Sieranevada. Una reunión de familia

Por Hernán Schell

Sieranevada. Una reunión de familia (Sieranevada)
Rumania-Francia-Bosnia Herzegovina-Macedonia-Croacia, 2016, 173′
Dirigida por Cristu Puiu
Con Mimi Branescu, Judith State, Bogdan Dumitrache, Dana Dogaru, Sorin Medelini.

Mirar parcialmente

Por Hernán Schell

Sieranevada abre de una manera desconcertante. Allí vemos un plano general tomando una calle a pleno día. En esa calle hay un auto (que luego nos enteraremos que pertenece a un médico ya retirado y protagonista en esta película) que se encuentra frenado y deteniendo el tránsito. Después vemos a su esposa dándole una bolsa a quien  es su pequeña hija; luego a una mujer que sale de una puerta y agarra la mano a esta hija, y en medio de esto lo que suponemos (ya que la cámara está alejada y no registra todos los diálogos) que son un par de enojos y discusiones entre la nena y la madre por lo que hay adentro de esa bolsa. Es una escena en exteriores y de día, sí, pero una escena en la que se respira falta de libertad en todos los personajes: el padre obligado a mover el auto y a tener que dar una vuelta manzana; la madre obligada a llevar esas bolsas y finalmente la nena llevada de la mano por una señora para ir a otro lugar. Sólo habrá una escena más en exteriores en esta película: la de este mismo médico retirado teniendo que arreglar un problema de estacionamiento con su mujer y casi agarrándose a golpes con una persona enojada. De nuevo, esta escena estará hecha a pleno día, y de nuevo, habrá acá una situación en que los personajes se verán obligados a hacer algo que no quieren, a lo que se suma una situación potencialmente violenta.

Si uno se pone a pensar en la película de Puiu y en su lógica de espacios, puede concluir que lo que pasa en exteriores es muy distinto de lo que pasa en los interiores de esta película, ya sea en las escenas de los autos como en aquellas de la casa en donde se sitúa la mayor parte del relato. Si afuera los personajes no parecen tener escapatoria hacia ciertas acciones, en la casa y hasta en el propio auto parece haber cierta libertad para expresar lo que se quiere o para escaparse de ciertas situaciones cuando ya no se puede más. Y es raro pensarlo, porque mientras a los exteriores Púiu los filma en amplios planos generales, a los interiores los filma con planos que parecen tomar todo de forma parcial, con una cámara ubicada muchas veces en pasillos, en espacios que a veces de tan pequeños darían para pensar en algo eminentemente claustrofóbico. A esto se le suma además que en estos espacios suele empezar a añadirse cada vez más gente: mayormente familiares que vienen a asistir una ceremonia religiosa -siempre relacionada con lo rígido- para conmemorar la memoria y expiación de un muerto.

Y sin embargo, hay algo en Sieranevada que rehúye de lo fácilmente desesperante, o de la mirada simplificadamente crítica de la unidad familiar representada en un grotesco satírico que tantas veces hizo -mal- el cine argentino; tampoco jugará al juego de ir optando por un increscendo dramático que haga que todos estos familiares terminen peleándose desesperados  y a los gritos. Acá no hay grotescto, ni el más mínimo de estereotipo de nada, tampoco habrá una construcción convencional de la tensión. En vez de eso, Sieranevada no da respuestas fáciles ni termina de juzgar a ninguno de sus personajes, casi incluso que hay una lógica renoiriana acá, en el sentido de construir un relato coral donde todos los que pasan por esta película tienen derecho a mostrar sus miradas sobre el mundo y sus contradicciones. A esto también se le agrega otra cosa: el gusto de Puiu por encontrar en estos espacios aparentemente sencillos un misterio. Desde este lugar, la utilización de una cámara que mira siempre las cosas con parcialidad y privilegia en más de una escena el fuera de campo es clave para establecer esta sensación de interrogante permanente sobre qué es lo que está haciendo cual o tal personaje. A veces incluso escuchamos hablar de alguno que, por ejemplo, se encuentra llorando, o enfermo, o vomitando en el baño, o hablando sobre un tema que no terminamos de entender del todo porque la escena empieza en medio de una conversación. Y también está otra cosa: el raro suspenso que puede haber frente a la impredictibilidad de cómo va a reaccionar tal o cual personaje.

Respecto de esto último, hay una escena que me resulta particularmente fascinante. Se trata del momento en el cual el sacerdote ortodoxo se dispone a hacer un rezo conmemorativo del muerto. El director toma a este sacerdote rezando junto a familiares  de forma no convencional, con una cámara que toma sólo el perfil del sacerdote, la espalda de unos personajes, mientras el resto de los participantes están fuera del campo visual. Si bien escuchamos a personas recitando el rezo, la imagen seca de esa ceremonia no pareciera estar evocando nada sagrado, nada místico, y es lógico si uno lo piensa: ningún ritual religioso es significativo cuando se lo reduce a un conjunto de rezos y acciones, cuando una puesta en escena no intenta interpretar -con un agregado de banda de sonido, con un montaje que muestre expresiones conmovidas de algún personaje religioso- lo que pasa por la cabeza de alguna de las personas partícipes de esa ceremonia, sino que sólo se limita a mostrar a una persona recitando y otros repitiendo mayormente fuera de campo como robots. Como si esto fuese poco, Puiu filma en ese mismo plano al protagonista retando y tratando de controlar una adolescente que se pasea por la casa porque esta ceremonia le importa poco y nada. Filmado así -y esto Puiu parece saberlo perfectamente- cualquier ritual religioso convencional pareciera absurdo. Y sin  embargo, lo interesante es que cuando la ceremonia termina vemos a algunos personajes genuinamente conmovidos, afectados por lo que acaban de vivir. No se trata de que de pronto la película se haya vuelto religiosa, ni atea, ni nada que se le parezca, sino que lo que causa curiosidad es qué habrán sentido algunos de esos personajes para sentirse así afectados. La gracia es que justamente, nunca lo sabremos: buena parte de la fascinación que ejerce Sieranevada tiene que ver con la cantidad de información que se nos escatima y también con la mezcla permanente entre lo trascendente y lo puramente personal, entre lo que la cámara capta y lo que un personaje percibe.

Pero volvamos de nuevo al sacerdote y la ceremonia, y sobre todo lo que pasa después de eso. Allí vemos al sacerdote confesando que comenzó a llorar cuando se le ocurrió una posibilidad: que Cristo haya tenido su segunda venida en el mundo y nadie se haya dado cuenta de esto. No será la única teoría incomprobable que habrá en la película: allí estarán también por ejemplo, las charlas sobre el supuesto autoatentado de las Torres Gemelas, o la conspiración que puede haber atrás de toda política internacional americana. Si en algún punto la teoría del sacerdote y las conspirativas políticas tienen algo en común, es que son especulaciones que muestran ante todo lo poco que uno puede hacer desde un lugar de ciudadano y hombre común frente a situaciones que nunca podrá conocer ni por aproximación. Lo que le queda hacer con su inevitable ignorancia sobre ciertos hechos es especular, armar charlas y de vez en cuando discutir. En esa constante de la incertidumbre hay algo de desolador pero también de ocasionalmente hermoso en su misterio, y eso es algo que traduce la propia puesta en escena de Puiu.  Mírese sino como Sieranevada, una película de una estética mayormente seca y realista, puede de pronto producir imágenes de una inesperada belleza, en la cual puede jugarse con una luz azul que dé escenas de una rara melancolía, o en la cual se vean de pronto en los pasillos cuartos iluminados de forma distinta, mostrando una estilización cromática abrupta. También está acompañado de todo esto la alteración de los objetos (estamos después de todo en una ceremonia y en una cena, en donde se sacan y se ponen platos, sillas y adornos todo el tiempo) que hace que los cuartos puedan resignificarse repentinamente haciendo que de pronto un cuarto que creíamos conocer cambie por completo.

Pero también es verdad que hay otro elemento raramente hermoso al mismo tiempo que desesperante en Sieranevada: su posibilidad de ver que en una reunión familiar, filmada prácticamente en tiempo real, pueden concentrarse una cantidad abrumadora de temáticas: de las privadas a las generales, de la trama política, pasando por la bélica, llegando a hablar de distintos desfasajes generacionales y el pasado reciente de Rumania o Europa. Si  Sieranevada puede definirse de alguna manera, es como una impresionante épica casera, en la cual de una serie de charlas puede sustraerse una cantidad impresionante de cuestiones y discusiones. Allí, en esa reunión familiar, puede reflejarse tanto la crisis de identidad europea -con su desconocimiento de sus propios rituales y con su indecisión sobre su propio pasado y sus tradiciones (algo que se adelanta en la extraordinaria conversación sobre Disney en oposición a los cuentos de hadas originarios)- y su aún incierta construcción familiar; como cuestiones aparentemente mucho más pequeñas como el matrimonio, la fidelidad, y las crisis existenciales personales. En esta película todo se mezcla de tal forma que una charla íntima respecto del recuerdo de un padre adúltero nos parezca tan importante como una reflexión sobre la masacre de Charlie Hebdo. Después de todo, en este mundo acotado pero potente que nos presenta Piui, es lo excepcional lo que termina destacándose siempre acá y esa excepcionalidad puede manifestarse en forma de un hecho político de tremenda relevancia como de una confesión personal. De ahí también que no existe antítesis más grande de Sieranevada que el costumbrismo, con su reivindicación de lo cotidiano por lo cotidiano en sí, con su idea de identificar al espectador con estereotipos que en algún punto le hagan recordar a un tío, un primo, una madre o un padre. Sieranevada, por el contrario, opta por una estética de la mirada parcial, de la cámara ubicada en lugares que la incapacitan de mirar la totalidad de una escena o de captar la totalidad de una expresión, cámara por otro lado necesitada de moverse a cada rato por diferentes ambientes, aún cuando esto implique abandonar una historia de un personaje para empezar con otra.

En medio de esto estarán también estos personajes, que si afuera podían estar faltos de libertad, adentro de esa casa podrán pasar de un ambiente al otro, empezar a conversar sobre una cosa y terminar haciéndolo de otra; enojarse o indignarse y después optar por olvidarse del hecho. También habrá desconcierto y algo -bastante en realidad- de angustia ocasional, pero también oportunidad para el humor -la comicidad de esta película es exquisita, y digna de otro artículo tan largo como este- y hasta algún fugaz momento de felicidad. Cuando llegamos al final de la película no habremos conocido realmente a ninguno de estos personajes. Pero de esto se trataba todo al fin y al cabo, de una película que  da la sensación de que pudo haber durado horas manteniendo un mismo misterio de gente aparentemente ordinaria, cuyos momentos fueron atrapados por la cámara en un tiempo y espacio determinado. Lo que vendrá después y lo que vino antes de este relato es algo que nunca sabremos con certeza, pero lo que captó Puiu  fue suficiente para generar una película enorme e intensa, de esas que logran resignificar el cine y que sólo aparecen de vez en cuando en la medianía de los estrenos de los jueves, capaces de mostrar la rara y desoladora belleza que pueden tener la incertidumbre, y lo enigmáticos y abrumadores que pueden ser esos espacios que a veces por no saber mirarlos calificamos con cierto inconsciente desprecio como domésticos.

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