#Polémica: Ad Astra (algo en contra)

Por Federico Karstulovich

Ad Astra: Hacia las estrellas (Ad Astra)
EE.UU.,2019, 124′
Dirigida por James Gray.
Con Brad Pitt, Tommy Lee Jones, Liv Tyler, Donald Sutherland, Ruth Negga, John Ortiz, Loren Dean y Kimberly Elise.

En la esquina del universo, mi corazón perdido

Por Federico Karstulovich

En el cine de James Gray sobreviven lo grande y lo pequeño. Lo épico-trascendental/metafísico y lo íntimo-material/táctil. En cualquiera de los casos el vínculo entre esos pares opuestos es la emoción como elemento conectivo. La emoción es la reguladora en el cine de este director que supo, con el tiempo, convertirse en el mejor heredero de la tradición de un maestro. No, no me refiero a Francis Ford Coppola, cuya relación evidente con el cine del director de Los dueños de la noche ha sido establecida una y otra vez, del derecho y del revés (parece que uno de los deportes predilectos que tenemos los críticos es buscarle la madre a los niños perdidos de la cinefilia en la playa de las influencias). No, el aliento épico-íntimo, material/táctil-trascendental/metafísico no le pertenece exclusivamente al corazón de el director de Peggy Sue. Ese aliento es de otro orden, es germánico. Ese aliento es herzoguiano. Pero a primera vista no lo vemos. Es que en la obra de Herzog el mundo es un hiato entre la experiencia inmediata y palpable y el mundo que espera ahí afuera. El punto es que los personajes herzoguianos están signados por una mala estrella. Están malditos con la doble condición de la mirada: se saben finitos, pero se creen eternos, estelares.

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En la obra de Herzog buena parte de esos personajes extravagantes se reconocen en la incompostura de un personaje cervantino: el quijote. Aquel era portador de una mirada obsesiva, pero la mirada exterior siempre funcionaba para nosotros los espectadores, los lectores, los conscientes de que ese mundo épico siempre fue también un mundo ridículamente pequeño. La inmensidad es reducida por los actos. Y la pequeñez se transforma en un acto salvífico. Es curioso como opera esto. Por eso no deja de haber algo de esquizofrénico en ese desdoblamiento. Pero la pregunta es…el cine de Gray opera exactamente del mismo modo? Si y no. Básicamente porque estamos ante un director apegado a los códigos del realismo y en el cual resultaría complicado sino directamente forzado llevarlo hacia el terreno de la conciencia de si expresada en la forma. Esto si es el centro de la poética herzoguiana. Pero en Gray la operación supone un desplazamiento hacia terrenos más discretos. Porque, moviéndose levemente (pero también severamente) del planteo herzoguiano en las películas de JG no reconocemos el desdoblamiento. Y quizás esto se deba a que el hiato herzoguiano es sutilmente suturado por el corazón de matriz fordiana (aunque la otra referencia es Nicholas Ray) en el cine del director neoyorkino. La emoción, entonces, no es un aspecto menor.

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Es precisamente el rasgo realista que vincula la experiencia de lo gigante y lo minúsculo. Ese movimiento no es un sentimentalismo barato de parte del director. Es el último anclaje a las formas realistas vigesimónicas (de la mejor tradición clásica que el cine contemporáneo ha ido perdiendo y que solo parecen conservar los grandes maestros de la generación del 70…y herederos naturales de esa generación, como lo es el mismo JG. La emoción es el vínculo por lo que la experiencia rugosa de una pared se vuelve un acontecimiento. Pero también la emoción es la responsable para que detrás de todo giro épico podamos reconocer un acto íntimo, casi infantil, desesperado. Esa emoción es una doble jugada en el cine del director. Es una jugada riesgosa. Porque cuando sale bien permite que las historias de Gray tengan tanto de aliento épico y público como de privado e íntimo, en una combinación extraordinaria que se reencuentra con la gran tradición de narradores americanos de la primera mitad del siglo XX.

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Ahora bien, la pregunta es qué es lo que sucede cuando ese vínculo se corta. Cuando el eje emocional se vuelve hiato herzoguiano. El problema es que ese hiato no es ocupado por las mismas operaciones que en el cine del director alemán establecen una distancia reflexiva con una mirada puesta desde dentro de la locura y una mirada que circunvala desde fuera la empresa ridícula. En la obra de Gray no tenemos delirantes bigger than life desarraigados del mundo. O mejor dicho: si los tenemos es porque están sometidos a una estructura en donde el realismo los contiene. En Herzog, en cambio, la hipérbole es una vuelta de tuerca para saltear a las censuras del realismo más castrador. En el cine de James Gray los egregios también son locos, pero son expresiones de un tiempo, de una época. No son indisociables de un contexto que los convoca. El punto, entonces, es qué hacer con el hueco. Porque si hay hiato y no hay locura reflexiva ni acto sublime (que pueda condensar lo espantoso y lo hermoso en un solo movimiento: tradición del romanticismo alemán que parece inescindible de la obra del director de Fitzcarraldo), al menos en las películas más extremas de Gray (pienso en The lost city of Z) teníamos la conexión emocional, que también es conexión sensible entre los personajes, sus sueños, sus culpas, sus estados pendientes y el mundo que los espera. Pero en Ad Astra algo de eso parece faltar. Porque lo que prima en esa búsqueda coppoliana del padre ausente y muerto (ese Kurtz del espacio exterior, con visión colonialista asesina pero menos extravagante y eliotiano que el de Marlon Brando) es un aspecto gélido que no logra no solo esa conexión mencionada sino que también deja afuera esa reversibilidad que aseguraba que lo grandote se sintiera pequeño y viceversa. No: en Ad Astra cada proporción parece ocupar su lugar normativo en la escala. Por eso los huecos no son ocupados con emoción, sino con la distancia desafectivizada de un relato over que remarca lo que la imagen no está logrando vincular: al corazón con las tinieblas.

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Porque se me ocurre, al final de cuentas, que el cine clásico (en cuya tradición, como dijimos, James Gray se siente como en casa) siempre hizo ese trabajo como un acto de respiración: hacer del universo un problema humano. Por eso el realismo es su sistema de reglas ideal: todos los elementos que conforman la relación entre las personas consigo mismas, con otras y con el mundo construyen un perfecto organismo sensible. El problema es que en esta, su última película, Gray parece forzar lo que siempre había sabido hacer sin mayor esfuerzo. Como si ese realismo que antes fluía quedara puesto en suspenso. Por eso algo de la poética herzoguiana termina filtrándose (incluso en la alternancia potente con la que Gray organiza el montaje de grandes planos generales con planos detalle y con primerísimos primeros planos: en ese salto hay una elasticidad plástica pero también una inelasticidad emocional). Porque el hueco ausente de emociones con las que el alemán organiza la hipnosis de su cine alucinado es aquí el motor de 3/4 partes de la película. Y esto comienza a hacerse visible cuando el director deja de confiar en el mundo de las acciones, de las imágenes y los sonidos y en su transparencia. De ahí la obsesión malsana con la machacante voz over que todo lo explica, que todo lo pregunta, que todo lo cuestiona pero también que todo lo achata, como si terminara remendando las roturas de una prenda llena de agujeros.

En este contexto, sin lugar a dudas, laque pierde también es la aventura. Pierden los géneros (a los que Gray ama y valora), que se convierten en material permutable, como si fueran trajes que se manejaran a voluntad. No: Gray, como los directores del new hollywood de los 70s, es un neoclásico que, cuando encuentra el camino, puede ir y volver entre el mundo y la experiencia personal. Y utiliza a los géneros, sus arquetipos, sus temas y sus recursos, como perfecto vehículo para realizar esos recorridos. Aquí el director quedó en un extraño intermedio entre un cine personal y una forma industrial que tampoco parece haberle calzado de la manera adecuada. En el medio, una película extraordinaria (pese a sus problemas narrativos Gray filma maravillosamente y encuentra planos nuevos ahí donde vimos el espacio exterior filmado una y mil veces), que pudo haber sido ostensiblemente mejor, que pudo habernos llevado con furia y sonido al encuentro entre un padre y su hijo (encuentro que, dicho sea de paso, está resuelto con un nivel de automatismo y distancia emocional que asusta), pero que optó por narrarnos (literalmente, auditivamente) todo aquello en lo que no cree (y lo que no pudo crear) con imágenes y sonidos. A veces hay que confiar en las expresiones más elementales del lenguaje cinematográfico. Los grandes maestros fundaron una tradición que, todavía, merece tener continuadores. Gray es uno de ellos.

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