Rápidos y furiosos 8

Por Federico Karstulovich

The Fate of the Furious
EE.UU., 2017, 136′
Dirigida por F. Gary Gray.
Con Vin Diesel, Dwayne “The Rock” Johnson, Jason Statham, Charlize Theron, Michelle Rodriguez, Tyrese Gibson, Ludacris, Helen Mirren, Scott Eastwood, Chris Bridges, Luke Evans y Kurt Russell.

Un problema de química

Familia. Vuelve la familia y con la prole la aventura se detiene. La saga lo supo siempre. Pero lo entendió por tres películas. La cuarta, de repente, se puso amnésica (o demasiado memoriosa) y volvió a las primeras dos y a la cuarta. Se acercan nubarrones? No, es The rock, que con sus músculos flotantes termina siendo el mejor salvavidas (aunque si le ponés 20 yunques de carga en algún momento el hombre va a caer). The Rock para resolver todo lo que Van Diesel calla y lo que los one liners no compensan. Y la familia multiplicada: para los personajes principales y para los secundarios. Nadie sabe para qué.

Fuegos artificiales. En las fiestas la gente se reúne en familia y tira cohetes. Ambas cosas son ineludibles para algunas familias. Las FF siempre tuvieron ambas cosas: festejo familiar (pero cuando no se tiraban el background por la cabeza, mejor) y la pirotecnia. Más separadas ambas cosas, mayor y más abstracto el disfrute (algo que este año entregaron John Wick 2 y XXX: Reactivado, pero que no entregó Jack Reacher 2), más juntas ambas, la potencia disminuía: la pólvora se moja si se mete la familia a vigilantear. No obstante la octava entrega entendió que la apuesta debía subirse. Y la subió como quien se liquida dos aguinaldos juntos comprando cohetes. Pero si me mojás la pólvora, bueno, el resultado no puede ser otra cosa que pirotecnia desaprovechada.

Los autos locos. Si la familia te pesa, si la pólvora se moja, corré. Algo asi entendieron los personajes de las últimas FF, que hacían de los autos unos instrumentos plastilinosos amoldados al amor físico de los cuerpos en movimiento. Porque los autos de las películas de esta saga eran verdaderos transformers con alma de persona, que eran los responsables de hacerlos respirar, de darles un rostro y una caracterización, algo que aquí sucede de manera parcial y sin mayor amor (las relaciones con los autos son circunstancias, no son intensidades pisteras que fluyen entre fierros). Los tutus dejan de ser proyecciones de esos cuerpos buscones y se convierten aquí en instrumento de CGI. Por eso una de las mejores escenas (en el trailer) es una escena deshumanizada: Charlize y la lluvia de autitos sin alma (como si reescribira la escena de los suicidios de The happening de Shyamalan). Los autos, otro factor de desapego más. Chapa y pintura, pero de amor, nada.

Las chichis. Las FF también habían sabido armar un mundo de estrógeno duro y parejo (que se abría paso en un mundo de testosterona en todos los formatos posibles: desde la virilidad homoerótica a la bromantic movie), en un festival feminista de piñas y patadas multicultural y multigrenérico. Pero en este caso volvemos a la cerebralidad justo cuando se pedía cachondeidad a cambio. Porque, te amo Charlize, pero iglú, iceberg, pingüinos. Fría y blanca. Adiós a los cuerpos, al jugueteo sexual, a la fiesta liberadora de fragmentos del cuerpo no cosificados y cosificados a la vez (efecto asombroso y autoconciente de las entregas anteriores). Las mujeres dejan de divertirse y los hombres también. Pero la familia…

Más es menos. La última entrega de la saga opera por sumatoria en vez de restar, como si no hubiera entendido que el juego de las FF siempre fue el de ir construyendo una superficie de placer lisa, abstracta, un juego de luces y fulgores de acero y chicas y velocidad y aventura que se lleve puesto el tedio de los trabajos convencionales, del mundo pequeñoburgués, es decir, que destruyan eso que suelen construir en cada final con la mesita y las pastas. Destruir el loop de lo estable.  Y hacerlo todo todo bajo el paraguas de lo mersa, que es un paraguas noble cuando se lo cuida, porque lo grasa, lo mersa, lo berreta es también una forma amorosa de comunicar las emociones. La octava pedía exceso en los recursos, en las ideas audiovisuales y a la vez pedía abstracción. Y lo que se nos entregó fue mucho de todo y poco de algo (porque decir que la suma da negativa sería injusto). Pero esa adición perdió el toque, perdió algo de la química, que en el cine de acción supone el armado de combustiones inesperadas y no la superposición de elementos inestables que por su propia naturaleza exploten. F. Gary Gray no es Walter White, aunque cada tanto hace magia. Hoy no.

Caos y control. Sumidas en una paradoja, FF5 a la 7 eran caos controlados, lo que las hacía orgiásticas, saltarinas, libres y espectacularmente bellas. En FF8 el control es demasiado controlado y el caos demasiado confuso. No hay dominio, como quien no sabe drogarse y se mete de todo en el cuerpo solo por llegar al punto. La sobredosis, como decía Burroughs no es otra cosa que el síntoma de la desesperación, de la ayuda pedida a gritos. FF8 es un chiche caro en manos de nuevo rico. Y es falopa de calidad tirada a los perros del aplauso fácil.
Empezemos de vuelta que la senda no está tan lejos, muchachos. Y recuerden: menos es más.

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