Rápidos y furiosos 7

Por Federico Karstulovich

Tengo harén

Las orgías son así: un acto controlado que presume descontrol. Son una disposición mecánica y altiva de cuerpos (más o menos trabajados, más o menos grasosos, más o menos fibrosos) en donde lo que vale es el virtuosismo. En esta dirección, hay orgías con participantes activos y otras en las que también hay mirones. En este último caso el virtuosismo tiene un rol especial, clave: se hace algo para el cuerpo pero también para el ojo, para el disfrute ajeno, aún por fuera de los límites del propio placer.

Mete-saca, lubricación, aceleración, desaceleración, cambio de ritmo y de dirección: todas formas acrobáticas en las que lo orgiástico busca la mecanización perfecta del ejercicio sexual. Pero se lo llama fiesta. Por eso a veces las orgías son mejores en la cabeza y en el ojo que en el cuerpo, porque desde la perspectiva visual la fiesta es real y es posible. Y la mecánica deja paso a la sensación del descontrol. Por eso las orgías tienen forma de película, no de performance.

“… son los mejores garchadores del planeta, son libres, no tienen previa, desinhibidos como los brasileños, no se quieren casar de blanco en la catedral y no te rompen las pelotas”

La saga familiero-hawksiana de las Rápido y Furioso no supo ser de lo más estimulante que el cine mainstream tuviera para entregarnos. No obstante, a fuerza de Torettos, Lettys y polguolkers el asunto demostró una paciencia infinita para aprender. Y para darse cuenta (recién en las últimas tres de la saga: tomó cuatro películas mediocres comenzar a pensar cinematográficamente, sí) que el asunto estaba más cerca de Misión Imposible que de una mala copia de Punto límite.

Y la paciencia puede ser demoledora: demuele paredes, prejuicios, pero también cosas innecesarias. Me refiero a que la paciencia suplió exceso por orgía. Quitó “la previa”(el tufo familiero, las vueltas amorosas, el costado mersa del argumento ‘la escuela de la calle’) y la llenó de virtuosismo visual, de descontrol controlado pensado para el ojo/oído (porque a esta película también hay que escucharla) vicioso.

El resultado fue inmejorable: un cuerpo excesivo y anabolizado como el de Dwayne Johnson (sobre Rivadavia y Bulnes solía haber un viejo cine sobre el que se montó un templo evangelista que se valía del cartel que intitulaba a la vieja sala ROCA y , en su nueva piel, se vendía con la frase “Jesucristo es la ROCA”: yo siempre lo vi a Dwayne Johnson bajando con el sol del atardecer, protegiéndonos entre bíceps y cuádriceps amalgamados, como un Jesús alternativo) terminaría siendo el indicado para el caso: había que montarse sobre las cosas y dejarse montar por ellas, porque las orgías y las montañas rusas tienen ese lenguaje en común. Y The Rock terminó siendo el perfecto Virgilio del viaje: menos previa o nada de ella y más bifes, más saltos, más excesos hasta que el ojo estalle de placer cinético, como esos músculos de gomería que se niegan a ser carne colgante.Por eso también es acertado el ingreso de Jason Statham, acaso otro bicivolador entrenado en eso de hacer volar un relato por los aires a pura piña, patada y gesto.

También es clave la presencia de Kurt Russell, quien stuntman Mike mediante (como operación simbólica) viene a recordar la naturaleza de todo el proyecto: chocar, romper, hacer pelota todo en medio de una corrida (doble acepción, incluyendo la castiza) hasta que las energías se agoten, porque lo que importa es la acción sin dobles.

Acaso no sea casual que lo mejor de la saga haya comenzado en Brasil que según Moria (que goza con el relato, porque se sabe oída) es el país de los mejores garchadores, de los sin previa, de los que van a los bifes. O quizás Moria entendió que la vanguardia sólo podía ser mainstream y cogedora de cabezas y corazones o no sería nada.

“Millonarios, que tienen 4 casas, mansiones, con 20 deptos, mega”

La guita es otro componente clave. Porque el mundo de esta saga es un mundo en el que la preocupación por la guita pasa a otro nivel. Incluso los muchachos cobran y mucho luego de cada trabajito pero nada de esto se filtra, precisamente porque el mundo de la guita y las orgías es una suerte de vida paralela, como si la vida cotidiana se les suspendiera, como si entraran (y nosotros con ellos) a una realidad virtual en la que la materia existe en función de un deseo. Y sólo queda eso. De ahí que, cuando aceptamos ese ingreso en el mundo imposible de los planos aéreos, los culos que comen bikinis, las mansiones, los autos de alta gama, los trajes de dos millones por cabeza, lo que importa es entender que esos elementos son meros adminículos que habilitan la posibilidad de la orgía. Para que haya harem hay que ser, sí, pero fundamentalmente hay que parecer.

Y si algo aprendió la saga en cuestión es que para parecer lo que importa es la superficie, el movimiento. Es así que la fritanga de los planos de establecimiento se olvida rápido y lo que prevalece es la articulación plástica de los movimientos, como si fuese lo único que importara. La vanguardia de la retaguardia. Una lección de movimiento y abstracción desde el centro del cine como narración. Y bueno, así son las cosas. El asunto era correr, saltar, pegarse, montar, volar. Todo eso y más. Con miles de millones. Un cine hecho de aire. Por eso no pesa. ¿La familia? Bien lejos, gracias.

“Tengo dos o tres enamorados, brutal (…)Pechuga, lechuga, limón, pomelo, sandía, te adoro como la vaca al toro”

Así y todo en RF7 hay lugar para el amor. Menos un amor de pareja heterosexual (ahí están las dos parejitas principales) como un amor homoerótico entre los dos protagonistas, que se dispensan corazones por medio de miradas, apretones, besos y señales, aún cuando los contra planos de Walker sean la cosa digital más horrible del mundo: el amor está ahí, hawksianamente, en los amigos y en el grupo. El resto es relleno, es amor de subtrama. Por eso el final lacrimógeno es también un final justo, porque es una despedida en el marco de un amor que duró tres lustros y que se consumó, orgiásticamente, entre fierros. Quizás sea ese el motivo por el que (muy cronenberguianamente) las peleas cuerpo a cuerpo se ven incómodas, poco acabadas, como si les faltara algo. Y que contrariamente a eso las escenas que incluyen autos siempre suman una capa a la sensación de placer cinético.

James Wan fue también un director que aprendió, a lo largo de los años, a filmar y a superar sus propios errores (así como una orgía es un acto de aprendizaje y de conocimiento mutuo: un acto de amor por el mete saca, acaso tan noble como cualquier otro trabajo bien hecho). Esa nobleza se encontró con la de una saga que, cuando empezaba a despegar, justo, la puta madre, se viene a morir.

A veces la nobleza, la emoción, la honestidad brutal del amor sincero (en medio de una fenomenal acabada: en tanto cierre de la saga) llega dentro del envase más despreciado del mundo mundial. Es lo que pasa cuando al cine se le pide odio cuando lo mejor que tiene es un corazón.

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