Pinocho

Por Carla Leonardi

Pinocchio
Italia, 2019, 125′
Dirigida por Matteo Garrone
Con Federico Ielapi, Roberto Benigni, Gigi Proietti, Rocco Papaleo, Massimo Ceccherini, Marine Vacth, Paolo Graziosi, Marcello Fonte, Teco Celio, Davide Marotta, Gianfranco Gallo, Massimiliano Gallo, Alida Baldari Calabria

Los olvidados

El plano general del comienzo nos sitúa en un pueblo rural de Italia en el crudo invierno. Y seguidamente vemos a Geppetto entrar en la hostería para resguardarse del frio y obtener de su dueño, a fuerza de su molesta insistencia con innecesarias propuestas de arreglos posibles en diversos muebles de madera, un plato de comida caliente, con tal de hacerlo callar. 

En este comienzo, ya se cifra la clave del sesgo particular a partir del cual el realizador italiano Matteo Garrone realiza su adaptación de Pinocho (Pinocchio, 2019). Donde Disney ya prepara una nueva versión de su clásico animado de 1940, el director italiano opta por volver a las fuentes literarias del clásico Las aventuras de Pinocho (1883) de Carlo Collodi y se mantiene fiel a su estructura y a su espíritu, adoptando un estilo episódico que no evita los pasajes más oscuros.  

Pinocho, como su propio titulo literario lo expresa claramente, pertenece al género de aventuras y más particularmente al coming of age. El protagonista es una marioneta a medio hacer, creada por el carpintero Geppetto, que cobra vida y que luego de enfrentar diversos desafíos y caídas en desgracia por sus malas decisiones, aprende, con la ayuda del hada protectora, el valor del esfuerzo y de la bondad; crecimiento que se materializa en su conversión en un niño real. Tomando esta linea de lectura, la novela de Collodi es claramente una fábula moral destinada a inculcar en los niños el valor del bien como senda a partir de la cual obtendrán las recompensas a sus anhelos y a desalentarlos  de la mentira, la desobediencia, la codicia y el puro hedonismo a partir de instilarles el temor por las crueles consecuencias que sufre cada vez que se desvía del buen camino. Esta faceta oscura de la novela de Collodi, funciona como el fantasma de la amenaza de castración en el niño por parte de un padre terrible, que lo mueve a renunciar al goce masturbatorio y por esa vía a entrar en el lazo social. 

Garrone no desdeña el sesgo de la aventura en su película, pero en su adaptación de este clásico para niños, la enmarca dentro una lectura social de la novela, que antes quedaba generalmente velada tras la lectura moral y el movimiento de la acción. De ahí su decisión de no construir su Pinocho desde el dibujo animado, sino como una ficción realista hibridada con el fantástico. Esto explica que en la construcción de los distintos personajes, se apoye en recursos más clásicos como el maquillaje, las prótesis, el vestuario y los efectos especiales, más que en la digitalización de la imagen. 

El comienzo del film a través de las construcciones derruidas y descascaradas, de la suciedad, de las ollas populares y del feísmo, nos sumerge directamente en ese sur de Italia rural del fines del siglo XIX, asolado por la miseria, el hambre y la desesperanza, donde la gran ilusión era hacerse la América. La llegada al pueblo del Circo de las Marionetas aparece en este contexto como espacio de distensión y de fantasía, un efímero momento de escape de la dura realidad de la vida. Es este evento extraordinario el que devuelve al entrado en años, desanimado y triste Geppetto cierta motivación. Se dispone entonces a construir, con madera que le han prestado, la marioneta más maravillosa del mundo. Que la marioneta cobre vida por obra del fantástico y que comience a ser la causa de su vida, es signo alegórico de la importancia de la fe en la ilusión, en lo maravilloso como modo de sostenerse con cierta dignidad en entornos tan hostiles y desencantados. 

En la línea del elenco, el punto más flojo es la elección de Roberto Benigni para el papel de Geppetto, quien ya dirigió su fracasada versión de Pinocho en el año 2002 y en la cual encarnaba al protagonista. Aquí Benigni recae en componer el trillado chishé del padre que se sacrifica por su hijo que ya había encarnado en La vida es bella (1997), si bien consigue apaciguar un tanto su marcado histrionismo. La linea de la relación padre hijo-hijo es la que menos profundizada está en la película y  acaso por ello, al no permitir un mayor despliegue de matices interpretativos, es la que no termina de funcionar, notándose cierta química y conexión emotiva en las escenas compartidas por Benigni junto al pequeño Federico Ielapi.    

Que la linea social de visibilización de la extrema pobreza en el mundo sea la clave de lectura del film está dado, no sólo por el contexto de anclaje temporo-espacial, sino también por otros elementos. En la película, de Gepetto no se dice que es carpintero, se dice que es pobre. Y efectivamente es alguien que no tiene nada: ni madera para trabajar, ni dinero para comprar un abecedario para su hijo, el cual debe trocar por su sobretodo y su saco. El anciano Geppetto sobrevive como puede, se las rebusca con la ayuda de la buena voluntad de los vecinos.

Otro punto interesante es que los personajes de El zorro y El gato, están caracterizados desde el realismo, con mínimos detalles de maquillaje a los fines de identificarlos, pero en definitiva son dos  malvientes que engañan a Pinocho con mentiras y que incluso están dispuestos a asesinarlo para robar su pequeño puñado de monedas, en una escena en la que no faltan las simbologías crísticas.   Aquí introduce Garrone la crueldad hacia el semejante, propia de la decadencia de valores morales a la que puede llevar la desesperación en contextos de extrema pobreza. 

Siguiendo esta linea, tanto en los episodios de Pinocho con El zorro y El gato como en aquel en que va con Lucignolo al País de los Juguetes (clara alusión truculenta a El jardín de las Delicias de El Bosco), donde es engañado por un hombre que los ha convertido en burros para la venta, Garrone da cuenta de una infancia desprotegida en entornos vulnerables y proclive a ser víctima de abusos por parte de los adultos. La visión de la pobreza, lejos de ser romantizada, es mostrada en su cruda brutalidad, como ya lo había hecho en Gomorra (2008) o en Dogman (2018). 

El trabajo con la luz y con los espacios, optando por colores apagados de predominio en la gama del marrón y el verde musgo y  por ambientes oscuros y cerrados, acentúan el clima de desolación de la miseria, la corrupción moral, la caída en desgracia o la opresión social que padecen los más vulnerables. Con ellos contrastan los momentos de luminosidad y los espacios más abiertos que signan la aparición del Hada o el tramo final donde el díscolo Pinocho ha devenido un dócil trabajador rural y un hijo amoroso. 

Es interesante también mencionar el uso que realiza Garrone de los episodios que acontecen en el Juzgado y en la escuela, a los cuales imprime su impronta. Es clara influencia kafkiana en el absurdo de la ley que funciona como pura burocracia con la cual el director siembra su cuestionamiento del corrupto sistema de justicia italiano y también es evidente la influencia foucaultiana con que describe a una escuela que funciona como mera sociedad de control disciplinario, más que como espacio para el despliegue de un deseo de transmisión. 
En su Pinocho, Garrone consigue recuperar la idiosincrasia italiana del original al tomar filiación tanto en el Neorrealismo como en la Comedia del Arte. Pero también logra actualizar el clásico infantil al leerlo en clave social. En última instancia, Pinocho funciona como una parábola de los marginados, como si Garrone después de mostrarnos en sus anteriores películas la hostilidad y la brutal deshumanización a la que puede conducir la profunda miseria, viniera ahora a insuflar lo maravilloso, la ilusión y el amor como último bastión de dignidad para los desesperados del mundo.

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