#Polémica: Amor sin barreras

Por Santiago Gonzalez

A favor

West Side Story
EE.UU., 2021, 156′
Dirigida por Steven Spielberg
Con Rachel Zegler, Ansel Elgort, David Alvarez, Ariana DeBose, Rita Moreno, Josh Andrés Rivera, Corey Stoll, Brian d’Arcy James, Maddie Ziegler, Ana Isabelle, Mike Faist, Reginald L. Barnes, Jamila Velazquez, Talia Ryder, Kevin Csolak, Paloma Garcia Lee, Mike Massimino, Jess LeProtto, Annelise Cepero, Arianna Rosario, Sean Harrison Jones, Sebastian Serra, Garett Hawe, Julian Elia, Jonalyn Saxer, Harrison Coll, Eloise Kropp, John Michael Fiumara, Jacob Guzman, David Guzman, Kyle Coffman, Kyle Allen, Jamie Harris, Curtiss Cook, Chryssie Whitehead, Ben Cook, Myles Erlick, Kathryn Grace, Nadia Quinn, Claudette Lalí, Ken Holmes

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Confieso que no vi la West Side Story original (Robert Wise, 1961), por lo que no me propondré ninguna clase de comparación. Incluso en caso de haberla visto creo que habría optado por la amnesia. Cada película es un mundo y creo que vale la pena no llegar con esa presión a esta nueva versión dirigida por Steven Spielberg. Lo que sí puedo hacer es pensar sobre la relación entre esta película y el género en el que se inscribe, motivo que la convierte no solo en una gran película de su director sino también en un extraordinario musical, tal vez el mejor de los últimos 20 años (si no más aún).

Cuando terminamos de ver la película nos damos cuenta del primer gran detalle: con más de cincuenta años de carrera, sin necesidad de demostrarle nada a nadie, siendo uno de los directores más importantes e influyentes de la historia del cine Spielberg se quita de encima la modorra de la comodidad y se embarca a un proyecto complejísimo desde todos los ángulos (en términos de producción, por la especificidad de la variante del género que abordó- el musical coreográfico-, por el desafío al verosímil al abordar una puesta de época sin contacto con la agenda presente), hacer un musical virtuoso y espectacular como si fuera joven y quisiera comerse al mundo.
Si, me dirán que su cine siempre contó con secuencias musicales y que no es ajeno a la perfección coreográfica del movimiento, pero no deja de ser llamativo el gesto y el momento. Al mismo tiempo se percibe también algo de capricho en su decisión de llevar a cabo una remake precisamente de esta película y en estos momentos (como bien sabemos las remakes son también operaciones de marketing que buscan reformular películas del pasado para hacerlas reverberar en el presente), pero capricho no es gratuidad.

Spielberg filma Amor sin barreras con fluidez y un timming perfecto, como si hubiera llevado a cabo varios musicales previamente. Esa sensación orgánica con el material narrado contrasta, por ejemplo, con otros casos recientes, que abordaron al musical con cierta resistencia, culpa, como si la única estrategia frente al género fuera abordarlo solapadamente. Pensemos en Damien Chazelle y en Edgar Wright.
A su manera Amor sin barreras discute y opera de manera antagónica con el musical más famoso de los últimos tiempos. Me refiero a La La Land, que venía a demostrar por qué los musicales ya no podían realizarse en el presente. La de Chazelle era una película que hablaba sobre la muerte del musical, y para eso se apoyaba en una historia de amor infantil y bastante elemental. Para eso articulaba un sistema de citas permanentes a los grandes musicales de la tradición clásica y moderna para construir su mundo. La La Land resultaba estar más cerca del evento-homenaje-al-cine que a una película con un mundo autónomo.

Pensemos ahora en en Edgar Wright, un director obsesionado con el musical, quien con Baby driver: aprendiz del crimen (2017) hizo uno encubierto, virtuoso pero a la vez frio y reiterativo en sus ideas. La mención de Wright no es gratuita y la comparación no es antojadiza: ambas películas comparten a Ansel Elgort, un actor que logra darle materialidad física, presencia y voluminosidad a su personaje. Para eso tan solo basta con observar el primer encuentro con Maria, en un baile en el gimnasio, donde Spielberg resuelve todo en base a un sistema de planos y contraplanos, miradas, luces y sonidos. De hecho lo mejor de Amor sin barreras pasa por ese lado, por la confianza en la imagen para dar cuenta del mundo que narra. Pensemos en la asimetría en la aultura de sus protagonistas: que el personaje de Elgort sea más alto que su interés romántico (la increíble Rachel Zegler) no es un detalle menor, sino que también expresa una de las ideas centrales de la película, que trabaja sobre la idea de las distintas barreras que deben romper los protagonistas. 

Si esa historia de amor simple y depurada (que reversiona a su manera a Romeo y Julieta como lo hacía la original, pero sin el peso contextual de las diferencias étnicas del EE.UU. de inicios de los 60) funciona es porque Spielberg no necesita subrayarla constantemente ni anclarla a ningún mundo que no sea el de la autonomía de la película (de hecho muchas de las interpretaciones recientes han querido vincularla con alguna clase de comentario social sobre la inmigración en EE.UU.). En épocas en donde las series -con su estructira de constante desarrollo, con arcos dramáticos que se extienden a lo largo de las de 6 a 8hs- prevalecen y ganan terreno al cine, lo de Spielberg es también un riesgo y una toma de posición valiosa: volver a la depuración casi arquetípica, volver a los personajes simplificados, volver a la simpleza de que un plano hable por si solo y sólo para si mismo. Todo esto se ve reforzado porque Spielberg no se corre del guion original, hecho que también supone una toma de posición ante el cine moderno. Pero ojo, esto no vuelve a Spielberg un artesano competente e impersonal. No, a su manera la película derrocha toda una serie de marcas y referencias autorales autoreferenciales: desde el detective que separa a ambas bandas remite a Tom Hanks en Atrápame si puedes (2002) a ese barrio destruido donde transcurre la trama que recuerda al de Ready player one (2018) por mencionar apenas un par de ellas. En Spielberg el cine es un juego de entradas y salidas. Amor sin barreras nos propone volver a lo mejor del pasado. Como si fuéramos jóvenes, otra vez.

 

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