Rocketman

Por Sergio Monsalve

Reino Unido-EE.UU, 2019, 121′
Dirigida por Dexter Fletcher
Con Taron Egerton, Jamie Bell, Richard Madden, Bryce Dallas Howard y Gemma Jones.

Volver al futuro

Allá lejos y hace tiempo, cuando las óperas rock cambiaban la cara del musical cinematográfico y le ponían un límite a las representaciones acostumbradas que el Hollywood clásico no había logrado hacer sobrevivir más allá de los 60s, Tommy (Ken Russell, 1975) brillaba. En aquella película joven Elton John resaltaba entre varias estrellas del firmamento musical del momento. Su participación más memorable giraba en torno a la famosa canción “Pinball Wizard”, en la que exhibía un look que coqueteaba abiertamente con el glam pero a la vez era portador de un humor no demasiado lejano a los Monty Phyton. En última instancia el estilo camp se redefinía en la imagen descaradamente kitsch del aquel célebre film del realizador británico, a esta altura, al menos para mi, uno de los genios incomprendidos y malditos de su generación en el panorama del cine inglés.  

Desde una cierta distancia, irónica y dramática a la vez, Rocketman vuelve a explorar el manierismo neobarroco del musical de Ken Russell, pero con técnicas de green screen y CGI. Así el género adopta los aportes de otros géneros, como la acción y la ciencia ficción, en aras de romper con sus moldes analógicos, abaratando costos y buscando nuevos planos de expresión. Esto construye un extraño artefacto, una suerte de surrealismo pop-kitsch, estilo que, de ser posible, viene siendo investigado por el Tim Burton de las fallidas Alicia en el País de las Maravillas y Dumbo, aunque también presente en la desigual El Imaginario del Doctor Parnasus (Terry Gillam, 2009), quien quiso replantear el sistema tradicional de la producción fantástica, a partir de la concepción de un maximalismo digital.  

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Ahora el biopic del cantante de “Your Song” juega a depurar el formato híbrido del momento, al desplegar una propuesta transmedia de integración del “live action” con efectos digitales, para componer asi diversos set pieces de una clara inspiración retro (nótese el parentesco con la versión de Aladdin de 2019). En Rocketman vemos la reformulación del “Pinball Wizard” de Tommy, según la interpretación del método de Taron Egerton, quien parece destinado a suceder en el trono al oscarizado Rami Malek de Bohemian Rhapsody (la escuela británica, de los implantes y el gusto qualité de época, va camino a convertirse en el patrón hegemónico de los premios de la academia, si consideramos la situación posterior a la victoria de Gary Oldman en la temporada de los globos y las estatuillas doradas). Ambos compiten en la liga de la explotación retro-sentimental del dólar LGBTI, del tributo a las “Queens” de la dinastía mainstream, como una reacción alérgica y algo conservadora ante los últimos movimientos de la cultura sonora, justamente cuando el trap y el reggetón dominan el espectro de la oferta de contenidos musicales, causando la reprobación moral y el rechazo del público adulto contemporáneo. 

En tal sentido, la segmentación del mercado ofrece una doble compensación a la audiencia. Por un lado, Disney complace a los fanáticos jóvenes del hip hop con las geniales afinaciones raperas de Will Smith en Aladdin. Por el otro, el Hollywood en fuga del Breixit reafirma las tonadas de los antiguos rebeldes de los sesenta y setenta, hoy asentados en el canon de los clásicos de la radio. 

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Rocketman, sin ser una mala película, consolida la tendencia millennial de refugiarse en el pasado de las historias de éxito, para intentar evadirse de un presente caótico y distópico. No obstante, el filme de Dexter Fletcher ajusta cuentas con la obsesión nostálgica del siglo XXI, al decantarse por narrar el descenso a los infiernos de un Mozart, de un loco egregio alcoholizado, atormentado y ahogado en una burbuja de intoxicación psicodélica. De hecho, indirectamente, hay algo del Milos Forman de Amadeus, particularmente por el modo de encarar la narración. En ambas hay una descripción afiebrada e hiperbólica (antes que necesariamente realista) del ascenso meteórico de un compositor excepcional. El delirio, la inseguridad, el suicidio como horizonte, la eterna regresión infantil, los conflictos paternales nunca resueltos en su niñez. 

Bueno, hay en la película, una doble mirada. Una que proyecta sobre el presente y otra sobre el pasado. Sobre el presente encapsula el problema actual con la memoria escindida y esquizofrénica de un mundo sacrificado y condenado por la democratización de la fama. Al mismo tiempo toma del pasado esa necesaria conexión con un mundo canonizado y revisado con la tranquilidad del diario del lunes, de la experiencia que puede narrarse desde la vejez de la superación de los excesos, en un movimiento, como dije antes, de un conservadurismo solapado.

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El protagonista de Rocketman es hijo de “Fausto” y de Un fantasma en el Paraíso (Brian De Palma, 1974). Una mente creativa desbordada y expandida, si, pero atrapada sin salida por la cárcel de la culpa y de la estructura industrial del negocio del espectáculo. Entre la anomalía indie y la corrección política, la película progresa en sus dos primeros actos, corrigiendo el inexistente guion de Wikipedia de Bohemian Rhapsody. Y las cosas no le salen tan mal. De hecho en esta película Dexter Fletcher se libera del yugo del crédito compartido en aquella con Bryan Singer, logrando rodar una verdadera ópera rock donde la cámara flota y se desplaza a través de un sentido plástico alejado de la fotocopia visual del concierto del Live Aid. El director apaga la televisión para solo rememorarla en la recreación cínica de los videoclips naif del líder del elenco.

La gracia de Taron Egerton se cifra en la capacidad de articular una serie de coreografías felices de jazz y tap, volando a la altura de Fred Astaire y Gene Kelly. Es un acierto transgredir la construcción costumbrista del relato, imponiéndole a cada rato la perspectiva subjetiva del personaje principal. El dispositivo, no obstante, si bien conserva la solidez durante la mayor parte de su delirio, llega a algún giro redundante y explicativo hacia el final, saldando en un desenlace tranquilizador y condescendiente. El colmo de la dulcificación del argumento ocurre con la insólita proyección de unas diapositivas feas de Power Point en la sección de créditos. Allí no hay cine sino un compromiso de relaciones públicas.

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Asi y todo la homosexualidad se asume de forma más honesta que en la tímida y puritana Bohemian Rhapsody. Pero ojo, todavía los códigos de la autocensura diseñan un lenguaje de elipsis y cortes. La relación con el amigo incondicional (Bernie Taupin) o autor secreto de los temas de Elton John, supone uno de los atractivos de descubrir el plot en la sala. 

El título Rocketman puede dar por cancelado el tiempo de prohibición del tema original, por prestarse a malos entendidos después del once de septiembre. Al terror circundante es mejor combatirlo de frente y con la conciencia resiliente de Elton John, un músico redimido, renacido de sus cenizas. Su película, al final de cuentas, no habla de otra cosa sino de invitarnos a presenciar una resurrección. Pero al ritmo de “I’m Still Standing”, claro. 

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