The Post: los oscuros secretos del Pentágono

Por Federico Karstulovich

The Post: Los oscuros secretos del Pentágono (The Post) 
Estados Unidos-Reino Unido, 2017, 116′
Dirigida por Steven Spielberg.
Con Tom Hanks, Meryl Streep, Bob Odenkirk, Bruce Greenwood, Tracy Letts, Allison Brie, Carrie Coon, Jesse Plemons, Michael Stuhlbarg y Sarah Paulson.

Un heroísmo discreto

Por Federico Karstulovich

A mis alumnos

El clasicismo es discreto. En su discrecionalidad radica la razón central de su prodigio. El clasicismo no precisa de otra cosa más que economía de recursos y corazón. Y es que la empatía (perdón Brecht) es un poquito más que la catarsis. De hecho es superadora. La catarsis es un recurso que, etimología de por medio, promete una purga. La empatía no necesita purgar nada, necesita que entendamos. Es, posiblemente, una de las cualidades que hacen humanos a los seres humanos. Yo no necesito sacar la basura ni nada del sistema para serlo. Pero la empatía si me humaniza y me acerca a los demás. Quizás por eso la catarsis tiene buena prensa, porque -al igual que cuando nos vamos del otro lado tomando alcohol- “sacar cosas del sistema”, limpiarlo es un modo de evitarno ser tocados por lo que vemos. Y las cosas en vez de quedarse y afectarnos, pasan.

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Steven Spielberg es uno de los tipos que más saben esto. Catarsis podemos hacer con una película de mierda. Pero empatía no tenemos con cualquier cosa. Y el viejo y querido (tiene 70 pirulos y ya es como un tío sabio que vemos al menos una vez al año) Steven sabe que con un corazón se construye una casa pero también se construye historia, se aprende, se arman vínculos intangibles entre personas. Y como el suyo es un arte invisible, como buen neoclásico, el sujeto sabe que tiene que lograr ese vínculo emocional aunque no lo veamos a primera vista. Porque la emoción (genuina, proveniente del mundo de la pantalla y no de la cabeza del manipulador de turno) es un hecho intelectual (y creativo y artístico) al que hacerle asco no es otra cosa que una reacción snob. En The Post esa emoción se disemina en el espacio de la película. Y en los objetos.

Breve digresión (dedicada a mis alumnos de guión). Además de crítico, quien aquí escribe es guionista y profesor de guión (entre las múltiples tareas que este bendito país demanda para sobrevivir diariamente). Durante los talleres que dicto a distintos grupos siempre llega el momento de abordar una herramienta en general bastante bastardeada (dentro del mega ultra hipérbole archi bastardeado mundo del guión, al que en América Latina se le presta de poca a nula atención). La herramienta a la que me refiero no es otra que el tratamiento. Un tratamiento, para quienes no sepan de qué hablo, no es más que la descripción pormenorizada en imágenes de todas y cada una de las escenas de la película, sin marcaciones técnicas ni diálogos. Y cuando digo pormenorizada jamás un tratamiento puede limitarse a “Juan camina, deja su saco y toma un café”. Esa descripción (más habitual de lo que uno quisiera leer) es muerte & destrucción. Hiroshima & Nagasaki de la dramaturgia audiovisual. Sigo: el tratamiento tiene que encargarse de construir dramáticamente un espacio, precisamente para que no se vean los hilos, para que la planificación de todos y cada uno de los objetos que lo habitan tengan una función. De ahí que un buen tratamiento sea bastante más que la descripción perezosa de una serie de acciones en un espacio cualquiera. No: un tratamiento (como buen antecedente del guión por venir) debe cargar con información pero también con corazón. En el corazón está la empatía. Y en la empatía nuestro vínculo emocional como espectadores. Ya sea que lo incorporemos voluntaria o involuntariamente, está ahí (o al menos lo está en las películas que no piensan que la construcción de una escena es solo poner la camarita).

The Post

Volvamos de la digresión, entonces. Decíamos que Spielberg debía generar ese vínculo invisible y emocional entre la película y los espectadores. Y que tenía que hacerlo con las armas de la invisibilidad de la narración clásica. Bueno, The Post es la historia de un legado sorpresivo, pero también la historia de cómo una persona descubre su propia voz, como sale de la invisibilidad (toda la película está sostenida sobre la idea de hombres minimizando a mujeres y particularmente a una, la extraordinaria Kay, un personaje casi eastwoodiano). Y para encontrar ese cuento nada mejor que los objetos. Spielberg sabe esto, por eso concentra la capacidad de encontrar la propia voz y salir de los legados opresivos con un objeto paradigmático: un par de anteojos. Solo presten atención al rol de ese objeto portado por hombres y el rol de los anteojos como factor dramático para contar el cuento pequeño de Kay. No es casual: toda la película trabaja formalmente sobre la idea de lo visible y lo no visible (la película es un verdadero prodigio en el uso de los lentes (angulares y teleobjetivos, para asociar y disociar a los personajes del mundo que los rodea) para construir relaciones de saber, pero también lo es a la hora de manejar los claroscuros lumínicos y la profundidad de campo…y a eso se suma el rol determinante del montaje como articulador de las voces que rodean a la protagonista, quien no casualmente pasa de resolver una decisión por un montaje paralelo fragmentadísimo en cinco espacios a un montaje concentrado en un solo espacio, el propio, con la decisión ya tomada…rodeada de hombres). Y en ese sentido los anteojos adquieren el rol fundamental que sintetiza la tradición pero también la mirada incisiva sobre los hechos. Los anteojos que porta Kay en su primer escena son el arrastre de una tradición masculina de la que no puede salir. Esos mismos anteojos son los que portan muchos de los que la rodean (incluído McNamara). Trabajar el poder y la potencia dramática de abandonar esos anteojos (complementario a el cambio en la ropa) es de una sutileza que casi nadie maneja hoy en el mainstream. Pero no quiero aburrirlos. Véanla y observen quienes tienen anteojos y qué rol ocupan.

Spielberg sabe también que el thriller político liberal estilo Lumet-Ritt-Pakula y otros, que nos remite a cierto cine de los 70’s, tiene un prestigio incluso mayor al que pudo haber tenido en su momento. Y conoce la historia del cine de una punta a la otra. A su vez sabe que sabemos de qué se tratan esas películas y qué es lo que suelen defender. Por eso sabe que no hace falta convencernos de las bondades de la democracia (así como de sus limitaciones y problemas). Ya lo había hecho en Lincoln así como en Puente de espías  (e indirectamente, por contraste, en Munich). De ahí que el centro de The Post (o al menos el verdadero centro neurálgico) no sea el relato sobre el periodismo como factor de contraponer en las democracias occidentales. Quizás en algunos años extrañemos esta clase de cuentos, cuando el periodismo sumido en la psicopatía de la época de post-verdades termine de abandonar por completo los hechos y los datos (principio elemental del periodismo) y nosotros veamos mutar las narrativas liberales hacia otro tipo de narrativas, sin héroes o con heroísmos canallas, carentes de integridad o ética, sólo determinados por el lado que ocupan en el enfrentamiento ideológico de moda, que es el de la relativización de los hechos vs. los datos fácticos. Hoy por hoy todavía hay un verosímil posible y una generación de espectadores que considera factible que las democracias liberales sean imperfectas pero lo mejor que tenemos por el momento.

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Tal y como decía, el centro duro de la película de Spielberg es la historia conmovedora, el azar que convierte a sujetos invisibilizados en pequeños héroes involuntarios. Por eso la historia individual de Kay es más importante que la revelación de los benditos documentos clasificados que logran que el Washington Post deje de ser un diario local para convertirse en uno de los diarios más importantes del mundo. La historia de Kay, en alguna medida, no solo es un ejemplo paradigmático de lo que los guionistas llamamos “arco de crecimiento de personaje” (que no es otra cosa que personajes que experimentan un crecimiento y aprendizaje) sino que también tiene algo de borgeano. Me refiero específicamente al carácter discreto de los gestos épicos de muchos de los personajes del mundo de aquel escritor. En “Historia del guerrero y la cautiva” vemos no solo la historia de un cambio, sino también la historia de un autoreconocimiento reprimido, la historia de personajes que supieron contar con una capacidad en potencia pero que recién el azar, la conexión aleatoria de hechos, es lo que los convierte en lo que serán. Bueno, ese azar es generador de heroísmos alternativos a los que acostumbramos. El heroísmo de la conciencia (de clase, de si y de muchas otras cosas) es un heroísmo duro, jodido, porque no tolera otra posibilidad que la ubicuidad y la comprensión plena del mundo que nos rodea. El heroísmo azaroso es, bien por el contrario, un ejemplo de cómo el mundo es un puto caos. Y que nunca sabemos qué nos puede tocar, qué podemos ser o hacer. Nadie la tiene atada, nadie la tiene clara. El mundo está ahí afuera y hay quienes lo exploran y quienes optan por lo conocido, por lo estable o por lo tradicional (sea la que sea la tradición que preceda a cada quien)

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El hecho conmovedor de contar una historia individual como acto de cambio e incidencia sobre el mundo colectivo convierte también a Spielberg en uno de esos pocos directores que comprendieron a Ford. Un cine con la sensibilidad política de pensar que algunos individuos (sean de la clase y extracción social que sea) a veces tienen que decidir, tienen que optar, tienen que cargar con su propia miseria (la de estar quietos demasiado tiempo casi hasta volverse invisibles) y alguna vez hablar. El heroísmo discreto de los personajes fordianos, el heroísmo en voz baja, el heroísmo de los trabajadores cotidianos hace de The Post una película a contramano de su tiempo. El plano que ilustra el primer y falso final habla de esa comprensión por parte del director: a veces los cambios mayúsculos en el mundo exterior pueden revolucionar el mundo individual. Pero a veces, también, trabajar silenciosamente los triunfos es la mejor manera de celebrar los cambios personales. Sobre esa certeza se asientan los dos grandes personajes que narran la historia que hoy, ya es leyenda. Y como buen fordiano, Steven hace que la leyenda se imprima y se cuente.

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