State Funeral

Por Sebastián Rosal

Holanda, 2020, 135′
Dirigida por Sergei Loznitsa
Con intervenciones de Josef Stalin

El misterio ruso

El maridaje entre política y estética, la aparición de las masas y sus coreografías, es un sello distintivo de algunas de las más potentes imágenes del siglo XX, aunque no solo de él. Los nazis sabían de eso, y antes los fascistas italianos, y por si aún quedan dudas de su efectividad simbólica y de la persistencia de su uso, bastaría darse una vuelta por alguna avenida de Corea del Norte en alguna celebración oficial, o en la plaza de la Revolución en La Habana para corroborarlo. En el medio, la lista podría engrosarse exponencialmente, a izquierda y derecha. El 5 de marzo de 1953, Stalin moría en su dacha de las afueras de Moscú. State Funeral confirma que su sombra terrible se sigue proyectando sobre el presente, incluso desde la sospechosa fragilidad de su cuerpo inerte aprisionado en un ataúd.

     Sergei Loznitsa sabe lo que es trabajar con materiales ajenos. En The Revue ya había abordado la historia de ese misterio perenne para Occidente llamado Rusia. En aquella oportunidad, los noticieros oficiales de la Unión Soviética (sólo había lugar para lo oficial en la Unión Soviética) de las décadas del 50 y el 60 abrían una ventana doméstica a la vida diaria de sus habitantes. La procedencia de los materiales, esta vez, tiene una particularidad: esas series de imágenes del velatorio de Stalin, generadas desde el aparato de gobierno y destinadas a glorificar aún más la figura del dictador, nunca fueron dadas al público. El vaivén de la historia hizo lo suyo, y un par de años después del funeral la ola anti stalinista motorizada por la nueva (vieja) dirigencia se ocupó de ocultar esos documentos durante décadas. El ucraniano se limita a trabajar con los materiales puros originales: reedita, diseña el sonido sutilmente, poco más; como si asumiera que hay un peso tal en esas filmaciones que con articular un discurso coherente, una narración mínima, es suficiente. 

     Dicha narración comienza cuando el ataúd llega a la dependencia oficial en la que será velado y es colocado en el centro de un mar de coronas fúnebres. El cuerpo queda expuesto, y hay algo amenazante en el embalsamado rostro de Stalin, en su rigidez, en los brazos ridículamente cortos extendidos a los costados. A partir de allí, la película es un cúmulo exaltado, continuo, de loas a la figura del dictador. Desfilan miles y miles de ciudadanos de a pie frente al cajón. Desfilan los más encumbrados dirigentes de la Cortina de Hierro, entre ellos los inefables Ulbricht y Ceausescu, este último en una aparición muy fugaz. Velan el cuerpo Kruschev, Malenkov, Beria, Molotov. En todos los rincones de la Madre Rusia, en los países anexados, el pueblo escucha la noticia de la muerte en las plazas principales. Las imágenes varían desde algo que podría llamarse proto cinema verité a otras en las que el fantasma de Eisenstein anda dando vueltas: disposición de los cuerpos y los rostros en encuadres perfectos, uso sofisticado de la luz y sobre todo presencia constante del pueblo. Loznitsa es el último cineasta soviético, serio hasta la severidad. Esas imágenes sirven también de soporte visual para toda una sucesión de discursos tan pueriles que semejan una farsa, mientras honran la memoria de aquel a quien se presenta, más que como un líder político, como un padre. Girando alrededor del trauma de la orfandad, State Funeral, es un drama familiar.   

     Si la postura del material original es clara, la de Loznitsa es ambigua. Hacia el final, frente a la multitud, una vez terminados los burdos panegíricos de la dirigencia en la Plaza Roja, una vez introducido el féretro en el mausoleo de Lenin, unas placas recuerdan las atrocidades stalinistas: el terror, los gulags, los miles y miles de asesinados a bala, los millones de muertos por la hambruna. Pero a pesar de esta declaración política explícita, hay una fascinación inocultable en Loznitsa, como si sucumbiera ante la belleza arrolladora de las imágenes, incluso a sabiendas de las noticias que la Historia en su decurso fue haciendo visible. Ese fuera de campo ominoso, que no es del cine pero que casi siete décadas inevitablemente se cuela, ejerce la atracción irresistible de la perversión. State Funeral puede ser también, en términos estrictos, una película de terror. Cuánto hay de dolor genuino y cuánto de compunción obligatoria en los dirigentes, y en particular en el pueblo llano que despide al dictador, es una pregunta vana, porque la respuesta se resiste a cualquier verificación. En la tensión entre la hagiografía oficial y la imposibilidad de reconocer la honestidad de esas lágrimas en el duelo colectivo; en el misterio irresoluble de aquello que las imágenes muestran al mismo tiempo que esconden, reside el magnetismo de State Funeral, tanto como su límite. Lo insondable también es terreno del cine, convertido así en un enigma tan vasto como la propia Rusia.

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