The Crescent

Por Raúl Ortiz Mory

The Crescent
Canadá, 2017, 99′
Dirigida por Seth A. Smith
Con Britt Loder, Danika Vandersteen, Amy Trefry, Andrew Gillis, Terrence Murray, Woodrow Graves, Chik White

Figuras

Por Raúl Ortiz Mory

Los créditos iniciales de The Crescent flotan, literalmente, sobre un pequeño espacio donde a fuerza de una lentitud desesperante chocan con líquidos de diferentes colores y que, por la viscosidad de estos, forman figuras indescifrables, amorfas, espiraladas y, hasta cierta medida, caóticas. Lo que puede parecer una técnica de pintura marmoleada con regocijo psicodélico alucinatorio va en contrapunto con sonidos hipnóticos que incomodan y generan placer en simultáneo. Esa base experimental anuncia que estamos por ingresar a un mundo de figuras hiperbólicas que se caracterizan por ser elegantes y sutiles, que si bien se tornan contenidas y no terminen de explotarnos en la cara, conviven en medio de un oportuno equilibrio. Así, desde el inicio, Seth A. Smith plantea en su película un mundo de confusiones sin retorno. Una especie de caída libre desacelerada y esparcida que dispara la imaginación a través de una atmósfera fantasmagórica.

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Beth, la protagonista de esta historia, es una mujer joven que ha perdido a su esposo y que para afrontar el proceso de duelo prefiere refugiarse junto a su hijo -un niño pequeño, poseedor de peculiares conexiones hacia el mundo paranormal- en una casa aledaña al mar (un pequeño paraje de falso ensueño). Ella, descubriremos luego, es quien practica la técnica marmoleada y su retiro voluntario servirá para que vuelva a encontrarse con su arte a fin de aprender a sobrellevar la responsabilidad materna. Por otra parte, desaprender lo construido como familia constituye un lastre que la agobia. No se puede precisar si fue feliz o si la pérdida carga algún resentimiento. Lo único cierto es que una vuelta de página es difícil y oportuna.
Sin embargo, al igual que en la interacción de los colores líquidos, nada parece tener coherencia: la relación madre-hijo se empieza a resquebrajar, la aparición de personajes enigmáticos ahonda la sensación de angustia y acciones extrañas en la guarida elegida destruyen toda opción de sosiego. Nada es lo que parece. En definitiva, la casa y los vecinos sobresalen como elementos perturbadores (algo que recuerda a la australiana The Babadook, de similar planteo)

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Desde luego, Smith da margen a Beth para que su creatividad satisfaga algún tipo de necesidad emocional y no se sustente en la mera demostración de una superioridad creativa. Es decir, el arte no está relacionado a la explosión del genio creativo, sino a la búsqueda de una reparación espiritual que parte de un laberinto para terminar en otro. Esa satisfacción lacerante afecta las interrelaciones de Beth con su entorno y desatan una serie de desencuentros con su hijo; para ello, el menor ya está inmerso en las fauces de un ente maligno que pone a prueba los instintos maternales de la protagonista.

El director acude al tópico de la comunicación frustrada economizando las emociones durante buena parte de la película. Hasta la mitad del film todo es rutinario, propio del estado espiritual y la desolación que atraviesa Beth. Con un tratamiento narrativo muy cercano al documental -es claro el desinterés por una propuesta estética visual basada en preciosismos, ergo un estilizado trabajo fotográfico, porque correría el riesgo de caer en el forzamiento; aunque el entorno invite engañosamente a ello-, Smith se envuelve en lo que Susan Sontag denominó “el sufridor ejemplar”. La artista, Beth, está llamada a expresar su aflicción por su aguda sensibilidad y su forma profesional de sublimar, cual preeminencia que sí tienen las figuras santas. Pero ¿podrá conseguirlo cuando todo se transforme, como en sus pinturas, en un rompecabezas de movimientos perpetuos?

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The Crescent no es una película de horror en el sentido formal del término. Sigue la tendencia de las buenas propuestas que en los últimos años se han desmarcado de lo explícito y evidente para turnar varios géneros en una sola pieza. Por más que la primera mitad del filme abusa de una exploración psicoespiritual que redunda en aspectos afectivos, no cae en la fórmula complaciente de las películas  que asaltan las carteleras.

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