Scream (Grita)

Por Federico Karstulovich

Scream
EE.UU., 2022, 114′
Dirigida por Matt Bettinelli-Olpin y Tyler Gillett
Con Courteney Cox, Neve Campbell, David Arquette, Jack Quaid, Jenna Ortega, Melissa Barrera, Marley Shelton, Kyle Gallner, Dylan Minnette, Mikey Madison, Jasmin Savoy Brown, Mason Gooding

Ella baila sola

Desde su dedicatoria afectiva, despidiendo al creador de la saga con las cuatro primeras pelïculas, Scream (Grita) conecta con el cine de Wes Craven en el mejor y en el peor de los sentidos posibles. En el primero de ellos, porque entiende al terror como un artefacto popular que puede servir para pensar a la cultura sin por ello dejar de resultar entretenido. En el segundo sentido, porque considera al género a partir de una palabra que ya mencioné: servir, servicio, servilismo. En este punto, como también sucedía con las peores y las mejores películas de Wes Craven, el terror no solo es una pasión y un lugar de pertenencia sino una excusa para hablar de temas importantes, como si el director de Pesadilla siempre le hubiera temido a las superficies, por eso siempre las utilizó para, en buena medida, ironizarlas, burlarse de ellas.

Si Scream (1996) era un neoslasher pop que se permitía pensar en buena parte de las tradiciones del subgénero desde una cinefilia posmoderna y presuntamente conocedora de todas y cada una de las trampas del slaher de los 70s y 80s (aunque también citaba a los proto-slashers y Giallos de los 60s), si Scream 2 (1998) funcionaba como una reflexión en voz alta sobre las segundas partes y Scream 3 (2000) buscaba funcionar como un ejercicio reflexivo sobre las secuelas, sobre los abusos en el interior de la industria del cine (adelantando al #MeToo en una década y media), la cuarta entrega, Scream 4 (2011) necesitaba pensarse en el marco de las redes sociales y la necesidad de aceptación de su asesina estelar. Si las primeras tres películas pensaban al slasher, al terror y al cine como objeto, la cuarta pensaba a la cultura popular de manera crítica (“oh, las nuevas generaciones que nada entienden”) y de ahí su relación con el cine se mostraba como una relación vicaria. Bueno, Scream (Grita) bebe de ambas vertientes: se propone hablar de los reboots y las secuelas (el ingenioso “recuel” es acertado) a la vez que sobre la generación de las redes sociales, los fandoms y otras pesadillas de la sociedad de consumo. Si, el peor de los escenarios.

Scream (Grita) decide mantener el nombre original de la primera, como también lo había hecho la insoportable y presuntuosa Candyman (Nia Da Costa, 2021). Pero afortunadamente no elige reescribirla, tarea nefasta de las peores formas del terror actual. En alguna medida decide replicarla, como si se tratara de un bodyfilmsnatchering (permítanme la licencia: imitadores de cuerpos cinematográficos). Scream (Grita) no es Scream 5, sino que se propone, de manera liviana, un horizonte ambicioso: ser una inter-rebo-meta-cuela, es decir, ser algo distinto que opera sobre algo original pero que parasita al cuerpo de origen hasta desdibujarlo, para que parezca lo que era sin serlo necesariamente. En su afán por comportarse como un aparato de captura de las múltiples variables de un subgénero, Scream (Grita) se ocupa demasiado (como el peor Wes Craven) de hablar en voz alta y deja de lado las decisiones físicas, que son las que siempre le dieron a la película la muscularidad que tuvieron sus mejores predecesoras. O para decirlo de otra manera: esta entrega funciona cuando el slasher puro y duro corre sobre rieles. Poco importa si lo hace con tracción a reflexividad. Porque en la superficie, que es lo que tanto teme abrazar, es en donde siempre debemos reclamar el lugar de la saga, que el mejor Wes Craven supo entender como un cine de acciones, imágenes, ideas cinematográficas antes que ideas-mundo.

En su intenso recorrido por las formas de la reflexividad es en donde Scream (Grita) cansa, agota sus posibilidades, nos demuestra que conoce al género al que pertenece, que conoce al subgénero que cultiva pero que además conoce a los espectadores contemporáneos (de ahí la necesidad de citar a The Babadook, a Jordan Peele y a los exponentes artie -que en esta revista llamamos arTerror– que están destruyendo el género con cada nueva aparición). Pero en el fondo nos demuestra que por querer abarcarlo todo no interpela a los espectadores de la vieja guardia (los pre-Scream, es decir los que vieron los primeros slashers y ya eran cuarentones cuando se estrenó la primer parte de la saga allá por 1996), sino que tampoco nos interpela a los que éramos adolescentes cuando aquel neo-slasher proponía repensar varias cosas. El problema es que tampoco puede interpelar al público de la generación post 2000, para el cual todo esto que propone esta nueva entrega suena anticuado, auto-condescendiente. Porque en su ambición de querer hablar con todos, Scream (Grita) sólo puede hablar y bailar sola.

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