To the Ends of the Earth

Por Marcos Rodríguez

Tabi no Owari, Sekai no Hajimari
Japón, 2019, 120′
Dirigida por Kiyoshi Kurosawa
Con Atsuko Maeda, Ryo Kase, Shôta Sometani, Tokio Emoto, Adiz Rajabov

Una cabra inestable

Su nombre quedó asociado al cine de terror, sobre todo gracias a obras maestras como Kairo y Cure, allá por el cambio de siglo, y sin embargo Kiyoshi Kurosawa ha recorrido géneros como pocos, contaminó los relatos y sigue siendo un nombre fundamental del cine del siglo XXI. Sigue haciendo policiales, sigue haciendo cosas que se parecen al terror, y otras muchas diferentes, pero lamentablemente en los últimos tiempos lo que no estaba haciendo es cosas demasiado interesantes. Aunque nunca paró. Aunque nunca dejó de hacer cine. Aunque incluso entre la hojarasca de películas que uno hubiera preferido no haber visto (ay, esa francesada llamada Le secret de la chambre noire) había siempre un director en posesión de sus habilidades. Lo que no parecía haber era un rumbo. Tal vez no lo haya, aunque en 2020 ganó un premio importante en Venecia (con una película que todavía no se puede ver) y tal vez nos encontremos frente a un renacimiento del querido Kiyoshi, el Kurosawa del siglo XXI.

En To the Ends of the Earth estamos lejos del terror y el policial, e incluso encontramos deliciosas chispas de brillantina, que estallan contra el paisaje árido de Uzbekistán. Encontramos también buenas dosis de lo mejor de Kiyoshi Kurosawa: si bien es cierto que sus grandes policiales y películas de terror eran obras maestras dentro de su género, también es cierto que lo eran en buena medida porque participaban de lo que en realidad es la verdadera marca del cine de Kurosawa: una sensación punzante, inexplicable y absorbente de desorientación. No hay terrenos firmes en el mejor Kurosawa. No hay refugio. No hay certezas: ni siquiera la muerte permite el sosiego de un final. Todo se mueve, las placas siempre están girando bajo nuestros pies y es por eso que más que miedo, desesperación u odio, sus personajes lo que sienten es angustia. La pantalla de Kiyoshi Kurosawa se carga de temor y temblor.

Lo curioso es que en esta nueva película, esa sensación de inestabilidad, de angustia, de huida permanente ocurre en un contexto de la más absoluta banalidad. Casi no podría haber algo más boludo: una japonesita aspirante a periodista (aunque, nos enteramos después, en realidad es aspirante a cantante) viaja a Uzbekistán para realizar una nota de televisión (sin demasiado presupuesto) mostrando boludeces de Uzbekistán, un país que a la mayoría le costaría ubicar en un mapa y que tiene más bien poco para ofrecer como entretenimiento colorido y ligero. No iba a haber mucho para hacer y el equipo de producción no parece haberse molestado demasiado en planificar lo que iba a filmar antes de llegar. Los uzbekos se la pasan mirándola raro a la japonesita, que corre por calles, callejones y pasillos de bazar, asustada hasta de su propia sombra. Para colmo, por la diferencia de horas, no logra casi hablar con su novio allá en Tokio y, como era de imaginar, las cosas no salen demasiado bien durante el rodaje del programa. Yoko (Atsuko Maeda, al parecer una estrella del J-Pop devenida actriz) está convencida de que tiene mala suerte y no hace más que angustiarse: ya sea porque no sabe tomar un colectivo, porque se encuentra con una cabra atada en un patio, porque tiene que atravesar un túnel donde hay un grupito de hombres que charlan entre ellos.

Es difícil imaginar una materia que se pareciera más a la nada misma y sin embargo es precisamente por eso que podemos apreciar la absoluta maestría de Kiyoshi Kurosawa, un director inestable, un ser que muchas veces pierde el rumbo pero que tiene el control definitivo de sus herramientas cinematográficas. No hay, por supuesto, la menor condescendencia hacia Yoko en la mirada de Kurosawa, pero va incluso más allá: vemos como ve ella, temblamos cuando tiembla esta jovencita (que a los ojos de los uzbekos ni siquiera parece una adulta) y, sobre todo, lloramos cuando llora ella. En este sentido son fundamentales, desde ya, los momentos musicales (y recién supe después que era una cantante), pero ni siquiera hace falta llegar a esas piezas tan elaboradas: ver lo que construye Kurosawa alrededor de una cabra es prueba definitiva (por si todavía hubiera hecho falta) de que este hombre sabe lo que hace. Construye con su mirada y eso le basta para hacer una película enorme.

También es notorio cómo el contexto más ligero y abiertamente emotivo permite que se perciban con más claridad los elementos de humor que su cine siempre guardó: era difícil reírse de sus chistes (que siempre los hubo) cuando te carcome la angustia existencial o cuando estás imbricado en tramas sórdidas o cuando te estás preparando para pegarte un tremendo julepe con un fantasma chillón. En cambio, cuando ves a la buena de Yoko subirse como toda una profesional a un parque de diversiones chiquitito y precario, sin chistar, y aguantarse una y otra vez una tremenda sacudida, es más fácil no largar una carcajada (tampoco para tanto) pero sí inevitablemente sonreír un poco. Claro que cuando la pobre tiene que seguir en el paseo una y otra y otra y otra vez para conseguir nuevas tomas (chillonas, medio feas) para el programa, la sonrisa revela pronto también el hueco en el pecho.Todo termina bien en To the Ends of the Earth, con la canción a la que refiere el título, con una tremenda grúa y un paisaje que parece salido de La novicia rebelde. Pero si la felicidad, la belleza y el amor se expanden sobre las montañas, se debe en parte también a esa inestabilidad previa, que vuelve más brillantes los momentos brillantes y sinceros.

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