Tommaso

Por David Obarrio

Italia, 2019, 115′
Dirigida por Abel Ferrara
Con Willem Dafoe,  Cristina Chiriac,  Anna Ferrara,  Stella Mastrantonio,  Lorenzo Piazzoni, Alessandro Prato,  Alessandra Scarci

La vida imposible

Sin que ningún gesto demasiado brusco lo hiciera prever, Ferrara se despacha con una película que tiene como centro inefable el mundo de la intimidad. En realidad era difícil pensar en el director haciendo algo semejante unos cuantos años atrás, cuando su cultivado malditismo indagaba más bien en el corazón de las calles peligrosas, en los rincones olvidados, en la belleza oscura de una ciudad que se hundía arrastrando todo lo que por ella reptaba, respiraba o se afanaba por salir a flote, a veces con visible resignación, siempre sin la menor queja. Pero desde hace no tanto tiempo, con un Willem Dafoe más obstinado que nunca en su máscara de náufrago impenitente, Ferrara parece haber encontrado otra veta para un mismo destilado de almas dolidas cuyo fin último quizá no sea otro que el de pegar arañazos en el aire y abrazar con el último aliento la posibilidad de una improbable redención. Lo más notable es que Tommaso parece hecha de rituales en apariencia apacibles, de repeticiones, de breves haces de luz; de una perseverancia orgullosa que en más de un pasaje consigue volverse inesperadamente conmovedora. Tommaso es una película incluso más romana que las últimas del director, con profusión de charlas, caminatas, paradas para un ristretto al paso: siempre la misma mujer detrás de la barra del bar que sonríe al protagonista, siempre los parroquianos que saludan; siempre una sensación de “estar en casa”.

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A esta altura es como si el italo-americano Ferrara se reencontrara con Roma a través de su doble, un agrietado aunque vital Dafoe; un nadador de larga distancia cuyas brazadas decididas lo instalan en un estado de alerta y de reflexión: Ferrara se mira a sí mismo en Dafoe. El actor, por su lado, se deja asimilar a la ciudad y al idioma transformándose un poco en el otro, siendo el otro en su tranquila desesperación, en el modo en que la rebeldía se atenúa con el peso de los años sin perder del todo cierta chispa de malevolencia interior. Tommaso, el personaje, tiene por fin un hogar, tiene sus rutinas; tiene el convencimiento de que es posible una vida relativamente buena, con los fantasmas hechos por fin a un lado: vigilantes pero provisoriamente a raya. Sin embargo, el clima general de la película recuerda con alguna insistencia al de otra de Ferrara, 4:44 Last Day on Earth, donde pasar el tiempo era estar indefectiblemente a la espera de algo. Allí lo que le esperaba al protagonista, también Dafoe, era que se acababa la vida en el mundo a consecuencia de una catástrofe innominada. Con la convicción de una sentencia de muerte instalada en los huesos, los personajes se dedicaban entonces a intentar estar unos con otros, a charlar, a escuchar música; a juntarse para no desintegrarse antes de la hora señalada. 

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En esta oportunidad toda la película se juega a acompañar los esfuerzos del personaje de Dafoe por integrarse al orden social, por hacer un hogar modesto con la mujer y la pequeña hija de la mujer, ambas inmigrantes moldavas sobre cuyo pasado no se brindan mayores detalles. Aparentemente lo quieren con alguna indiferencia, él las tiene en su casa, pero en realidad no las puede tener del todo, no puede hacer que sean verdaderamente suyas. Mientras disimula la frustración –no siempre con éxito- y maniobra diariamente para horadar la distancia que las mujeres parecen imponerle, va a sus clases de italiano, trabaja en una película y asiste religiosamente a sus reuniones de rehabilitación. Por momentos la película es un show de Dafoe, y no precisamente de los malos; su largo relato en una de las sesiones de rehabilitación es espectacular. Lo cotidiano, las escenas domésticas en las que el protagonista va al mercado, hace la comida o lleva a la nena a la plaza, constituyen el motivo central de la película, pero construido con una placidez que al final resulta engañosa: en realidad, ese tiempo que parece afable y detenido en los inocuos parpadeos del día a día se escapa y apremia, como en 4:44 Last Day on Earth. Se trata de un tiempo en el que, pese a todo, Dafoe sigue aislado, no puede conformar un hogar de la manera que él quiere. Como si las mujeres se le escaparan, o se reservaran para sí mismas un núcleo enigmático que guardan bajo siete llaves y que le está tristemente vedado, acaso para siempre. Lo que le espera al personaje al final de la película, también, es una especie de fin del mundo. Pese a algunos arrebatos simbólicos bastante inexplicables (la ridícula escena del sueño en la que el protagonista toma un corazón en sus manos, por ejemplo; o aquella de la nena que cruza la calle, también un sueño o quizá una alucinación), la película se sostiene en un mood que resulta por momentos hipnótico, como si el director se hubiera propuesto extraer el máximo misterio y el mayor desasosiego de cada escena con el simple trámite de mostrar a un hombre que aspira a afirmar su existencia mediante el apego a ciertas formas convencionales que parecen proveerlo de felicidad en lugar de negársela.

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Pocas veces últimamente el cine ha exhibido la plenitud que puede desprenderse de ciertas acciones en apariencia mecánicas, del reguero de ritos y nimiedades a través de las que el sujeto pugna por “hacerse un lugar”, repetirse para no extraviarse. El Abel Ferrara maduro no es el que se solaza en los parpadeos explosivos de los géneros, ni en el paroxismo de las vidas peligrosas, ni en la retórica extática con la que se describen los cuerpos que marchan como sonámbulos hacia su aniquilación. Lo que el director trata de hacer esta vez es filmar el mundo fluidamente, de la manera más límpida que se pueda, manteniendo un paso secretamente tenso pero desapareciendo un poco de la escena, queriendo hacer sentir que su presencia se esfuma con el propósito de presentar la vida del modo más parecido a como se percibe en la realidad. Cuando le sale, le sale muy bien. Antes Ferrara se comportaba como un killer, su mirada apenas parpadeaba ante los diversos horrores que su cámara registraba con una fascinación de devoto descarriado que pretende alcanzar alguna clase de santidad haciendo tratos cara a cara con los administradores del inframundo. Ahora, en cambio, es un humanista que se ha desencantado de antemano. 

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