Prisioners of the Ghostland

Por Marcos Rodríguez

Japón, 2021, 103′
Dirigida por Sion Sono
Con Nicolas Cage, Sofia Boutella, Ed Skrein, Nick Cassavetes, Bill Moseley, Narisa Suzuki, Takato Yonemoto, Yurino, Shinichiro Shimizu, Grace Santos, Jeffrey Rowe, Saki Ohwada, Charles Glover, Teruaki Ogawa, Christina Virzi, Jai West, Canon Nawata

Raptados por la belleza

Sion Sono es el poeta del cine. Es fácil decirlo porque suena bien, impresiona sin decir demasiado y cada quien puede interpretarlo como se le dé la gana. Es fácil decirlo también porque (como sabe todo buen cinéfilo), antes de dirigir cine, Sono escribía poesía, y quién sabe si no la escribe todavía. Nunca leí un poema de Sono pero he visto unas cuantas de sus películas (casi imposible seguirle el ritmo) y, de verdad, hay algo de poesía dando vueltas en sus imágenes. Sono es (como sabe todo buen cinéfilo) además de prolífico, bastante irregular: algunas (varias) de sus películas son un golpe directo al estómago, otras son juegos ridículos, otras no terminan de cuajar. Todo es parte del encanto de Sono, que no se digiere fácil y asumo que tiene más de unos cuantos detractores. Eso es lo que lo hace interesante: Sono no es coherente, no siempre es atractivo y no podría entrar en la categoría de “autor” en el sentido de respetabilidad que suele asociarse a ese término: allá hace un par de décadas llamó la atención en el circuito de festivales y su nombre se compartía como un secreto. De un tiempo a esta parte, se pasó del lado del ridículo y no son pocos los que le soltaron la mano. Mejor así. Mejor para él, mejor para la cinefilia, que no sabe encontrar un lugar a este cine pringoso, chillón y ridículo.

Lo que el cine de Sono tiene de poesía no tiene que ver con aspiraciones existenciales o supuesta “profundidad”, si bien por ejemplo Guilty of Romance juega con eso y es, por supuesto, una obra maestra. Lo que tiene de poesía el cine de Sono es, por el contrario, la materialidad y el juego: las películas de Sono no tienen que ver con un sentido místico o una realidad que se explore, tienen que ver pura y casi exclusivamente (sobre todo en sus últimas películas, pero un poco siempre) con la materialidad del medio cinematográfico. Sono juega al juego del cine como un poeta juega al juego de las palabras: probando pegar unas con otras, poniendo juntas las que suenan parecido, las que bailan bonito en un ritmo y una cadencia que carga la forma de un sentido que no tiene que ver con el sentido con el que usamos esas mismas palabras para ir a comprar un kilo de milanesas, sino con derivaciones, resonancias, ecos que estaban escondidos en esas palabras de todos los días y que cobran una dimensión diferente. Una imagen de Sono es una imagen dislocada: cadáveres con cabeza de maniquí, tortugas gigantes radioactivas, pandillas hiphoperas de Tokio, todo entra en su cine, todo se mezcla y frota con todo.

No es de extrañar que sus películas hayan recurrido más de una vez a la idea del cine adentro del cine (por ejemplo, con la hermosa ¿Por qué no jugamos en el infierno?) y acá, en su último delirio, Prisoners of the Ghostland, lo que encontramos no es cine dentro del cine sino algo que es casi lo mismo: cruces y enchastres de iconografías cinematográficas diversas, que crujen un poco y no terminan de cuajar. Nicolas Cage es una criminal jodido en un mundo post-apocalíptico, que es una cruza entre spaghetti western y película de samuráis, al que le encargan la misión de rescatar a una puta que se escapó del prostíbulo/taberna/casa de geishas donde la tenían encerrada. Se supone que hay una trama, por supuesto, que respeta el más convencional discurrir de una trama genérica, pero todo termina siendo un poco más raro que eso y, por otro lado, las intervenciones y desviaciones son variopintas, con lo cual resulta difícil hablar de narración en esta película. O, mejor, resulta difícil seguirle ese hilo o prestarle demasiada atención.

Es ahí donde se nota la poesía de la cosa: uno mira a Nicolas Cage portando un taparrabos de luchador de sumo y no puede más que desviar la atención. ¿Nicolas Cage se calza un traje de cuero con explosivos automáticos injertados a la altura de sus testículos? ¿Había que tomarlo en serio? Por supuesto que no. ¿Había que disfrutarlo como una película trash? Tal vez pero me inclino a creer que tampoco: Sono es tan pero tan raro que ni siquiera se toma en serio la joda. Quien entre a Prisoners… en busca de la nueva aventura clase B de Nicolas Cage, va a encontrar mucho más y también mucho menos de lo que esperaba. Es difícil terminar de entender todo lo que está pasando en Prisoners… al mismo tiempo porque, como pasa siempre en Sono, todo es un exceso. El exceso/Sono nunca es calculado, se desborda por todos lados: no hay escenas, personajes o situaciones planeadas para producir tal o cual efecto de entretenimiento en el espectador. Por momentos, todo es tan absurdo en Prisoners… que resulta difícil divertirse con ella. Y así, de pronto, los linyeras japonivaqueros del otro lado de la autopista aparecen en pantalla vestidos todos de trajes blancos, haciendo volar tiras de lo que francamente parece papel higiénico y el cuadro estalla con una belleza inesperada que nunca podremos explicar, y que pasa bien rápido: la cosa sigue.

Es así, en esos momentos sin explicación, donde trabaja Sion Sono: siempre más, siempre algo diferente, siempre buscando. Prisoners… no es una gran película, claramente no es una película buena, pero destella y estalla cada tanto con delirios que no podrían existir en ningún otro lugar. Son los hallazgos Sono, las rimas infinitas que podríamos enumerar para justificar esta película (una pared con cabezas flotantes que cantan y giran sobre su eje, la zunga de Cage, los pétalos infinitos de este Far West, máscaras y molinetes) pero que claramente no tendrían ningún sentido: Sono se las arregla para seguir filmando a velocidades vertiginosas, todo espectador va a salir decepcionado y la filmografía de Nicolas Cage ya debe haber acumulado cinco títulos nuevos en el tiempo que me llevó escribir este texto.

Bien por ellos.

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