Rifkin’s Festival

Por Luciano Salgado

EE.UU.-España-Italia, 2020, 92′
Dirigida por Woody Allen
Con Wallace Shawn, Gina Gershon, Elena Anaya, Louis Garrel, Christoph Waltz, Sergi López, Richard Kind, Nathalie Poza, Douglas McGrath, Steve Guttenberg, Enrique Arce, Tammy Blanchard, Damian Chapa, Georgina Amorós, Yan Tual, Bobby Slayton, Andrea Trepat, Ben Temple, Luz Cipriota, Karina Kolokolchykova, Elena Sanz, Carmen Salta, Manu Fullola, Isabel García Lorca, Ken Appledorn, Rick Zingale, Godeliv Van den Brandt, Natalia Dicenta, Stephanie Figueira, Nick Devlin, Yuri D. Brown, John Sehil

Dónde están nuestros sueños de juventud?

Desde hace algunos años una buena parte de la camada de directores debutantes en los 70s (o en los albores de esa década) como Francis Coppola, Martin Scorsese, Peter Bogdanovich, William Friedkin, Clint Eastwood, Brian De Palma…e incluso en cierta medida el mismo Steven Spielberg, han decidido comenzar a despedirse, haciendo consciente aquello de que los elefantes, cuando huelen la muerte, deciden alejarse de la manada. En ese retiro que tiene parte de realidad muy concreta en varios directores, que es simbólico y material narrativo en otros y que es motivo de autoevaluación en otra parte de la camada, se encuentra Woody Allen, hoy por hoy entre la propia encerrona de su cine -que allá por 2010 supo encontrar un segundo nuevo aire para un nuevo público luego del primer nuevo aire que le supuso Match Point allá por mediados de los 2000s- y la cultura de la cancelación, que ha puesto a toda su obra en entredicho, entre otras cosas por la renovación de la acusación de Mia Farrow en su contra (y todo en el contexto de la emisión de la serie documental que pulveriza la imagen del director).

Apesadumbrado? Arrinconado por lo que vendría? No parece. No necesariamente, al menos. En ese orden de cosas Woody Allen (no me gusta llamarlo Woody como si fuera un amigo ni Allen como si fuera un apellido, cuando encima es un segundo nombre) concibe una película hecha por inercia, casi carente de estímulo vital, como su protagonista, que se mueve de manera taciturna, consciente de que su vida de pareja es una pantomima y que su presente es una mera sucesión de momentos sin conexión alguna con el deseo o la vida. En este punto el personaje que interpreta Wallace Shawn puede volver a confundirse (oh, cuantas veces!) con otro de los alteregos de WA. Pero no, en todo caso es una expresión simbólica del mismo aparato discursivo que construye la película. Porque al final de cuentas la historia que cuenta es la de un presente carente de interés, en donde los festivales son una junta de snobs (acusación que puede ser parcialmente cierta, parcialmente falsa, como casi todo en la vida), donde el matrimonio es un teatro que se mantiene más que nada por rutina que por amor y, finalmente, la película es un pequeño cuento moral sobre la reconexión con el deseo. O al menos con un deseo de reencuentro consigo mismo.

WA siente que no tiene nada más para decirle a este presente. Como el Fellini de los 80s respecto de su tiempo. Ese arraigo reaccionario lo obliga a encadenarse en huelga de hambre a sus héroes cinematográficos, como si en ese refugio todavía existiera el espacio para volver a respirar, a vivir. No solo se trata de un tiempo pasado y mejor. Tampoco se trata de una revalorización acrítica del canon blanco europeo (seguramente aparecerá algún trasnochado que invoque una pavada por el estilo). Se trata también de un lugar en el que el protagonista se siente cómodo como un espacio de refugio. El viejo y querido run for cover hitchcockiano, para cuando los tiempos obliguen a repensarse. En esa dirección de cosas, el cuento moral -casi rohmeriano- realiza un arco previsible en el cine de WA: el abandono de parte de las mujeres, el fracaso en el intento de encontrar un nuevo amor y al mismo tiempo la necesidad de concebir un reencuentro pasional con el propio pasado.

El final de Rifkin’s Festival puede parecer abierto, pero al mismo tiempo pesimista, melancólico. O aún peor: nostálgico y demandante de un tiempo encerrado en un placard con naftalina. Pero no, curiosamente es un final optimista, en el que todo puede reinventarse, en donde la vida puede rehacerse. Es curioso ese dato: el ocaso de los autores del Hollywood clásico en los primeros 70s y de los autores europeos de las vanguardias de posguerra, que se dio en los 80s, encuentra a algunos autores que comenzaron en los 70s frente a un camino sin retorno. En esta caso WA parece sostener sin mayor pena que las cosas se terminan, que la vida prosigue. Y que se puede seguir filmando con 85 años encima, porque el mundo siempre puede recomenzar. Esa certeza optimista es una curiosa novedad en el cine de este director octogenario. Incluso para una película que puede llegar a ser olvidable, denostada, o eventualmente cancelada.

Hannah Arendt dijo alguna vez que solo los humanos pueden darse a luz a si mismos cuantas veces quieran. Bueno, bienvenida esa novedad para un director que puede pensar al pasado, al canon y a lo establecido como un punto de partida.

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