Una pastelería en Tokio

Por Federico Karstulovich

Una pastelería en Tokio (An)
Japón-Francia-Alemania, 2015, 113′
Dirigida por Naomi Kawase.
Con Kirin Kiki, Masatoshi Nagase y Kyara Uchida.

El laberinto de la soledad

Por Federico Karstulovich

Abandonada por una infinidad de críticos (no existe esa entelequia llamada “la crítica”, no rompan los quinotos), casi excomulgada de la iglesia pentecostal de la cinefilia aceptable, llega con la guardia baja la anteúltima película de Kawase, quien en 21 años de largometrajes (su ópera prima es de 1996 y su último largometraje estrenado es de 2017) ha conocido la gloria -el período dorado que va de Suzaku (1996) a El secreto del bosque (2007)- así como el desprestigio -la omisión a su obra que va de Nanayomachi (2008) a la vapuleada película que nos toca, Una pastelería en Tokio (2015)-, en todos los casos, como con todos los extremos, actitudes poco cercanas a la realidad, que suele reconocer mayores matices que la gloria o el oprobio.

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Naomi Kawase es una de esas directoras que durante algunos años formó parte del circuito de directores que constituían un must en el marco de los festivales. Pero, como muchas estrellas, cuando se alejan levemente de lo esperado, el castigo no espera. En este punto, deberíamos decir, el eclecticismo y la teoría de  autor no se llevan particularmente bien. Por el contrario, la teoría de autor (al menos parte de ella) suele demandar marcas estables, previsibles. Y si estas no están, se las fuerza y aparecen con fórceps. Kawase, que supo construir una obra sostenida sobre lo autobiográfico, sobre las relaciones paterno-filiales, pero también sobre la relación entre los sujetos y la naturaleza como espacio de encuentro y/o de redención, estaba de vuelta. O en todo caso, creo que el problema es que nunca se había ido, sino que quizás estaba demasiado cómoda en un lugar en el que el circuito ya no la precisaba, ya no la podía utilizar. O, cuando menos, ya no podía utilizar a sus películas. En ese contexto, de depreciación autoral (pero no de recursos; en todo caso, el cine de la directora se ha vuelto un poco más clásico narrativamente hablando) la llegada de Una pastelería en Tokio no podía ser menos que cargada de prejuicios. Es curioso porque esa (in)tolerancia con ciertos autores se vuelve selectiva con otros exponentes, testimoniando la irritante doble vara que cada tanto aparece.

La cuestión es que si de algo no puede acusarse a este, el anteúltimo largometraje de Kawase, es de ser impersonal, ni de tener una idea sobre el mundo (el personal y el ajeno). En todo caso, el asunto es que el cine de Kawase, por momentos áspero, por momentos lindante con un ánimo sensiblero y new age (que no considero que sea tan evidente ni tan lineal como se la acusa a la directora), también puede ser una superficie tersa sobre la cual deslizarse. Pero esa aparente depuración estilística no tiene nada de simplificación, sino que responde a una reelaboración de la propia mirada en tanto autora, sí, pero también de la mirada inscripta en una tradición.

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Odiada, despreciada, condenada a un infeliz ostracismo, Kawase entrega una película luminosa. Pero no hablamos de esas luminosidades facilongas, de esas que se consiguen en las mesas de saldo de Corrientes. No es una película sobre aprendizajes morales; no es una película sobre personas que salvan su propia vida. Bien por el contrario, en Una pastelería en Tokio los tres personajes centrales están rotos. No es casual que sus vidas se entrecrucen espacial-dramáticamente en esa isla que supone la pastelería en cuestión (especializada en una suerte de alfajores de pasta agridulce, otra de las capas de conciencia de la película sobre su propio tono). Cada uno de estos tres personajes compone una isla, un mundo generacional. Pero lo interesante es que, para mostrarnos a sus personajes, Kawase se aleja tanto de su propia obra y la necesidad del testimonio autobiográfico como de la lectura social que la vincula al cine de Ozu. Juega la directora, en todo caso, a desplazarse de la propia identidad pero también de una tradición cinematográfica difícil de abandonar para buena parte de los realizadores japoneses de posguerra. Por eso el cine de esta directora no es una simple ecuación que nos permite descubrir a Ozu (y sus tensiones intrafamiliares) por otros medios. El Japón en el que piensa la película es una excusa. No hay intento alguno de hacer sociología de manual. Y sin ir más lejos, hay toda una generación que supo desembarazarse de ese tótem audiovisual que supone el director de Historia de Tokio. Aquí Kawase, además, se desmarca estilísticamente. Los planos no construyen ese mundo centrífugo en donde el fuera de campo es determinante como en gran parte del cine de Ozu. Aquí el reencuadre no es una operación de cierre. Aquí el trabajo con el montaje interno no es una herramienta para vincular a los personajes que forman parte de un conjunto, como en buena parte de la obra de Ozu. Kawase, jugando a la impersonalidad, se ha liberado. De sí misma y de la importancia. Pero también de la tradición en donde buena parte de la crítica prefiere ubicarla para así ahorrarse el trabajo de pensar dos veces. Y luego mandar a las películas a la picadora de carne, como si la aparente impersonalidad no pudiera ser un gesto.

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Hay, en la sutileza del movimiento de la directora, un triple anclaje que acompaña el movimiento: por un lado, los personajes, que pertenecen a un espacio y a un tiempo pero también lo exceden; por otro, una serie de decisiones estilísticas, que, contrario a convertirlos en representantes generacionales, los desmarca como sujetos (se ha malinterpretado que las miradas de la viejita en contrapicados que contemplan los árboles de cerezos son una expresión de ingenua pose new age de la película, cuando en realidad los planos responden a la marca de una subjetividad desesperada: alguien que sabe que se va a morir y que buscar aferrarse a una tradición, a la naturaleza, a los demás, algo que la vincule a la vida). Por último, un retorno a los tópicos de los melodramas domésticos de clase trabajadora, a las familias rotas y a la soledad de quienes ya no tienen una. Es como si la película de Kawase se permitiera recorrer, en voz baja, sin levantar la perdiz, por los propios laberintos del cine nipón. Pero también por los de la propia obra. Y como dijo alguna vez Octavio Paz, frente a un laberinto sin salida, la única salida es el laberinto. No está tan mal para un mundo que no hace más que demandarnos identidad con violencia inusitada y cruel.

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