#PostMarDelPlata 2017 – (3): Piazza Vittorio

Por Fernando Luis Pujato

Piazza Vittorio
Italia, 2017, 82′
Dirigida por Abel Ferrara

(Sin título)

Por Fernando Luis Pujato

La plaza más grande de Roma, oficialmente llamada Piazza Vittorio Emanuele II en honor al primer rey de Italia -aunque se la llama simplemente Piazza Vittorio como para dejar bien en claro que a (casi) nadie le importan hoy los reyes en la penísula- fue construida tras la unificación italiana entre 1882 y 1887, removiendo las fosas del antiguo cementerio del Esquilino donde se enterraban a esclavos y asesinos y ladrones comunes, derribando iglesias y pequeñas plazas, instalando un mercado al aire libre, dotándola de un hermoso jardín con un anillo de altas palmeras, cedros del Líbano, y magnolias provenientes de la región noroccidental de Bordighera, donadas directamente por la reina Margarita Teresa de Saboya, circundada por lujosas casas (palazzoni) habitadas por la alta burguesía romana y políticos de los ministerios vecinos. Salvo el antiguo mercado que sobrevivió a los sucesivos gobiernos y a las guerras, transferido a un lugar cubierto en el 2001 y funcionando más o menos cooperativamente, todo lo demás -al igual que los reyes unificadores- ya no existe, al menos no en sus formas y maneras primigenias. Y aquellos grandes espectáculos terrenos y religiosos, las fiestas señoriales y las óperas y las grandes misas, al igual que las parejas tomadas del brazo y los niños retozando en los juegos del parque, ataviados con impecables trajes negros o blancos según la estación del año y largos vestidos de encaje y grises pantalones cortos, todo ese pequeño mundo de la alta cultura y los modales apropiados y las apariencias correctas, ha sido barrido, literalmente, por un oleaje migratorio en su mayoría proveniente del Africa y de China, pero también de Sudamérica, de la India, de Turquía, de la ex Yugoslavia, y de un flujo migratorio interno, mucho menor por supuesto, de algunas regiones italianas como Catania, por poner un ejemplo significativo para y dentro del film de Abel Ferrara.

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Hay distinciones, ciertamente, porque la relativa comodidad vivencial que puede exhibir el carnicero egipcio -tomado en un plano contrapicado que semeja la Gran Esfinge de Guiza- establecido hace más de veinte años en un país absolutamente diferente a su lugar de origen no es la misma que el incierto horizonte posibilitario de los jóvenes de Guinea o de Gambia o de Nigeria arribados en estos últimos dos o tres años años que no tienen los papeles en regla y ni siquiera consiguen un trabajo informal, un trabajo de cualquier tipo. No es lo mismo tampoco el discurso absolutamente tolerante e inclusivo para con el fenómeno migratorio de Matteo Garrone, que utilizó como set para su tercer film (Estate romana, 2000) la casa que habita en las inmediaciones de la plaza, y la fascinación por el barrio y sus habitantes y su inmediata pluralidad de Willem Dafoe, casado con una romana y comprando frutas y verduras por los negocios con su bolsa de plástico a cuestas como si estuviera en alguna calle de su bendita Nueva York, que la disertación neo fascista de los encargados de Casa Pound -un edificio estatal tomado por la organización que se ocupa de proveer viviendas a los italianos sin techo- con el consabido palabrerío acerca de la falta del trabajo de los italianos a causa de la migración africana o de cualquier nación con graves problemas, por decir lo menos, como para que a sus habitantes se les ocurra arriesgar la vida en el mar con el objetivo de llegar a una costa menos cruenta que su país de origen; Ezra Pound fue simpatizante de Mussolini pero antes fue poeta, aunque esta es otra historia. Bastante cerca del pretendido fascismo de izquierda la señora romana, sentada en un sillón aparecido como por arte de magia -la del cine, claro- con su elegante vestido de un tiempo quizá menos agitado que el de ahora termina por susurrar que no le gusta nada toda esta gente extraña merodeando por la plaza sin nada para hacer. Bastante lejos de aquella postura y esta pose la anciana oriunda de Catania sentada en un banco de la plaza, acompañada por un matrimonio amigo o quizá sean sus empleadores desde hace muchos años atrás cuando ella vino a Roma de pequeña o quizá sean unos parientes, sugiere que la convivencia con los otros puede ser dificultosa pero siempre se debe ayudar a la gente provenga de donde provenga porque “mientras no les disparemos las cosas pueden arreglarse…”; y se entiende muy bien esta ironía a partir de una sonrisa traviesa y un vago gesto con el brazo señalando un punto indeterminado más allá del encuadre.

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Son este tipo de contrastes los que permiten que Piazza Vittorio se asemeje más a un espacio heteroglósico en el cual las personas intentan construir un diálogo (diá: a través / logos: palabras) que a un lugar otrora emblemático tomado hoy por asalto a manos de los bárbaros, defendido por el baluarte de la intolerancia. La escucha visual de Ferrara es la puesta en escena de un collage cultural, no un remedo pintoresco de la caída del Imperio romano en el siglo XXI. Aquello que puede significar entablar esa conversación viviendo en un collage es la secuencia donde un alto joven africano agradece a la pequeña señora romana parada a su lado por haberle salvado, literalmente, la vida empleándolo. El plano en la noche cerrada de ambos abrazados de pie detrás de la angosta barra de madera de ese bar al paso más bien modesto no es hermoso por su composición. Es hermoso por ese abrazo.

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