Taurus

Por Fernando Luis Pujato

Telets
Rusia, 2001, 104′
Dirigida por Aleksandr Sokúrov
Con Leonid Mozgovoy, Mariya Kuznetsova, Serguei Razhouk, Natalia Nikoulenko, Lev Eliseev, Nikolai Ustinov, Aleksandr Chaban

Sin horizonte

Reposar, descansar, olvidar, tal vez morir. El último plano de Taurus es una mirada sobre un cielo plomizo -el mismo de todo el film- que se abre a la luz, a una pequeña luz. ¿Qué otra forma podría tener ese último día?, ¿esos últimos días de alguien ya inscripto en una historia que muchos quisieran olvidar? No es cómodo lo de Sokúrov, más lo hubiera sido emprenderla con Iósif Stalin, demasiado brutal y previsible, tanto que sólo le basta la secuencia en la que un fotógrafo pretende retratarlo en su capa blanca que contrasta fuertemente con el difuminado verde militar del afuera de esa magnífica villa del exilo: avanza hacia la cámara, retrocede, vuelve a avanzar, imposible sacar una foto; la misma imposibilidad relatada por el cámara de Dziga Vértov en El último bolchevique (Chris Marker, 1992) para acercarse siquiera a el padrecito de todos los pueblos, el miedo -casi el terror- que paraliza. Y tanto más fijarse en la figura de León Troski, demasiado excéntrico y volátil al vórtice del poder, despachado prontamente por Stalin cuando, al regalarle un bastón a Lenin le dice que falta la inscripción “de los alumnos a su maestro” o algo así, porque Troski se había negado a eso; al igual que probablemente se negaría al pedido de Lenin para que le suministren el veneno que termine con aquello que ya no parece ser una vida, al menos una vida que valga la pena ser vivida.

Quedan, entonces, los recuerdos, los viejos cuentos de las ancianas, sobre todo de las abuelas, sobre todo ellas, acerca de los campesinos y los soldados, el sufrimiento y las guerras, los crímenes y castigos -Fiódor Dowstoyeski sobrevolando siempre la historia reciente y no tan reciente del pueblo ruso-, la furia porque la revolución no es demasiado terminal, porque el pueblo, al parecer, necesita que lo violenten, por las hambrunas cada siete años, por los piojos, por los analfabetos, por esta enfermedad que impide multiplicar 17 x 22, por el encierro comunicacional y los destellos de lucidez, esa terrible lucidez murmurada en idioma alemán, desahogada en gritos, golpes y frases dictatoriales -“voy a despellejarte, cerdo finlandés”. De alguna manera muy parecida a El Sol (2005) no tanto por su relato sino por la forma que adquiere este y, claro, por ese aplanamiento plástico que convierte a las imágenes en bidimensionales, no deben existir muchos films que nos permitan comprender qué significa haber detentado el poder -sobre todo el intelectual- de una de las mayores revoluciones del siglo pasado y encontrarse solo en una habitación pensando que, tal vez, fue lo mejor no haber tenido hijos, “¿qué tiene de malo pegarle unos buenos azotes a un demonio que se cree el centro del universo?”.Alguien espía, por una puerta entreabierta, esa frase. El espía no es, precisamente, un émulo de Freud, sino aquella que le dispensa una mirada tierna y lejana; una mirada de despedida. En el jardín, Vladímir Ilich Uliánov alza un tanto la vista hacia un cielo sin horizonte alguno. El cielo de lo que resta de su vida. 

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