The Disaster Artist: Obra maestra

Por Federico Karstulovich

The Disaster Artist
Estados Unidos, 2017, 104′
Dirigida por James Franco.
Con James Franco, Dave Franco, Seth Rogen, Judd Apatow, Hannibal Burress, Jerrod Carmichael, Bryan Cranston, Zoey Deutch, Zac Efron, Nathan Fielder, Ari Graynor, Melanie Griffith, Josh Hutcherson, Jason Mantzoukas, Christopher Mintz-Plasse, Megan Mullally, Paul Scheer, Sharon Stone, Jacki Weaver.

En una burbuja

Ernst Junger era un genio incomprendido. Hace más de tres décadas (37 años exactos) escribió un libro que al día de hoy interpela más a toda la generación que nació a partir de los 80’s que a la generación que pudo haberlo leído al momento de su publicación. El libro en cuestión, Sobre el dolor, tiene una idea brillante: vivimos sumidos en sociedades anestesiadas, que han desarrollado mecanismos para evadirse de toda forma de dolor inmediato. Y esos mecanismos son formas de procrastinar la incomodidad, al fin y al cabo, el dolor de la constatación de lo material y concreto. No, si bien habla del lugar de los fármacos, el punto de Jung es mucho mayor: lo que está jugando en el fondo es la configuración de un anestésico mayor, aún más fuerte: el de la coraza que uno se puede crear para evitarse los males del mundo azotando nuestra cabeza. Esa coraza también puede ser la autopercepción (que puede ser voluntaria o involuntaria) distorsionada de lo real y del mundo material.

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Cuando en su momento se estrenó Florence (Stephen Frears, 2016) me pasó algo similar (aunque quede bien relacionar a la película de Franco con la mejor película de Tim Burton, Ed Wood (1994), intentaré evitar el lugar común para ampliar el concepto): la película de Frears (como la de Burton) no dejaba de contar el cuento moral de aquellos que frente a el espanto al fracaso, a la constatación de la realidad (al menos la realidad material, física, constatable) optan por armar micro mundos de protección, de no agresión. Y como esos micro mundos pueden ser también espacios de refugio y no necesariamente anestésicos.

No obstante el temor al dolor está. Y ese temor puede enfrentarse con estrategias circunstanciales (el mundo del cine de los freaks (John Waters, Tim Burton) pero también el de los grupos entrañables (Hawks, Carpenter, en parte Cassavettes) así como el cine de individuos con un mundo interno gigante (Truffaut, Spielberg, el mismo Frears) que los salva de los males que los rodeen supone un modo de pensarse frente al dolor) pero también puede ser negado. La negación del miedo y del dolor (pensemos en La vida es bella, una película anestésica como pocas) no es protección. Es la imposibilidad misma de hacerse cargo de que las cosas a veces (muchas o pocas, poco importa) no salen como quisiéramos. Y que armarnos un cuentito en nuestra cabeza para negar los hechos, la realidad, no cambia la realidad misma. Y que en todo caso a partir de la misma, a partir de la aceptación de nuestros límites (y a partir de permitirse abrazar el dolor) es que podemos intentar recomponer, pensarnos a nosotros mismos y recalcular el camino.

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La estrategia de negar el dolor, la estrategia de autopercibirse (y obligar a los demás a percibirnos del mismo modo) por fuera de lo que la materialidad nos muestra es una práctica contemporánea con la que dialoga la mejor película de James Franco como director a la fecha. Y es que en The Disaster Artist no estamos frente a una persona que arma un micro mundo para evitarse el dolor, sino (y ese es su gran triunfo) que proviene de una cultura negadora del dolor y terminará aceptándolo para reformular su lugar frente al mismo. El arco dramático del personaje increíble que es Tommy Wisseau no es, entonces, el del tipo que persevera persevera y triunfa. En muchos lados he leído eso, y no podría parecerme más equivocado. Justamente la película es una película actual porque logra conectar con el zeitgeist del miedo al vacío, al dolor, al fracaso, a no ser lo que se espera que seamos. La de James Franco no es la película sobre el del sujeto que cree en sus propias potencialidades y logra el éxito. No: el cuento que nos cuenta TDA es el del tipo que niega los hechos y la realidad (con todas las peleas, distanciamientos, sacrificios propios y ajenos que ello conlleva) y finalmente debe aceptarla entendiendo que el estrechamiento con el dolor es una de las pocas cosas que permite recuperar el aliento vital. Es a partir de ese abrazo con el dolor, de esa aceptación, que puede surgir el grupo, la estrategia para sobrevivir a ese malestar de no ser o no haber logrado exactamente lo que estaba en los planes.

TDA no es una película sobre un triunfo pírrico o sobre un perdedor con suerte, sino que tiene la sensibilidad (con una dosis de melancolía infinita que hace que un disco de los Smashing Pumpkins parezca un carnaval en comparación) de contar una historia dolorosa pero con las armas más empáticas y honestas posibles. Por eso nunca nada de lo que vemos tiene el aspecto, ritmo o tono de lo que uno podía prever como “un nuevo caso de la Nueva Comedia Americana”. No: Franco logra que el malestar, la incomodidad pero también la ternura se instalen. Y en el medio de todas esas sensaciones encontradas avance una bromantic commedy en tono menor. Porque ese es el segundo logro: no solo contar la historia de un fracaso y de la aceptación del dolor de ser algo distinto a lo planeado, sino también contar la historia de una amistad que, con contratiempos, se mantuvo a lo largo de los años, que habilitó sacrificios diversos (la escena del corte de barba que le costará el puesto en una serie a Greg Sestero es triste y tierna a la vez, porque tiene algo de martirio con declaración de amor por un amigo, todo mezclado) y que terminó siendo el pilar de la película de Franco. Sin esa amistad, sin el relato de Sestero no habría película posible. Y no habría triunfo indirecto (al fin y al cabo es posible que The Room -la película dirigida por Wisseau a la que hace referencia TDA- termine en efecto teniendo su cuarto de hora de fama en la noche de los Oscar si  James Franco gana como actor) sin ese amor, sin esa amistad que no fue todoterreno pero que su suficiente como para que la historia se convirtiera en leyenda.

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TDA no es una obra maestra, sus decisiones formales no ostentan virtuosismo alguno, y sin embargo la película no se va. Ingresa en el sistema, te habita, se instala como un malestar, como una experiencia en donde la ternura y la empatía pueden convivir con el dolor de ya no ser. Quizás por esas emociones mezcladas es que salimos del cine melancólicos, pero no tristes. Queriendo a los personajes pero no admirándolos, necesariamente. En esa tridimensionalidad, en esos personajes es en donde radica el secreto mayor de TDA: los proyectos siempre (o casi siempre) valen si son con los demás. Afuera está el mundo. Y a veces hay que salir a conocerlo y lidiar con eso. Pero acompañados es mejor.

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