#Polémica: Isla de perros (a favor)

Por Marcos Rodríguez

Isla de perros (Isle of Dogs)
Estados Unidos-Alemania, 2018, 101′
Dirigida por Wes Anderson.
Con voces de Bryan Cranston, Koyu Rankin, Edward Norton, Bob Balaban, Bill Murray, Jeff Goldblum, Kunichi Nomura, Greta Gerwig, Frances McDormand, Scarlett Johansson, Harvey Keitel, F. Murray Abraham, Yoko Ono, Tilda Swinton, Ken Watanabe, Liev Schreiber, Roman Coppola y Anjelica Huston.

Lengua de perro

Por Marcos Rodriguez

Al principio de Isla de perros,entre diversos carteles y traducciones de carteles, se nos explica que en la película que está a punto de comenzar se ha respetado el idioma en el que se dicen los parlamentos. Es decir que todos los diálogos hablados en japonés se escuchan en japonés y, por tanto, quien no hable el idioma no entenderá lo que se dice, excepto en los casos en los que (convenientemente) se provea una traducción, ya sea a través de alguien que responde o traduce, o directamente a través del personaje de la intérprete. Los ladridos de los perros sí se escucharán en inglés.

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Este gesto (que, intuyo, tiene algo de juego cinéfilo, de jugar a repetir la experiencia de ver una película en la que no entendemos ni una palabra de lo que se dice en el audio) nos obliga constantemente a estar prestando atención a las palabras. No a lo que se dice, eso desde ya, sino minuciosamente a los sonidos que articulan los personajes que están en pantalla. No porque no estemos acostumbrados a escuchar cosas que no entendemos en una película, sino porque el propio Anderson juega al juego de sus trabas lingüísticas siempre al límite de la comprensión. Es decir, los personajes hablan y excepto en casos simples y directos, muchas veces nos quedamos (aunque más no sea por unos instantes) suspendidos en la duda de si vamos a poder entender lo que se acaba de decir. Muchas veces tenemos que deducir solo a partir de respuestas. Los diálogos son largos y acelerados. Hay escenas breves en las que incluso no se traducen las palabras que se dicen, y el espectador se ve forzado a interpretar exclusivamente a través de las imágenes (que siempre son claras, Wes no es un oscurantista). El mecanismo llega a tal punto que durante un buen trecho de película (que no es tanto en minutos pero se siente agónico porque ocurre al inicio de todo esto, donde uno espera normalmente que se nos aclare y explique todo) no logramos “comunicarnos” con el protagonista, del cual recibimos información pero que nos resulta irremediablemente opaco (y paliducho y un tanto frankensteiniano).

Perros

Después, y mayormente sin palabras (que podamos entender), vamos conociendo a este “pequeño piloto” hasta descubrir que se trata simplemente de un nene de 12 años que perdió a su perro. Algo así como el arquetipo de la ternura ante la cual no podemos dejar de rendirnos, mezcla de inocencia, lealtad, amistad, refugio en medio del abandono y vaya a saber uno cuántos disparadores psicológicos más. Todos muy bien aceitados. Pero ocurre que ese personaje que podría haber salido de una película para toda la familia de Disney directo a televisión se encuentra en medio de esta cosa, un futuro distópico gris, lleno de basura, habitado por gente a la que prácticamente no entendemos, en stop-motion. Lo áspero mezclado con lo almibarado. La esencia de Anderson.

Habrá quien diga que Isla de perroses un eslabón más en la cadena del sistema formal (ya) perfectamente aceitado que son las películas de Wes Anderson. En lo personal, creo que la excusa de lo japonés le sirve a Wes para ponerse a jugar con la superficie de la pantalla de una forma abstracta y plana, que le permite quebrar, dividir, poblar y forzar elementos que funcionan como una fuerza centrífuga, y a la vez mantienen un equilibrio inestable tanto más potente que el equilibrio simétrico con el que se suele asociar a Anderson. Creo que Isla de perros es una de sus mejores películas, lo cual no es decir poco. Pero, más allá de eso, lo que no deja de asombrarme en los detractores de Wes Anderson es esa idea de que por alguna razón está “mal” que sus películas se rijan por un sistema formal narrativo cada vez más rígido (o, podríamos decir de forma más elegante, específico), como si casi toda película no se rigiera por un sistema predeterminado, precodificado, vacío, en el peor de los casos. Anderson filma como Anderson. Dentro de ese sistema hay películas geniales (Los excéntricos Tenembaum) y hay películas malas (El viaje a Darjeeling). El problema no es que uno use un sistema u otro, sino que logre darle un sentido a ese sistema. El gran hotel Budapest, posiblemente la mejor película de Anderson, no es menos rígida que Darjeeling, al contrario, y además es mucho más seca y distanciada. Y es un objeto maravilloso.

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Ahora, si uno entra a una película de Wes Anderson esperando reencontrarse siempre con la melancolía que esconde la mirada de los hermanos Wilson, o con un personaje como el de Gene Hackman, va a salir decepcionado. En lo personal, las historias de nenes que quieren mucho, mucho a sus perros me interesan bastante poco. En cambio, me resulta absolutamente emocionante salir de mi casa, arrastrarme hasta una sala de cine en el frío de la noche (cosa que sucede cada vez con menor frecuencia), sentarme en una butaca descuajeringada rodeado de gente que no parece tener la mejor idea de qué es lo que está a punto de ver, y encontrarme en la pantalla con ese amor ridículo por hacer películas, por probar y divertirse, por jugar juegos tontos, con juguetes, por elegir cada detalle y sacarle una chispa.

No siempre salen bien esos juegos, pero sigo dispuesto a ver con qué se sale.

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