos reserva como espectadores: si dejamos pasar esa planificación sin pedir explicaciones, ya sea porque nos gusta o porque no la notamos, estamos entregados plenamente a la película, somos, de alguna manera, su público imaginado. En cambio, si la operación produce algún tipo de malestar o de duda, no hay vuelta atrás: soltamos la mano del director y ya no hay manera de que volvamos a depositar en él nuestra confianza.

Las escenas que siguen confirman las sospechas. La puesta en escena exhibe una exquisitez un poco insoportable, no solo porque iguala todo lo filmado y lo somete al mismo régimen de belleza sumaria, sino porque los temas que le interesan al director sufren bajo ese exceso de planificación. Rosi no es de esos directores capaces de encontrar lo bello en la miseria, la rosa en el barro: al contrario, todo lo que ve es desolación, desarraigo, pobreza o trabajos degradantes. Notturno no dice, como otras películas, que la belleza está en todas partes y que solo hay que saber buscarla. En estos términos, al menos, Rosi no es un demagogo. La película demuele cualquier expectativa bienpensante desde las secuencias del comienzo, como esa en la que hay un caballo al que dejan en la oscuridad, al lado de una calle transitada: cualquier espectador entiende que el animal solo, expuesto, rodeado de autos que podrían atropellarlo, funciona como una cifra del mundo que retrata Rosi, una imagen o un emblema de las condiciones de vida de ese lugar. El problema, sin embargo, es el mismo que el de la escena de la cárcel turca: el encuadre meticuloso, la rigurosidad de la fotografía y la duración del plano imponen al momento una lógica propia, lo inscriben en un régimen de sentido singular: la película espera que el espectador se conmueva menos con la escena filmada que con la precisión visual.

Si el espectador no leyó los textos famosos de Rivette y de Daney sobre lo abyecto no importa, no los necesita para detectar estos conflictos. Tampoco hace falta acudir una vez más a esa noción que de tanto uso ya no comunica nada más que su propio agotamiento. Pero es claro para cualquiera que Rosi se aprovecha de las personas, las situaciones y los lugares en los que filma, que los aplasta bajo una planificación que no va al encuentro de las cosas sino que extrae de ellas únicamente aquello que puede servir a sus propósitos. La película avanza y se multiplican los primeros planos y los momentos visiblemente preparados, como cuando las mujeres soldado entran en una casa abandonada y se las filma desde adentro: la cámara ya está ahí esperándolas, por lo que el despliegue no puede ser sino algo actuado para la película. Pasa lo mismo con los momentos en los que el chico camina a la madrugada por la ruta a la espera de que algún cazador en busca de un guía contrate sus servicios: la minuciosidad del encuadre no permite que nada que no haya sido contemplado previamente por el director entre en el cuadro.

El cine de Rosi no siempre fue así: en Boatman la cámara se mueve al ritmo del bote que lleva al director y los planos barren el Ganges y la costa de Benarés atentos a las situaciones extraordinarias que allí suceden, sean mujeres que se lavan el pelo, los entierros en el río o los turistas sorprendidos con las costumbres del lugar. En Tanti futuri possibili, en cambio, la cámara, dentro de un vehículo, está clavada sobre Renato Nicolini, un arquitecto que diserta libremente sobre la autopista Grande Raccondo Annular mientras la combi la recorre una y otra vez. En los dos casos, el director diseña su película alrededor de su objeto: la planificación puede estar abierta a lo imprevisto en una o cerrarse completamente sobre su entrevistado en otra.

El sistema de Notturno, en cambio, se basta a sí mismo y no requiere de ningún acople con su tema para funcionar. La película tiene una de sus escenas más icónicas durante la caza de patos, cuando el personaje se mueve en un bote entre los juncos y espera escondido. La cámara lo encuadra contra una noche iluminada por el fuego de incendios que son la huella de la explotación petrolera o el resto de alguna escaramuza armada. La imagen es visualmente explosiva, imposible no notar el tesoro con el que parece haberse encontrado Rosi. Pero ese gesto se da de bruces con la tarea del cazador, incómoda, precaria y cargada de tensión que el hombre lleva a cabo sin el más mínimo signo de disfrute o de alegría (igual que el resto de los personajes). La belleza que encuentra el director no pertenece al mundo, es únicamente cinematográfica, un artificio del cine, y está dirigida a los ojos del espectador; los protagonistas quedan excluidos de su goce. No se trata de correrlo por izquierda a Rosi y de imputarle no sé qué falta de compromiso con la realidad de los habitantes: nada más absurdo que pedirle al cine, documental o no, que refleje las cosas o se identifique plenamente con ellas. El problema no está ahí sino en la manera en la que el director se apropia de aquello que encuentra: el Oriente Medio que le interesa a Rosi está hecho de esfuerzos interminables, de los silencios de la soledad; un páramo que degrada sin parar la vida física y psíquica de sus habitantes. La belleza que el director no halla en ese universo la impone a fuerza de una planificación exquisita que reduce a los personajes a modelos que deben ocupar su lugar en la composición. Como si la película dijera que ese rincón olvidado de Dios es un horror sin remedio, pero que con ese barro se pueden filmar planos lindos, simétricos, como el de la madre que acaricia la pared, o paisajes como el del cazador de noche. Rosi no se hace ilusiones ni invita al espectador a hacérselas respecto del futuro de esa gente. No es, entonces, un demagogo, pero parece que fuera algo peor: un cínico pagado de sí mismo que le dice a su público que debe conmoverse con la vida terrible de los habitantes de esas regiones al tiempo que lo invita a deleitarse con bellos planos.  

Bonus Track: la versión de Notturno estrenada en Mubi termina con una conversación entre Rosi y Alejandro González Iñárritu. Como se sabe, Iñárritu pudo labrarse una carrera con películas crueles y sentenciosas que reducen el mundo a unas pocas consignas estúpidas que se levantan sobre distintas catástrofes que asolan a los personajes. Por supuesto, ese cine requiere de cierto grado de inteligencia: la miseria de sus películas no quitan que Iñárritu sea un director avezado. El venezolano disimula con elogios algunas preguntas que apuntan directamente al corazón del sistema de Rosi: ¿cómo hiciste para planificar esto? ¿No charlaste esto antes con los personajes? ¿Cómo fue que pudiste quedarte solo con la madre? Y así. Iñárritu, dándose cuenta o no, va al hueso del problema, y Rosi se defiende invocando razones de lo real: “esto en realidad era así, esto lo propuso el entrevistado, esto apenas lo preparé, esto fue improvisado, esto otro pasó sin querer”. Es decir que, incluso en una conversación entre directores, en los términos más amables posibles, Notturno despierta sospechas. Iñárritu pregunta menos intrigado que desconfiado y lo hace con una astucia que iguala o duplica la de Notturno.

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