Santiago, Italia

Por Sebastián Rosal

Italia-Francia-Chile, 2018, 80′
Dirigida por Nanni Moretti.

La Edad de Oro

Dos frases resuenan en la vuelta al documental de Nanni Moretti, lo enmarcan, definen sus coordenadas. La primera la pronuncia el propio director frente a cámara y funciona como cierre de un momento de considerable incomodidad. Luego de entrevistar a un militar detenido por homicidio y secuestro en la cárcel de Punta Peuco, Moretti le aclara de manera tajante (poniendo su mano izquierda sobre el corazón): “Yo no soy imparcial”. Para la segunda frase hay que retrotraerse exactamente treinta años, a su notable Palombella Rossa y a ese Michele Apicella que, de alguna manera, vuelve a aparecer aquí, tomando prestado de manera encubierta el cuerpo de su alter ego, aunque en una versión que deja atrás su habitual neuroticismo para dar paso a un hombre ya maduro, reposado. “Las palabras son importantes”, decía, en 1989, Apicella-Moretti: entre una frase y otra, entre la asunción de una postura política definida (su adhesión a las ideas de izquierda) y el valor de la palabra como testimonio, como huella de una época y de sus consecuencias para un grupo de vidas, se mueve Santiago, Italia.  

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Esa conexión entre la capital trasandina y el país europeo que exhibe el título explica buena parte de la película, pero no toda, así como el golpe de estado de Pinochet que derrocó el gobierno de Allende, y sus consecuencias, ocupan el centro de la escena pero dejan margen para un excedente. La ligazón entre ambas geografías está encarnada en el testimonio de los chilenos (cada uno con un nombre, un apellido, un rostro y una historia personal) que forzados a emigrar a Italia para sobrevivir al terror de Estado se asilaron en esa Embajada en Santiago durante los años de plomo. Las palabras son importantes, vuelve a decir Moretti, y, como buen zorro viejo, el sigilo, la mesura con la que pone en contadas ocasiones su cuerpo y su voz frente o detrás de cámara adquieren un peso decisivo, porque funcionan de contrapeso a la emotividad manifiesta que aquellas despliegan en los relatos de todos los entrevistados.

Esa apelación a la vibración emotiva contribuye a que lo que Santiago, Italiaf inalmente dibuje sea una Edad de Oro anclada en un territorio mítico. El italiano se posa sobre los tres años del gobierno de la Unidad Popular, con su proyecto de vía hacia el socialismo a través de la democracia, para borrar desde un melancólico presente los claroscuros de aquel momento histórico. La operación tiene algo de brutal, pero Moretti avisa: yo no soy imparcial, y esa es la condición necesaria para imprimir una leyenda en la que la Historia se licúa y se transforma multiplicada, para convertirse, según el caso, ya sea en una de las ramas de la épica, en literatura de aventuras o en manual de bizarras conductas domésticas. A la primera remiten las palabras que dan cuenta de aquellos días tumultuosos y efervescentes, recordados por los militantes izquierdistas entre el dulzor por una gesta que hoy asoma para ellos como un Edén jamás reencontrado, y el dolor y la angustia de la represión que siguió al bombardeo de La Moneda. La aventura surge, incluso con dosis de gracia y de una agradecida alegría, al recordar la manera en la que la sede diplomática se convirtió, literalmente, en el único salvoconducto para los perseguidos. Impensados giros del ayer, narrados más de cuarenta años después: la gesta mínima de saltar un muro, de treparse a un árbol, de organizar el caos en la vida de más de doscientas personas obligadas a convivir de improviso y a la fuerza dentro de los muros de la embajada, adquieren con el tiempo un tono que puede ser también risueño, que puede expresar una nueva clase de solidaridad entre los asilados. La gesta revolucionaria, el gesto fiero y desafiante de la política mutan en acuerdos sobre quiénes pelan las papas o cómo se distribuyen los lugares para dormir; o de qué manera los niños de entonces ejercían su derecho al juego. La película allí respira, porque en esos momentos la vida, en su versión mínima (y por eso mismo, clave y definitiva) asoma con un temblor nuevo, diáfano.

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Hacia el final, el racconto de la llegada de los chilenos a Italia, de la manera en que reedificaron su vida desde cero, abre un nuevo panorama en la película y en buena medida la explican. Moretti ve su propio país de aquel entonces con la misma añoranza con la que,  desde una terraza, contempla los Andes imponentes que vigilan las calles de Santiago. Su Italia de los setenta es la del mayor partido comunista de Europa, la comprometida, la que se permite, por ejemplo, que en la entonces Emilia Rossa un joven refugiado chileno, famélico y sin ningún conocimiento de la lengua, sea recibido con los brazos abiertos, con cariño y orgullo, por su condición de socialista. Es la Italia de los conciertos solidarios a favor de los exiliados, la única nación de Europa que no reconoció el gobierno de Pinochet. Pero entre entonces y ahora, pasaron cosas: cayó el Muro, Berlusconi impuso una era, el PC italiano es apenas un recuerdo difuso, el propio director es una estrella del cine mundial. Para Moretti, la Nueva Italia naufraga entre el consumismo y el egoísmo. Esa mirada tal vez explique que en sus contadas apariciones se lo vea cansado, a años luz de aquel joven locuaz que, aun con sus nervios y su inseguridad a cuestas, se resistía a brazo partido a aceptar el derrotero del mundo, sostenido por la fidelidad a sus ideales. Apicella ha envejecido, digno y resignado, resignado y digno, fatigado pero siempre consecuente. Santiago, Italia es la invención de un mito, un cantar de gesta, el dolor de un sueño abortado y la esperanza de un nuevo comienzo. Es, también, un cónclave de fantasmas, en el que Moretti oficia de maestro de ceremonias.

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