Ready Player One: Comienza el juego

Por Federico Karstulovich

Ready Player One: Comienza el juego (Ready Player One)
EE.UU., 2018, 140′
Dirigida por Steven Spielberg
Con Tye Sheridan, Olivia Cooke, Ben Mendelsohn, Mark Rylance, Simon Pegg, T.J. Miller, Hannah John-Kamen, Win Morisaki, Philip Zhao, Julia Nickson, Kae Alexander, Lena Waithe, Ralph Ineson, David Barrera, Michael Wildman, Lynne Wilmot, Carter Hastings, Daniel Eghan

Solo tus canciones me parece escuchar 

Por Federico Karstulovich

No se me ocurre un lugar que deteste más por su eximio grado de tilinguería como es el centro cultural Konex, en pleno Abasto (para los lectores extranjeros: se trata de un centro cultural en un barrio que antiguamente tenía una impronta más o menos marginal y que hoy tiene localizado a este bendito espacio en el que cierta clase media alta y clase media con pretensiones intelectuales asiste a ver espectáculos de distinta índole que a primera vista podría parecer que no pertenecen al mainstream). Uno de los motivos que me llevó a detestar ese lugar fue el show que supieron montar algunos años atrás cuando invitaron a cantar, entre otros, a Delfín, Wendy Sulca y a La Tigresa del Oriente (tres artistas latinoamericanos decadentes que supieron hacerse famosos fuera de las fronteras de origen gracias a la viralización vía you tube, como podrán ver aquí) y en el Konex terminaron congregados los seguidores fieles y los que podríamos llamar “seguidores de consumo irónico”. No solo me parecía un desprecio gigantesco de parte de los segundos (como la gente que iba a ver a Sandro en su época de tubo de oxígeno y de bombachas voladoras sobre el escenario de parte de sexagenarias en celo, pero lo hacía también por el amor al ridículo, para disfrutar burlarse de otros), sino que también me resultaba un gesto clasista desagradable. Por qué? Porque para los primeros la presencia de esos cantantes significaba un lugar de comunión. Ningún lugar sagrado, pero seguramente de alegría, a costa de nadie. Para el segundo grupo, en cambio, ese evento era un evento más, que no los reunía por un lenguaje en común sino por una práctica horrible, como el desprecio de clase. Bueno, el Konex suele estimular esas cosas. Y cada tanto te propone jams de filosofía presentados por sujetos de dudosa catadura. Algunos centros “culturales” son así.

Rp1 Columbus

Nos guste o no, en el culo del mundo en el que nos toca vivir (y en el que nos tocò nacer a varios), que es latinoamérica, la cultura popular (si, POP) también es eso: no solo los tres cantantes mencionados líneas arriba sino Tinelli, La Bomba Tucumana, Guido Suller, Damas Gratis, Olmedo, Francella, las películas de los Exterminators, Sandro, las canciones de Leonardo Favio, Titanes en el ring y muchas otras cosas más. Quiero decir que la cultura popular es una masa amorfa en la que uno se puede mover. Y es una cultura que puede reducirse a las fronteras nacionales que nos vieron crecer o extenderse a otros lados. Y si algo hizo la tecnología y la globalización eso fue el proporcionarnos la posibilidad de pensar que la cultura popular no tiene por qué ser una sola y reducida a una región. Porque, si una función tiene esa cultura, es la de fundar un imaginario, que no casualmente se organiza en la infancia. Y que cambia o se sostiene con el tiempo, conforme vamos creciendo. Lo que seguro habilita esa cultura es un encuentro entre dos o más personas. Sin un conjunto, sin una comunidad que intercambie nada, no hay cultura pop.

A su vez hay gente que elige una cultura pop híbrida, entre lo local, lo regional y lo que toca a otras regiones. Hay gente que no puede salir de lo local o lo regional. Y hay gente que reniega de lo local o lo regional (de base) y prefiere sustituir cualquier red cultural en la que se haya movido por otras representaciones que no le sean ni remotamente familiares (gente que siente que está más cerca de una Sitcom que de una comedia con Emilio Disi, Berugo Carámbula, Gino Renni y Alberto Fernandez De Rosa). No está mal ni una cosa ni la otra. En todo caso la pregunta a hacerse es qué te vincula con esa idea de lo popular. Básicamente porque lo popular no tiene que ser populista, necesariamente (entendiendo populismo por una vulgarización simplificada del consumo, que entiende que el público popular se conforma con la repetición de estereotipos ad infinitum): el arte popular abre puertas, el populista nos vuelve a las mismas una y otra vez. Son elecciones. Pero hay relaciones emocionales con la cultura popular y relaciones epidérmicas. Las relaciones emocionales conectan momentos vitales hechos random de esa red cultural (ese muñequito que nos hace acordar a cuando teníamos siete años, esa canción que nos conecta con ese fin de año horrible de nuestra adolescencia, esa escena de una película que nos cuidó esa vez que cortamos con una pareja y nos sentimos los seres más desdichados). La identificación es individual, claro. Pero cuando el reconocimiento es compartido con otros, recién ahí el pop juega como una red. Y si esa red es extensa sentimos que no estamos tan lejos de casa. O quizás, en definitiva, la cultura popular se trate de eso: de sentirse parte de un conjunto e imaginar ser felices compartiendo cosas con otros mientras el mundo material se desmorona (que es uno de los motivos por los que la izquierda odia al pop: no ven amor, ven alienación y plena despolitización)

Ready Player One Mach 5 Ryu Batmobile

Decía antes: el punto no se trata de qué consideramos popular y qué no, sino de cómo esa red de representaciones nos acompaña y nos da felicidad en la vida (no, no es la felicidad capitalista del consumidor simple, sino la felicidad del lenguaje compartido en el marco de una comunidad: hablar, intercambiar información con otros, compartir cosas excede al capitalismo, no se puede ser tan necio). De ahí que, cuando la cultura popular tiende a empobrecerse, la tendencia automática sea tratar de ir a buscar referentes a un tiempo en el que era rica, variada, sofisticada o que al menos nos trajera felicidad por poder compartirla. Es interesante, en este sentido, que la multiplicación de ficciones retro (o ficciones fijadas en el imaginario de un pasado que nos retrotraiga 20, 30 o más años respecto del momento en el que estamos) se obsesione con la década del 80, que es la década en la que el siglo XX parece haber fijado un límite (década cuyo imaginario podría extenderse facilmente hasta mediados de los 90, con la aparición de internet). Lo curioso es que se trata de una década que ya de por si cargaba con el problema de un presente agotado y un pasado a recuperar. Sin ir más lejos, la idea del pasado que se agota y al que se vuelve ya sucedió muchas veces. La estética de la remake y la estética retro es fundante de la cultura de los 80s, sin ir más lejos. Casi me atrevería a decir que no se puede entender esa década sin ese movimiento respecto del pasado. Pero cuando hablamos de cultura popular no hablamos solo de una relación con el tiempo (con el presente y con el pasado en cuestión) sino también de una relación con el espacio (lo local, lo regional o lo “global”, que no es otra cosa que una falsa “universalidad” que proviene de una experiencia cultural que tiene algún punto de partida local, por más borramientos que se quieran hacer Indiana Jones no es universal, sino que es fundamentalmente americano…si me interpela y me resulta empática esa representación es otro tema). Apropiarse de ese tiempo y de ese espacio constituye el mayor desafío que puede ofrecer el producto de una cultura determinada. Y apropiárselo no solo como objeto de consumo sino como objeto que nos vincula con otros practicantes de una comunidad es ir más allá del ejercicio de consumo.

Si la cultura y el arte popular construyen representaciones, entonces lo que hace Spielberg con Ready Player One no es otra cosa que pensar una respuesta para un problema clave de todo lo que hemos venido diciendo: qué representaciones ha sabido construir la cultura popular durante el siglo XX y qué es lo que nosotros hicimos con eso. Y si bien la película sucede a mediados del siglo XXI se situa en la década del 80 como un lugar de fundación mítica (más alla de que adapte una novela previa, de Ernest Cline) porque esa década cierra, clausura un modo de concebir las relaciones con lo popular y que a la vez encuentra a Spielberg en el alterego perfecto Halliday, el diseñador de Oasis (como contraparte podríamos pensar que Morrow, el amigo sin talento, no es otro sino George Lucas, pero este último es un paralelismo menor), que no es otra cosa que un imaginario popular convertido en un mundo a pequeña escala. En este punto, se trata de una de las películas más autoconscientes, modernas y reflexivas (pero a la vez ligera, carente de solemnidad) sobre la propia obra y la influencia del mismo niño Steven (un niño septuagenario, como el personaje de Halliday) sobre el mundo de las representaciones audiovisuales. Esta película supone una operación de esas que Walter Benjamin observaba en las formas del capitalismo: por un lado narrar y avanzar a la vez que por el otro mirar los restos. El angel de la historia jugando en una consola de Atari y adorando a Los Goonies.

Captura De Pantalla 2018 03 28 A Las 11.42.45 P. M.

Pero hay una segunda operación en RPO y esa es una operación borgeana. SS no hace una película que solo parezca un grandes éxitos de su propia obra (como lo supo hacer buena parte de los directores de la llamada generación del 70, los directores del new hollywood cuando sus carreras llegaron a un límite creativo), sino interpelar a una generación que no puede recuperar la experiencia del pasado sino que lo que consume son las marcas de un tiempo (pero sin un peso histórico) carente de experiencia con la cual poder conectar (una década del 80 vista como souvenir y no como un lugar de refundación mítica de una sensibilidad, que entregó a los niños nacidos entre finales de los 70s y los primeros años noventa un modo humanista de entender el pasado). Si: para quienes nacimos entre finales de los 70s y mediados de los 90s, el imaginario cultural que atraviesa RPO es real porque ha atravesado nuestra experiencia de vida. Pero para las generaciones posteriores se trata de un tiempo pretérito. No es grave, le pasa a todo generación con respecto a un tiempo en el que no había nacido. El punto aquí es distinto. Lo que plantea la película es que cada nueva generación está empobreciendo tanto su realidad circundante, su propia experiencia vital, que ni el presente ni el pasado inmediato les proporciona un punto de contacto posible, una red de contención e intercambio de experiencias. Ahí es donde la cultura pop de los 80s, como cierre de la cultura pop del siglo XX, les proporciona una experiencia vicaria: vivir de experiencia vital prestada, vivir en un tiempo que no es el propio.

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Puede parecerlo, pero no: Spielberg no está diciendo “larguen la computadora y la vida virtual y salgan a la vida”, sino que parece observar que hay algo que está mal con eso de vivir en tiempo prestado. Y es que en RPO el tiempo reciente ya ni siquiera es digno de celebración (lo curioso es que el mundo del futuro no es apocalíptico ni terminal, sino que es bastante parecido al actual). Por eso los 80s son el retorno mítico a un lugar (re)fundacional, que en realidad es la refundación neoclásica (ese imaginario es préstamo de préstamo de imaginarios anteriores: una puesta en abismo de influencias sin fondo). Decíamos que Spielberg acomete una operación borgeana, que es la que indica que con él (y solo él puede hacerlo) se va el imaginario de los 80s. Pero no porque no pueda volver ni porque su persona sea dueña, sino porque si vuelve, nos dice la película, solo podrá ser con la plena conciencia del artificio descaradamente explotado. Por eso RPO es artificiosa, si, pero a su manera realista. La mezcla concibe un artificio espectacular pero que es realista porque también habla de su tiempo. Borges, con su relectura de la gauchesca, cerraba, clausuraba un imaginario popular de la literatura argentina del siglo XIX pero lo hacía escribiendo desde la noción del siglo XX: ese mundo no existía más y si se tenía que volver a él solo era para exorcizarlo, para sacarlo del sistema: la vida continua y había que seguir escribiendo, viviendo, interactuando con el mundo presente.

El siglo XX no vuelve, la experiencia cultural cada vez es más pobre, el imaginario popular que destacamos es un reciclaje de reciclaje y aún asi podemos ser felices. LO QUÉ? Si, hay que mirar bien a la película, que dice mucho más que una aparente defensa del mundo real y sus problemas frente a la despolitización aparente del mundo virtual que obsesiona a los jugadores de Oasis. Cuando en realidad lo que emerge de la película es que la tecnología y la cultura popular puede ser un vehículo para reconectarse con el mundo. Es decir: no aboga por el final de la Matrix, sino por el reconocimiento de su motor, que es el empobrecimiento de la experiencia física y cotidiana. RPO, en ese sentido, hace un uso del género como lo hacía la tradición literaria de la sátira futurista: hay un presente no necesariamente horrible, pero que si está dejando a una generación sin un pasado al cual poder (ad)mirar, básicamente porque al no haberlo vivido o experimentado solo pueden replicarlo, como si se tratara de una serie de poses, como gestos vacíos.

Captura De Pantalla 2018 03 28 A Las 11.54.02 P. M.

El modo en el cual Spielberg se asienta para narrar no es el de la melancolía (de hecho no hay un solo dejo de ella en RPO y sin embargo toda la película está teñida de una tristeza importante, de personajes solitarios a los que la vida y las personas se les van) ni el de la explotación de la nostalgia. De hecho para RPO el presente existe. Si es pobre se debe a que no hemos sabido qué hacer con el pasado y con el artificio. Spielberg se permite revisar, ya no su propia obra, sino su propio tiempo. Mira retrospectivamente y entiende que una parte de esa cultura que lo vio crecer (primero como espectador, luego como director) se come sus propios desechos. Observa un presente en el que el pasado retroalimenta un loop sin vida, pero para peor, empobrece la comunicación sensible entre personas.Y en alguna medida al decir eso es el mismo Spielberg el que nos plantea que la cultura no ha sabido qué hacer con el cine para ampliar la experiencia sensible. Por eso la obsesión de los 80s tiene menos que ver con una época dorada que con una sensibilidad que con los años tendió a desaparecer (sobre las diferencias entre reflexión sobre el pasado, uso irreflexivo y comprensión del lugar de las narraciones he hablado en esta, esta y esta nota, asi que no los voy a aburrir). De ahí que la película no encuentre ningún oasis real ni virtual. En todo caso el milagro está en el encuentro con los otros. La mayor paradoja del cine contenmporáneo de Spielberg es que cuanto más grandote se pone, más intimo logra ser. Cuando más parece que lo gana el mainstream, más se acuerda de sus personajes. Por eso en ese amor a la cultura popular también hay una segunda gran declaración humanista: la cultura popular nos vincula con a gente menos imaginada, con las personas que pueden crecer con nosotros, con las que podemos compartir juegos, canciones, películas, libros, viajes y todas esas cosas que nos hacen compartir la experiencia humana cotidianamente. Y quizás de esa forma sentirnos menos solos. Eso también es una ética humanista, que tiene una base noble como pocas: tomarse el trabajo de traducir a los demás cómo es la experiencia de ser feliz gracias a los vínculos con los demás, aunque la excusa sea tirarse a jugar un rato, hablar de libros, películas o de las cosas que nos apasionan y que hacen que valga la pena formar parte de la vida de otros y los demás de la propia. Es una de las cosas que pasa cuando pensás que las canciones, la películas y los libros te hablan a vos, pero en realidad le hablaban a otros también.

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