Swiss Army Man

Por Federico Karstulovich

Swiss Army Man
EE.UU., 2016, 95′
Dirigida por Dan Kwan y Daniel Scheinert
Con Paul Dano, Daniel Radcliffe, Mary Elizabeth Winstead, Timothy Eulich, Richard Gross, Marika Casteel, Aaron Marshall, Antonia Ribero, Shane Carruth

Don’t you forget about me 

Por Federico Karstulovich

¿Que yo me contradigo?
Pues sí, me contradigo. Y, ¿qué?
(Yo soy inmenso, contengo multitudes.)
Me dirijo a quienes tengo cerca y aguardo en el umbral:
¿Quién ha acabado su trabajo del día? ¿Quién terminó su cena?
¿Quién desea venirse a caminar conmigo?
¿Se irán a hablar después que me haya ido, cuando ya sea muy tarde para todo?

Walt Whitman
Hojas de hierba

El final de El club de los cinco (The Breakfast club, John Hughes, 1985) conecta inmediatamente con su remake de alma, la no oficial, pergeñada por James Gunn con Guardianes de la galaxia. Ambas, si se quiere, aparecen hermanadas por un componente que las vuelve netamente americanas en el sentido más estadounidense y emersoniano de la palabra. Hay en ambas un reconocimiento de lo propio a partir de la experiencia ajena, hay en ambas una idea del grupo (lo común, la comunidad de pares) que en el fondo expresa una multiplicidad, una potencia de individuo que pugna por salir y que se reconoce en los otros. La idea del autodescubrimiento como un acto alienado (reconocer por medio de la distancia y por medio del otro las capacidades propias), la idea de la confianza en si mismo de parte del hombre común, que entiende que no se necesita un hecho extraordinario para ser extraordinario sino un proceso de autovaloración de las propias potencias, todo eso que está en Emerson, en Whitman (y que anticipa a Nietzsche) pero también en Thoreau reaparece en la salvajada salida de un ovni que constituye Swiss army man (cuya traducción no literal pero figurada sería algo así como “hombre de usos múltiples” pero que claramente alude a la swiss army knife (navaja suiza), que para los latinoamericanos es conocida con el nombre de “cortaplumas”)

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Lo que salta a la vista en la película de Dan Kwan y Daniel Scheinert no solo es la libertad y la capacidad de alternar registros entre la comedia absurda, el drama de corte existencialista y el cine metafórico que utiliza recursos figurativos relativamente reconocibles (el uso del doble como extensión del propio yo degradado a la vez que capaz de lo que el yo no se permite: el alter ego como potencia de cambio), sino que en ningún momento cae en el territorio de la solemnidad con la que pudo haberse tentado. No: el uso de las armas narrativas de los distintos registros es directamente asimilable a los múltiples usos del hombre-cortaplumas. La escatología (y el homoerotismo) de la película, entonces, es menos un plan provocador que un plan libertario: la relación intensa entre Hank (Paul Dano) y el cadaver de usos múltiples llamado Manny (Daniel Radcliffe) pasa por dos niveles. Uno es netamente metafórico, pero el otro es sensorial, material. Esa interesección entre esas posibilidades (la de la lectura figurada vía metáfora) y la de la lectura materialista-sobrenatural (vía literalidad) es una de las cosas más interesante de esta película demente cuya sinopsis no resiste el verosimilómetro:
Hank, un joven náufrago en una isla, está a punto de suicidarse (es el único humano vivo en ese territorio inhóspito) cuando de manera imprevista, en el momento en el que va a acometer su suicidio por ahorcamiento, se hace presente Manny, un cadáver que yace en la costa. Lo que inicialmente podría leerse como una historia de sobrevivientes tradicional da un giro de 180 grados a pocos minutos de empezar. Manny no solo no es un cadáver cualquiera sino que posee poderes claves para la supervivencia de Hank. El primero que presenta en sociedad es su capacidad de cargar en su interior unos pedos mortíferos, capaces de propulsar a ambos fuera de esa isla y lanzarse de lleno sobre el agua como si se tratara de una lancha con un motor fuera de borda.
A ver si nos entendemos: en menos de 10′ vemos a un suicida que cambia de opinión, un cadaver que se tira pedos y habla y es funcional para la supervivencia y un universo personal (el del suicida) que tiene que reconstruirse por medio de lo que los personajes encuentren en el bosque como clave para volver de nuevo al mundo de los seres queridos.

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Pero lo más destacable no es la premisa delirante, sino la manera en la que logra articular los mencionados modos de entrar a ese mundo e interpretarlo para convertirse en material de una película de autodescubrimiento (de ahí lo emersoniano del asunto). La ambivalencia entre lo literal y lo figurado, el juego entre el mundo material (metido de lleno en las posibilidades del fantástico pero con un sentido del humor que excede a gran parte de los lugares comunes de ese género) y el mundo mental de Hank. La insistencia con esto viene dada por un aspecto: la película parece jugar todas sus cartas por meternos de lleno en una lógica propia de la metáfora, si, pero a la vez deja un camino minado de indicios que ponen en cuestión esa posibilidad. Sin ir más lejos: decisiones formales como el uso de dos tipos de lentes radicalmente distintos (el teleobjetivo y el gran angular) nos ponen también dentro y fuera de la cabeza de Hank a la vez. Por un lado un mundo encerrado en la relación entre ambos, por otro un mundo real, palpable, material, pero con reglas de la física, química y biología rotas por la irrupción de lo extraordinario.

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Pero tal y como decía, el salto cualitativo no sucede durante el retorno al mundo civilizado y al hogar, no sucede en la aventura de los náufragos, sino que ingresa cuando entra en juego la segunda mirada (que es la mirada que reune a los personajes con el mundo real y la que, virtualmente, al mejor estilo de lo que vemos en Toy Story cuando ingresan los humano a escena, debería quebrar el verosímil irreal o adaptarse a las nuevas reglas: aceptar que lo fantástico es posible). Entonces llegamos a los últimos minutos de película, no más de diez o quince. En ellos se juega la honestidad intelectual y emocional de los directores para con lo narrado previamente. En esos minutos se juega la sustentabilidad de la empatía con lo que estamos viendo o no. Lo notable es que el salto al vacío no resuelve la ambivalencia de interpretaciones o de lecturas a las que se nos sometió, pero el quiebre del punto de vista y la honestidad que supone la mantener el eje en el autodescrubirmiento (en vez de burlarse del personaje, lugar misantrópico al que pudo haber llegado sin problemas) hace que el corazón nos explote de emoción. Porque la libertad de los personajes es la nuestra como espectadores. Porque la grandeza de ese final solo es posible en ese continente de milagros llamado cine. En ese descubrimiento de las potencialidades propias en el otro es donde se juega el componente emersoniano. El retorno al agua es, entonces, menos un escapismo que un acto de rebelión (como en el final de The breakfast club): rebelarse contra la tiranía del verosímil es, a veces, también, una manera de crecer y combatir el dolor del mundo.

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