El auge del humano

Por Federico Karstulovich

El auge del humano
Argentina, 2016, 100′
Dirigida por Eduardo Williams
Con Sergio Morosini, Shine Marx, Domingos Marengula, Chai Fonacier, Irene Doliente Paña, Manuel Asucan, Rixel Manimtim

Apenas algunos paisajes aldeanos

Por Fernando Luis Pujato

Ya sea conectando situaciones a través de puertas y ventanas y laberintos y demás o desconectándolas para crear otras nuevas, el cine siempre ha jugado con la cuestión de los pasajes. También lo ha hecho a través de cualquier medio de comunicación, desde las señales de humo hasta los teléfonos celulares pasando por el telégrafo, la radio, la tv. Las computadoras, los teléfonos convencionales, los beeper y demás. Estas dos cuestiones físicas, por así decirlo, invariablemente se han combinado para mostrar o sugerir -esto es: apelar al fuera de campo- lo que hay más allá de un plano concreto en un espacio y un tiempo determinado, ya sea desde Alicia en el país de las maravillas (Cecil Hepworth y Percy Stow, 1903), que cambia constantemente de lugares articulando situaciones inverosímiles a través de madrigueras en la tierra y puertas y ventanas de todos los tamaños, hasta Office (Johnnie To, 2015), un musical donde los distintos niveles de un mismo espacio y su acceso o no a ellos determinan el éxito o el fracaso de lo que resta de una vida; más de cien años de pasajes entre sueños fantásticos victorianos y mandatos culturales (capitalistas). Nada menos que la historia del cine.

Get.do

Es claramente en el primer segmento de El auge del humano donde los lugares se conectan permanentemente aun cuando lo hagan en el espacio público a través de escaleras, pasadizos y pequeños puentes al aire libre. Ese deambular por entre habitaciones completamente a oscuras, salvo por algún haz de luz tenue que se filtra por las ventanas, tropezando con objetos desparramados por el piso -imaginamos- hasta abrir una puerta que nos revela una lluvia torrencial y después ese caminar trabajosamente en el agua que inunda calles y veredas hasta introducir al film y a su personaje más visible en un, también oscuro, depósito de supermercado es el tono estético en el cual Williams parece sentirse más seguro. Un movimiento constante cámara en mano por plazas, casas repletas de gente, sótanos donde se practica porno casero a través de internet -bastante más soft de lo que se rumoreaba tras su estreno mundial, hay que decirlo- para ganarse unos dólares, calles semivacías, y otra vez los supermercados chinos y la visita a una suerte de cueva dentro de un árbol en un lugar indeterminado donde un grupo de jóvenes se encuentran reunidos conversando sobre… nada en especial. Y la repetida queja sobre trabajos siempre provisorios e iguales. El pedido constante (“¿puedo usar tu compu?”, “¿me prestás el celu?”, “¿funciona el wi-fi?”), el fastidio de no poder comunicarse por internet con alguien conocido o desconocido de algún lugar de este mundo virtual en el que todos, de alguna u otra manera, nos encontramos inmersos. Pero es justamente el monitor de una computadora -en un momento en el que Eze logra conectarse en una de esas casas que parecen no pertenecer a nadie en particular- la que oficia de pasaje, literalmente, a un habitación donde algunos jóvenes de más o menos la misma edad que su voyeur circunstancial juguetean con sus cuerpos semidesnudos frente a la pantalla, uno de ellos saluda a Eze y salen por un pasillo a la calle.
El segundo segmento se desarrolla en alguna ciudad de Mozambique y guarda cierta similitud con el primero (que se desarrollaba en alguna ciudad de Argentina) sobre todo en cuanto al atravesar distintos lugares o mejor, distintas geografías citadinas, sin otro objetivo más que el llegar a una casa para (no) encontrar a quien se busca o llegar a ese trabajo indeterminado que tampoco satisface y, por supuesto, juguetear con internet por medio del celular acostado en la cama casi con los ojos cerrados por el ¿sueño?, ¿el cansancio?, ¿la abulia?; tal vez todo esto junto a la vez y tal vez por todo esto junto a la vez escapar fuera de la ciudad.
La conexión con el tercero es a través del plano secuencia dentro de un hormiguero (?) que desemboca en alguien sacudiéndose una hormiga de su mano para poder mandar un mensaje que dice algo así como ¿estás triste o cansado?, pero el mensaje no es para el mundo, ni siquiera para aquellos que habitan este film, no es la famosa y romántica imagen del mensaje dentro de una botella tirada al mar que alguien podrá leer -o no- en alguna costa de algún lugar de este planeta: es un mensaje mandado por celular para un destinatario determinado aunque no sepamos quien es ese destinatario; y no es necesario seguir aclarando que las metáforas rara vez funcionan en el cine y que incluso no son necesarias Como sea, más allá de esto y de la secuencia nocturna donde en una pequeña aldea el único lugar en el que funciona un cyber está cerrado, no hay casi ninguna conexión con el resto del film. La selva en Filipinas y el lago donde mujeres, hombres y niños, juegan, conversan, o descansan es, claramente, otro mundo, no es solo otro paisaje.

Ya desde sus inicios como tal, en la Inglaterra del siglo XVI, la precariedad de -y en- el trabajo fue una de las condiciones fundantes del sistema económico capitalista. La soledad -un tema un tanto más complejo y de más larga data ciertamente- podría parecer una contradicción en este momento de la historia de nuestra especie, conectados con todo y con todos como supuestamente lo estamos, aunque sabemos que no es así. Estas dos ideas -que no son ni hipótesis ni mucho menos tesis pero tampoco juicios de valor sin ningún fundamento- son las que conforman el núcleo de El auge del humano, una película que no tiene nada de extraño ni de incomprensible salvo algunos planos extraños e incomprensibles. El problema no es, no es tan sólo, que la inestabilidad laboral y el desamparo parezcan estar ahí, flotando evanescentemente en ciudades y selvas sin ningún anclaje histórico, sin ninguna complejidad social. El problema es insinuar un film de pasajes a través de los cuales se conecten estas dos nociones -un cierto estado de un cierto mundo- para terminar filmando impresiones de cualquier lugar de este mundo. Tal vez el film de Williams sea una estética exquisita acerca del transitar. Tal vez no mucho más que esto.

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