#Polémica: Nomadland (en contra)

Por Mariano Bizzio

EE.UU., 2020, 108′
Dirigida por Chloé Zhao
Con Frances McDormand, David Strathairn, Linda May, Charlene Swankie, Bob Wells, Gay DeForest, Patricia Grier

Lo crudo y lo cocido

Hay un momento poderoso (en el peor de los sentidos) en donde Nomadland se nos revela como un chiste autoconsciente. Podría ser, inclusive, la llave pare pensar a la película a contrapelo, contra sus propias reglas de miserabilismo, de decadencia programada, de solemnidad cuidada, de malickismo fotográfico y de montaje. Porque en ese momento, como si se tratara de Kevin Spacey rompiendo la cuarta pared en algunas de las temporadas de House of cards, McDormand nos mira de frente a la cámara, como si en alguna medida nos dijera “no se estarán tomando todo esto muy en serio uds, no?”. Pero es solo un atisbo de interpretación, porque la película no se piensa casi nunca a si misma en esos términos reflexivos de forma tal que se vea obligada a exponer su propia operativa. No. Lo que hay, en todo caso, es un gesto marginal que bien podría reformular las cosas al final, pero dado que sucede cerca de la mitad (ahí donde los amigos se fueron, donde la soledad sobreviene con más fuerza, donde el mercado expulsa aún más, donde la familia y el retorno humillado son la salvaguarda de una vida que no quiere adaptarse a otra cosa mas que a si misma) se nos pasa por alto entre la sucesión de imágenes con un grado de cocción precisa (se lo robo a Javier Porta Fouz que creo que se lo tomó a Levi Strauss) como para que la planificación no se note y con un grado de crudeza elemental como para no desbarrancar en miserabilismo explícito del iñarrutismo de Biutiful.

Porque como bien sabemos, el capitalismo es una mierda. Creo que el cine contemporáneo se ha encargado de remarcárnoslo durante décadas. El tema es que la mención repetida tiene el mismo efecto que las palabras de Byul Chung Han y Slavov Zizek cuando la pandemia de Covid 19 hacía estragos en Europa a inicios de 2020: por decir que el capitalismo es malo, que está muerto, que está muriendo o se va morir, el capitalismo no se va. Sigue ahí. Y nosotros consumimos dentro de ese sistema y la vida continúa. No, eso no significa que lo naturalicemos. Pero la redundancia sobre el desprecio a las formas del capitalismo no parece llevarnos muy lejos respecto de aquello que en mayor o menor medida podemos saber: que en EE.UU. conviven formas institucionales que superponen al primer mundo con el tercero; que al mismo tiempo que los ciudadanos pueden sentirse cuidados son expuestos al abandono del estado (sobre todo en lo que hace a los servicios de salud y jubilación). En este punto nada del contenidismo de manual de Nomadland agrega algo distinto. Entonces la forma emerge como el gran contrapeso. Pero en las formas del cine de Chloe Zhao (que dirigió la excelente The Rider, que oportunamente comentamos en la revista en esta nota), o al menos en las que eligió para esta película, tampoco parece haber mucho. Porque su cine también se ha convertido en un sistema formalmente estable (ay, esa necesidad de ser autores!), de esos que nos permiten jugar a ese juego-meme que alguna vez circulaba en redes sociales sobre la forma de reconocer a determinados pintores según características superficiales: si la iluminación prevalece en la hora mágica (atardeceres o amaneceres), si la cámara está flotante pero nunca quieta, alrededor de los personajes prevaleciendo el plano general o el primer plano, si el montaje es “sucio” y se nota la elipsis entre planos que suceden en el mismo momento o si se producen elipsis con secuencias de montaje disimuladas a lo largo de procesos de trabajo de los personajes y todo musicalizado de forma empalagosa, entonces acertaste, es una película de Chloe Zhao.

Porque en definitiva, el cuento moral que narra Nomadland no es ni muy nuevo ni distinto en sus formas. Pero por algún motivo conecta con la sensibilidad de una época que precisa de historias de personas apartadas del sistema, historias que narren las iniquidades de la circulación del capital, que nos retrotraigan a las viejas utopías de un pasado que siempre contará con nuevos espectadores para poder convencer. Curiosa paradoja la del cine de los viajeros antisistema (ahí está para cachetearnos la sinceridad de Hacia rutas salvajes y Sin techo ni ley, que son películas que demuestran que la soledad también puede ser una camino de ida y de mierda), ya que se constituye como un cine que estimula al consumo (viajá, comprá, consumí, no te estanques en la vida de pareja, ni en la adquisición de un hogar ni en nada parecido a construir un refugio contra los males del mundo) antes que a la autopreservación frente a un sistema implacable. En esa lateral defensa del capitalismo a partir de la celebración indirecta de la proletarización que se revela entre sus pliegues, Nomadland expone su esquizofrenia cool.

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