The Projectionist

Por Marcos Rodríguez

EE.UU., 2019, 81′
Dirigida por Abel Ferrara
Con intervenciones de Nicolas Nicolaou, Abel Ferrara

El oficio

Hay algo muy de otra época en The Projectionist, que no tiene que ver con una nostalgia o una impugnación viejochotista del presente, sino con una forma de ver, de entender y de actuar, tanto detrás como delante de cámara. Abel Ferrara está viejo, lo vemos bastante frente a cámara, se pasea por su ciudad (Nueva York) y pregunta por salas de cine de barrio que ya no existen, muchas salas porno que se perdieron, pero también de las otras. El protagonista de este documental, Nicolas Nicolaou, es un tipo de otra época: su historia parece salida de una película de mafia, sus patrones y parámetros se tocan con, digamos, El padrino, solo que su pasión no es el poder y la guita, sino el cine. Tenemos el pueblito mediterráneo polvoriento del cual se escapó la familia, la llegada a Nueva York, la adolescencia en la ciudad, entrar a laburar, aprender el oficio, ascender e ir ganando posiciones, apostarle todo, salir ganando, juntar una fortuna. Nicolaou es un tipo que se formó en la calle pero, curiosamente, en las calles del cine: ama las salas, ama el oficio de proyectar películas. No aprendió a hacerlas, aprendió a hacer que lleguen a la gente. Y a ganarse el pan con eso.

Más allá de un carisma bastante claro de Nicolaou (de otra época, desde ya, como se ve desde un comienzo con las imágenes de él fumando un habano en Times Square), Ferrara parece fascinado fundamentalmente por dos elementos de la historia que está contando: la familia y el oficio. Los dos elementos tienen su centro en este hombre, por supuesto, que carga esas historias y esas formas de actuar. No por nada The Projectionist comienza con las imágenes del pueblo en Chipre donde nació Nicolaou: es el principio, claro, pero Ferrara podría ser mucho menos lineal si quisiera. Por otro lado, no hay casi nada para ver ya en el pueblo: Nicolaou se pasea por las calles, sube y baja laderas, y muestra básicamente lo que ya no está (como hará un trecho más tarde al recorrer las calles de Nueva York y mostrar las salas que ya no existen). Sin embargo, ese pueblo que casi no está ahí, esas calles que son más un recuerdo que una calle, son importantes para el corazón de la película: hay una lógica del sol, de la gregariedad, de la matriarca que sacó adelante a la familia, del esfuerzo y el sufrimiento que son, por supuesto, importantes para la historia de Nicolaou, pero son sobre todo importantes para lo que Ferrara quiere contar. Lo otro es el oficio: un saber hacer que se va haciendo a los tumbos, un ir para adelante empujado por la pasión pero siempre con pies muy pragmáticos: Nicolaou no es un loco del cine, no es un cinéfilo, no es tilingo que quiere expresarse, es un tipo que sabe el valor de un peso pero también sabe el valor del cine y, sobre todo, el valor de una sala de cine. No hay asco o prejuicios: una sala es una sala, ya sea de tanques, de porno gay o de cine arte. Nicolaou lo maneja todo, su amor se extiende a cada público, a cada ubicación y a todas y cada una de las funciones que cumple una sala de cine. Ahora que la tecnología permitió que el cine se desencarnara, las salas parecen desvanecerse en un éter sin función y, sin embargo, es cuando Nicolaou más insiste en sostenerlas, más la pelea en contra de una lógica ajena al cine que funciona incluso dentro del cine mismo y lo empuja a su extinción.

Más allá del vértigo y la diversión con la que Nicolaou describe su momento de ascenso, que coincidió con el éxito del porno y la proliferación como cucarachas de salas chicas por las calles de Nueva York, con su lista infinita de cada sala, su especialización, su interacción con las otras dentro de un ecosistema pringoso y equilibrado, con la descripción de señoras de mediana edad de Europa del Este que construyen imperios de lujuria, después de que gana su primer millón con la compra y venta de salas que ya nadie quiere, entonces es cuando aparece la faceta tal vez menos carismática y más sorprendente de Nicolaou: su habilidad para construir una fortuna en un mercado que se iba derrumbando poco a poco, su cuidado por cada sala nueva que compraba, la lucha por mantenerla abierta, su obstinación al negarse a ganar los miles de millones que podría recibir solo por vender semejante pedazo de terreno en una Nueva York gentrificada. Hay poco glamour y hay mucho delirio en su forma de hacer negocios: hay amor al cine y a la comunidad y, aun así, hay visión para ganar algo de guita, para seguir a flote, para que lo construido se sostenga.

El tramo final de la película se concentra en una sala de cine de Queens, por la que Nicolaou peleó con fuerza. Según cuenta, la sala prácticamente se la regaló su antigua dueña, porque quería que siguiera funcionando como sala. Los grandes estudios la ignoraron hasta casi aplastarla. Nicolaou la peleó, perdió juicios, lo vemos ir (él, que tiene millones y unos cuantos años y una familia en Chipre) hasta la sala para ver cómo viene la venta de entradas, quién está en la entrada, cómo las familias van los fines de semana a ver una película, cómo los nuevos pibes (en este caso, vemos inmigrantes de Egipto) salen de la escuela y van a ver una película. Hay vida ahí, hay obsesión. Pero también hay pragmatismo. Ese pragmatismo es el que le da un verdadero sentido a todo esto, porque amar el cine podemos amarlo todos, pero manejar una sala de cine hoy en día, te la regalo. Y, sin embargo, es ahí donde todo cobra sentido. Es el único lugar donde cobra sentido. Y Nicolas Nicolaou encontró la forma de poder seguir proyectando películas y aun así salir con alguna ganancia.Uno no puede dejar de preguntarse qué habrá sido de sus salas con la pandemia (The Projectionist se estrenó en 2019), nos gustaría pensar que de alguna forma le encontró la vuelta. Ojalá.

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