El sacrificio de un ciervo sagrado

Por Fernando Luis Pujato

El sacrificio de un ciervo sagrado (The Killing of a Sacred Deer)
Yorgos Lanthimos, Reino Unido, 2017, 121′
Con Colin Farrell, Nicole Kidman, Barry Keoghan, Raffey Cassidy, Sunny Suljic, Alicia Silverstone, Bill Camp

Sacrificar (el cine)

Por Fernando Luis Pujato

La tragedia de Eurípides, Efigenia en Áulide (409 a. C.) narra la historia según la cual el rey Agamenón al matar un ciervo en los bosques de la diosa Artemisa provoca su ira por lo que la diosa produce una calma absoluta en el mar de forma que la flota griega no podía abandonar el puerto para dirigirse hacia Troya por falta de viento. Sólo un sacrificio humano, según el adivino Calcas quien consulta al Oráculo, podía calmar la cólera de la diosa de forma que Agamenón accedió finalmente, con ciertas reticencias por parte de él pero sobre todo de su esposa, a sacrificar a su hija Ifigenia pero al parecer, pues el final de la obra nunca fue escrita por Eurípides sino por un erudito bizantino, Artemisa en el preciso momento del sacrificio se apiadó de la joven reemplazándola por un cervatillo y se la llevó con ella -según otras fuentes fue Aquiles el encargado de llevar a la pequeña- a la tierra sagrada de Tauride donde se convirtió en sacerdotisa principal de Artemisa que, después de todo, solo deseaba cazar tranquila junto a sus ninfas y dríades sin que nadie la moleste; ya había tenido demasiado cuando era niña por ser hija de Zeus y de Leto a lo que, por supuesto se opuso Heras, la esposa de Zeus, tratando por todos los medios de que Leto no diera a luz lo cual no sucedió y las fábulas acerca de esto continuaron su recorrido hasta nuestro días. Unos cuantos siglos más tarde, en Iphigenia (1977), nominada al Oscar por mejor película de habla no inglesa y nominada para la palma de oro en Cannes y ganadora por mejor film en el festival de Cine de Thessaloniki, la tragedia de Eurípides fue trasladada al cine con algunas pequeñas variantes, por el director griego Michael Cacoyannis que culmina el film con un fuera de campo acerca de si Ifigenia fue efectivamente sacrificada: el plano de un cuchillo cayendo y la expresión de asombro en el rostro de Agamenón. Unos cuarenta años después otro director griego despoja el original de Eurípides de su contexto histórico y geográfico trasladándolo al seno de una familia norteamericana. Con este film Yorgos Lanthimos ya ganó el premio al mejor guion en Cannes, el premio de la crítica en Sitges, y uno de sus protagonistas podría ser candidateado a un Oscar por su actuación; no es difícil adivinar de quien se trata. La saga de crueles y a la vez benévolos dioses dispensadores de muerte pero también de vida, continúa. Las terribles decisiones que deben tomar los seres humanos acatando un mandamiento divino al parecer también. Al parecer.

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Porque a pesar de que Kim, la hija del cardiólogo Steven, ha escrito un breve artículo sobre Ifigenia en la escuela -bastante exclusiva, imaginamos- como le relata el regente o director de la misma cuando Steven le pregunta cuál de sus dos hijos se desempeña mejor como alumno, para rematar con un ¿a cuál elegiría usted? para concluir con la respuesta anunciada del buen regente con un “a ninguno”, claro. Porque, a pesar también, de la (casi) imposible elección a la cual debe arribar Steven, esto es, nada más y nada menos, que sacrificar un miembro de su familia para compensar la muerte -accidental o no ese no parece ser el punto- de un paciente suyo mientras era operado, de lo contrario todos menos el morirán. Y finalmente, porque a pesar del título del film su tema se asienta en el Éxodo 21:23 del Antiguo Testamento donde se puede leer, literalmente, “más si hubiere muerte entonces pagarás vida por vida”; algo mucho más cómodo y efectista que lidiar con dioses paganos griegos y finales misericordiosos, obviamente. No es otra cosa aquello que le anuncia Martin, el hijo del fallecido en la fracasada operación, a Steven en el bar del hospital aunque luego deba ejemplificárselo mordiendo a Steven -que lo ha secuestrado y golpeado salvajemente fuera de campo porque, ya lo sabemos, Lanthimos no se especializa en la violencia explícita sino más bien en la vejación- y arrancándose él mismo un trozo de carne del brazo para aclararle que es una metáfora, algo simbólico. En realidad la aclaración es para ustedes, queridos espectadores, por las dudas no hayan caído en la cuenta de la obviedad del acto y sigan preguntándose si Martin es un mensajero divino o un ángel de la muerte o un sicópata con poderes inexplicables y cosas por el estilo, lo cual no importa en absoluto. Lo único que importa aquí es la bendita compensación para mantener, seguir manteniendo, el precario equilibrio de este mundo personificado en el cerrado mundillo de una familia nuclear perteneciente a la blanca y acomodada burguesía, como también lo era la de Canino (2009) si bien el rol del padre todopoderoso -un tirano demente secundado por su esposa un tanto menos demente, para ser más claro- y la implosión de un estado de las cosas insostenible han sido reemplazadas por un padre sin ninguna característica especial, salvo la de ser un prestigioso cirujano, juzgado no por un tribunal que dictará la sentencia que le corresponde concerniente a su persona de acuerdo a normas específicas como en los buenos tiempos del Código de Hammurabi (1750 a.C.) sino por un ente metafísico que lo condena a expiar su culpa derivativamente. Si hay algo que justifique seguir utilizando esa equívoca noción decimonónica llamada progreso, ese algo no es otra cosa que este refinamiento jurídico impensable en tiempos menos civilizados y más burocráticos que éstos.

Killing Of A Sacred Deer

Más allá de las metáforas y las alegorías y los símbolos, más allá del cine como sucedáneo de la literatura, se encuentra lo que verdaderamente importa, o debería importar, en cualquier film de cualquier especie sobre cualquier tema: su puesta en escena, la relación de los planos entre sí, lo que se encuentra en ellos y entre ellos. En este sentido, para decirlo sin equívocos, el film de Lanthimos es, desde principio a fin, un bluf conformado por escenas cuyo raccord está dado arbitrariamente por el corte liso y llano de un plano sin que el siguiente guarde, necesariamente, algún tipo de continuidad; a veces la hay, las más de las veces no lo hay. Un producto en el cual el uso del gran angular y los planos cenitales se encuentran al servicio del ser divino que espía y controla todo desde vaya a saber qué excéntrico lugar. Donde los dos espacios cerrados supuestamente más significativos del film -el hospital y la casa familiar- se utilizan sin distinción alguna pues solo obran como escenarios cuyo único propósito es ejemplificar que ambos, en realidad, son sitios ejecutorios. Ejemplificar. La escena inicial en ralenti con música clásica de ecos wagnerianos en la que el médico, tomado en un leve contrapicado, se despoja de su vestimenta de cirujano y la arroja a un cesto negro al tiempo que la cámara en un lento travelling fija la imagen del cesto, fija la ropa y los guantes manchados de sangre. Y la secuencia del film en la cual el mismo médico ejecuta con un disparo de rifle a uno de los miembros de su familia, no sin antes taparles la cabeza con una bolsa como corresponde a cualquier fusilamiento que se precie de serlo. Aunque claro, también Steven se ha tapado la cabeza con un gorro negro de de forma que no puede elegir a quien matar y gira sobre su eje disparando tres veces y levantándose el gorro para cerciorarse si alguna bala ha dado en el blanco y vuelve a taparse la cabeza y vuelve a girar y a disparar tres veces hasta que, al fin, el proyectil impacta sobre uno de los cuerpos sentados en sillones conformando un triángulo: el del hijo menor que ya había sentenciado su pena de muerte en alguna escena anterior al anunciar que no deseaba ser oftalmólogo como su madre sino cardiólogo como su padre. También están los primeros planos de los ojos sangrantes del bueno de Bob, la infinidad de planos medios de Kim y Bob arrastrándose por el piso -porque si alguien se arrastra se lo debe mostrar en todo su esplendor, por supuesto- y la escena final en ralentí con música clásica en la que, a través del típico plano contraplano, se cruzan las miradas de los sobrevivientes de la familia mientras abandonan el bar del hospital con la de Martin acodado cómodamente en la barra tomando una gaseosa o una leche chocolatada o algo por el estilo. Hay más escenas groseras incluyendo más vejámenes y humillaciones de todo tipo pero sería un tanto redundante continuar con esta enumeración porque, en definitiva, todas las elecciones formales de Lanthimos -que filma como si no hubiera existido el cine antes de su exitosa irrupción en el mercado de los festivales- son una excusa al servicio del padecimiento. Un despropósito. Todo.

Hace tan solo cuarenta años François Truffaut compiló una serie de escritos de André Bazin sobre Eric Von Stroheim, Carl Dreyer, Preston Sturges, Luis Buñuel, Alfred Hitchcock, y Akira Kurosawa. El título del libro es El cine de la crueldad (1977) y el mismo Truffaut aclara en el prólogo que no estaba incluido Kenji Mizoguchi porque Bazin aún se encontraba trabajando sobre su obra. Fue Serge Daney, unos años más tarde, quien se encargó de demostrar que el cine de Mizoguchi era cruel, lo cual no impedía, claro, que no fuera uno de los grandes auteurs en la historia del cine. Todo esto ya no es posible. No tanto porque no existan cineastas a la altura de aquellos -en todo caso todavía nos falta la perspectiva histórica para confeccionar un listado paralelo- y menos aún porque nuestro mundo se haya convertido en un lugar más cruel que en la época de los sacrificios aztecas y de la quema de viudas en Bali o, un tanto más cerca en el tiempo, debido al exterminio perpetrado por los nazis en los campos de concentración y los Jemeres Rojos en Camboya e incluso por el horror de la guerra en Siria en este momento; ejemplos de especie no de grado, por supuesto. Ni los cineastas del pasado y del presente ni el mundo desde que bajamos de los árboles para convertirnos en otra especie. El problema ha sido siempre de qué formas y maneras se representa la crueldad, lo cual para muchos directores de cine -aunque hay alguna que otra excepción, afortunadamente- ha dejado ya de ser un problema vinculado con la ética pues (casi) todo se resuelve ultrajando a los personajes y causando el mayor daño físico y deterioro sicológico posibles que se pueda infringir al otro; ya sea un otro cultural o no, ya sea un ser humano u otra clase de animal. No es una excepción a ese casi El sacrificio de un ciervo sagrado. O como demostrar el sufrimiento a través de la sordidez teológica. Literalmente.

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