Roma

Por Sergio Monsalve

Roma
México, 2018, 135′
Dirigida por Alfonso Cuarón
Con Yalitza Aparicio, Marina de Tavira, Marco Graf, Diego Cortina Autrey, Carlos Peralta, Daniela Demesa, Nancy García García, Verónica García, Latin Lover, Enoc Leaño, Clementina Guadarrama, Andy Cortés, Fernando Grediaga, Jorge Antonio Guerrero

Crítica bipolar

Por Sergio Monsalve

El problema de Cuarón siempre ha sido el guión en contraste con la imagen. Pasa que en sus películas la inventiva formal encubre banalidad en la escritura de ciertos textos y superficialidad en algunos planteamientos. Así Gravedad era un ejercicio de delirio estético que alberga una historia mínima y tradicional de autoayuda. Ciertamente, la dirección era incontestable, pero poco más. De su obra prefiero la escritura libre de Y Tu mamá también, obra que guarda innumerables parentescos con la fase azteca de Roma. Además me encanta el acabado plástico de Niños del Hombre, la que posiblemente sea su película más oscura y distópica, al margen de abrazar un desenlace parcialmente esperanzador para calmar a la tribuna.

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Dado que me gusta polemizar, hoy me encargaré brevemente de refutar a su último largometraje, en el ánimo de honrar el sentido problematizador de la crítica, que es ajeno a revisiones frías y academicistas; que se parece más a una conversación subjetiva, que a lo mejor acierta o que de repente hierra el tiro. Ustedes me dirán. A ver: comprendo las razones del hype de Roma, no desestimo los encantos y los aplausos que despierta, tampoco los premios que ha obtenido. Asumo que la película traduce unas emociones y unas ideas legítimas. Y que el realizador ha conseguido un instante de madurez para mirarse el ombligo, revisar su pasado oscuro, buscando perdonarse y perdonar a los suyos, en plan de mea culpa, todo lo cual se emparenta con el espíritu navideño de piezas que llegan a la cartelera como El Grinch y No Te preocupes, no irá lejos. Dicho esto y abierto el paraguas, procedo a emitir mis juicios disidentes frente a la cinta en tres comentarios simples.

Primero, de nuevo la fotografía en Cuarón y el despliegue técnico acompañan una historia ambiciosa que pretende exponer las contradicciones de una época que no ha pasado, que sigue siendo nuestra. Ahí acepto el propósito del filme rodado con lentes anamórficos, planos secuencias, paneos que incorporan el espacio inmersivamente y profundidad de campo como potencial de irrupción de noticias, cambios o hechos terribles. Atención porque lo mejor de esta película radica en su primera hora, casi silente y distendida como una crónica negrísima del postapocalipsis mexicano, si consideramos que es un filme sobre la fundación de una ciudad donde lo peor pasa y siempre está por suceder, tal como diría Carlos Monsivais.

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Ahora bien, lo que concibo como un contrasentido es accionar una épica de semejantes proporciones, para narrar una historia que pudo contarse con menos pompa y presupuesto (17 millones de dólares gastados en la biografía de una nana que viviría del salario mínimo). Es el asunto político de cómo se describe la miseria espiritual y material. Uno es el camino de Lazzaro Felice, que es la austeridad y el anacronismo en 16 mm. Otro es el tono que elige Roma: una producción de Netflix con derroche de grúas, sonidos y ambientaciones de época en formato panorámico de 65 mm.

Nota al pie: estaremos ante la película más choronga de Cuarón? Valga aclarar: el término le pertenece al colega Javier Porta Fouz y fue acuñado hace casi una década por la extinta revista de cine El Amante, en la que solían usar ese neologismo para  describir a una clase de cine que trafica obviedades bajo un manto de gran evento cinematográfico pero que en el fondo no hace otra cosa que desplegar vulgares lugares comunes y sentencias sobre la existencia.

Obviedades highbrow como el juego de palabras del título que alude al colonialismo de una colonia del DF, al clásico neorrealista Roma, ciudad abierta y que explica el póster o la imagen de la criada loba que es el verdadero sustento de familia mexicana, en un concepto que comparte Cuarón con el izquierdismo de Obrador y de Elena Poniatowska, al afirmar que la revolución de meros machos se asentó sobre la explotación de las mujeres. Lo cual supone una concesión con la corrección política de los movimientos reivindicativos de la posmodernidad. Curioso porque el Me Too de Cuarón puede ser una pose que no se atreve a conceder el mando de su bote a la mujer, desde detrás de la cámara. Delante, el buenísimo de Cleo comparte una moralina de división marxista que castiga a la madre de Cuarón, ciñéndola a un corsé de señora histérica y deshumanizada.

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En efecto, Cuarón deja claro que no necesita más de El Chivo Lubezki, y que la marca Cuarón puede subsistir sola como la de Iñárritu y Del Toro. Aprovecho para comentar que el grupo de los tres amigos, como se le conoce, despierta en mí menos simpatía que el team de los extremistas mejicanos, donde figuran Amat Escalante, Michel Franco y Carlos Reygadas (tampoco son santos de mi estricta devoción). En rigor, yo sería fan del team rudo de los autores malditos del nuevo cine azteca. Por tanto, desde ahí encuentro blanditos y a veces melosos los finales y los procedimientos de los tres amigos técnicos, pendientes de complacer a un público mainstream y a la sobrevalorada cultura de la nostalgia pop.

Por último, suscribo a los colegas del DF que afirman que Cuarón no logra despojarse de una mirada condescendiente para con sus figuras de la otredad, para con sus víctimas de la pobreza y de las diferencias sociales, refrendando así una visión del cine mejicano que no es nueva, que se remonta a sus orígenes, que es perfectamente válida en su clasicismo, pero que peca un tanto de conservadora y de telenovela hípster del progresismo, negando incluso que la críada pueda concebir, teniendo que conformarse con la felicidad que le depara ser la madre sustituta de una familia en crisis.

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¿Es Roma el último velo que toma el discurso del poder en México, para lavar sus culpas y sentir que todo cambia, para que nada cambie? Después de todo, quizás es una película que descubra el tiempo expresionista de transición política que vive México, con todas sus luces y sombras.

Al margen de todo, una película que disfruté en salas y que me conmovió por su manejo del tiempo, de la puesta en escena. La ubicaré entre lo mejor del año, porque se la juega con unas formas y unas propuestas, de la democracia del gag, que ya no existen. El lirismo surrealista de Buñuel y el patetismo de García Berlanga renacen en los principales cuadros vivientes del largometraje. Recuerden a Tati, Tarr y Tarkovski en blanco y negro.

Creo que la esquizofrenia del filme traduce mis sentimientos encontrados ante la película.

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