John Wick 2: Un nuevo día para matar

Por Diego Maté

John Wick: Chapter Two
Estados Unidos, 2017, 122′
Dirigida por Chad Stahelski.
Con Keanu Reeves, Bridget Moynahan, Ruby Rose, Peter Stormare, Ian McShane, Common, Alex Ziwak y Margaret Daly.

Superficies de placer

El prejuicio popular imagina que el cine industrial es una mera factoría de historias estereotipadas, pero en el camino olvida que las mejores películas del mundo, las más vivas, palpitantes y enérgicas suelen parirse allí (por otra parte, qué cosa es la cultura en su conjunto si no un eterno remix de historias y estereotipos). Conviene ajustar la conocida frase de Truffaut: todas las películas no nacen igual, pero aspiran igualmente a ocupar su lugar en el cine, a participar de él. John Wick 2 recuerda cierta dimensión antropológica del cine que el consumo privado de películas tiende a hacer olvidar: el ritual que consiste en que un montón de desconocidos se reúnan a oscuras en torno a una pantalla enorme donde se proyectan sombras que movilizan un relato. Después de milenios, el hombre sigue congregándose alrededor de fogatas (o del símil que le corresponda a cada época) a escuchar un cuento.

JW2 es el cuento de un asesino que vive en un mundo de asesinos y que quiere irse de allí, pero no puede. La premisa se parece a un mal sueño en el que se está atrapado siempre en un mismo lugar (como En la boca del miedo, John Carpenter, 1995). De las coordenadas narrativas iniciales, JW2 rápidamente vira hacia una suerte de proyecto experimental: una película que sea puro movimiento, acción, disparos y tomas de judo. ¿Cómo acometer semejante artefacto sin que resulte un fracaso de taquilla?
Chad Stahelski, su director, tiene una idea: hay que trazar un conflicto elemental, introducir algunos antagonistas, inventarles relaciones y ya está, después solo queda activar el mecanismo y ver cómo las piezas se combinan libremente.
Son justamente los mejores momentos de JW2 aquellos en los que uno entiende de golpe, como si fuera una iluminación, que todo lo importante está dentro de los límites de la pantalla, por lo general un montón de cuerpos agitados que se enredan en una seguidilla interminable de peleas y tiroteos. Por ejemplo: se le pone precio públicamente a la cabeza del protagonista y lo que sigue es una larga secuencia en la que el hombre, como una bestia acorralada, se defiende como puede de toda una galería de asesinos pintorescos que incluye una violinista callejera y un luchador de sumo en traje. A dos miembros de ese ejército silencioso de hitmans los mata con un lápiz. Por si quedara un espectador distraído que no comprendiera del todo el pacto que se propone, el director empieza a jugar con la imagen para despejar cualquier confusión: la nueva estación de transbordo de pasajeros del World Trade Center pone en disponiblidad grandes espacios vacíos, impresionantes, para que el director trace allí los arabescos del combate, como si el lugar fuera casi una instalación vistosa que los personajes recorren mientras se revientan a piñas y cuchillazos. La acción vale por sí misma: si alguna vez hubo una historia detrás de este frenesí de formas, eso pasó hace mucho tiempo, hace años o siglos. Tampoco hay personajes, solo máscaras que sostienen poses encantadoras, y está Ian McShane, en cuya cara resplandece alguna especie de astucia atávica.
La película se autoimpone pruebas de habilidad, como filmar una variación casi interminable de tiroteos en espacios cerradísimos que a veces caben en un único plano. O también otra clase de desafíos: de cuántas maneras distintas puede aprovecharse un enfrentamiento entre tipos armados para hacer comedia.

El gusto por el artificio lo invade todo: desde las coreografías complicadas y llenas de movimientos innecesarios (la toma de catch por el piso que Wick repite siempre, como un tic), la presentación de lugares cada vez más abstractos e imponentes (delirios de megalómano a lo Seijun Suzuki, otro fabricante de fantasías que murió poco después del estreno), hasta un mundo regulado por códigos estrictos y modales sofisticados (un armero equipa a sus clientes a la manera de un barman que sugiere y prepara tragos exclusivos). La trama adquiere enseguida un aire enrarecido, como si todo fuera un largo capítulo de Los vengadores en su etapa más surrealista. La narración se esfuma y uno se pierde en el vértigo de las imágenes. La persecución final transcurre en un museo y los participantes atraviesan raudos las salas más tradicionales para quedarse en las modernas, donde la figuración de las obras cae frente al trabajo con el color, y donde la pintura y la escultura ceden ante la instalación y el arte conceptual (la película parece sentirse más a gusto en medio de esas superficies planas y brillantes).

JW2 termina con un tipo en un traje manchado de sangre y con un perro escapando hacia ninguna parte, y uno se da cuenta de que la película no se puede contar, que no tiene sinopsis, que se va toda en ese despliegue de coreografías, violencia y movimientos nerviosos que no buscan otra cosa que suscitar el placer, que proporcionar los instrumentos necesarios para que el cine sea ocasión plena de disfrute. Pocas películas son tan generosas.

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