Undine

Por David Obarrio

Alemania, 2020, 90′
Dirigida por Christian Petzold
Con Paula Beer, Franz Rogowski, Maryam Zaree, Jacob Matschenz

Una mujer alemana


Un hombre concibe una historia de amor imposible, la más extraña jamás contada. Una vez más. El hombre pone en escena una mujer despechada y un hombre en falta. La mujer lo amenaza: si él se atreve a dejarla, ella le hará pagar con su vida (la de él). Si es el caso, el hombre pagará; ella se quedará sin nada, sin ese amor encarnizado en el que los cuerpos se escamotean, como monedas en la mano de un prestidigitador sin demasiada imaginación, pero el pacto en el que la vida del ser amado se intercambia por el amor que no ha terminado de consumarse será puesto en marcha en toda regla. El hombre, arrinconado, puesto en jaque, duda, difiere cuanto puede el momento de la verdad, se escapa. La mujer, mientras trabaja, masculla el ultimátum y alucina sin piedad la figura del amado, esperándola o no esperándola para la decisión final, dispuesto a salir corriendo después de pensarlo y sopesar las consecuencias. Petzold (el primer hombre mencionado, de él se trata) tiene siempre sus credenciales a mano: alumno aventajado de la Escuela de Berlín, rápido para la recapitulación eterna de “problemas alemanes”; especialista en injurias históricas, desvaríos, amnesia, recomposiciones de ocasión, nunca defrauda a la hora de echar mano a su caja de herramientas. Su instrumental es quirúrgico. Lo suyo es el corte preciso, la emoción milimetrada, la lucha sin cuartel para sostener el tono conveniente. La fineza del estilista, sin embargo, se ve opacada por una falta descorazonadora de gracia –digamos la ausencia de una verdadera comunión con el aspecto sensual de la imagen, con la despreocupación de una narración franca – del burócrata que habita en él, obligado en todo momento a imponer la gravedad del asunto y la premura en la ejecución. Liquidar todo rápido, siempre con eficacia, con presunta elegancia. Petzold es un killer que no saca nunca el dedo del gatillo. Undine, la mujer de la historia, tiene un nombre mítico. Ha perdido un amor, pero encuentra otro entre el agua y los vidrios rotos de una pecera que se hace pedazos por accidente en una escena francamente torpe. La figurita de un buzo a la antigua, con esos trajes pesados de otro siglo, que adornaba la pecera y cae al suelo, se convierte en nueva obsesión para la mujer y le confiere, o acaso le recuerda, su pertenencia a las profundidades acuáticas, con sus hermanas las nereidas, testigos de pasiones oceánicas y descabelladas. Petzold, amante de parábolas, de cosas que representan cosas, remite al poder evocativo de las criaturas marinas –a su calidad de testigos, nada menos – las vicisitudes en las que se debate una ciudad que cambia constantemente, entre veleidades modernas y asunciones equívocas de un pasado que no cede en su inclemencia a la hora de mirar, o mejor dicho de observar críticamente, el presente. El director alemán suele aludir a un misterio al que sabe vestir con sombras, con referencias sesgadas, con miradas oblicuas, con todo un andamiaje de atrezo y de afeites mediante el que los personajes se pertrechan en sus paseos propios de sonámbulos de la historia o de conspiradores alrededor de una memoria inadmisible. Fiel a sus costumbres de equilibrista, tampoco en esta oportunidad tiene entre manos un misterio verdadero, ese tesoro con el que sueña insistentemente una buena parte del cine moderno y se conforma, las más de las veces, con la simulación más o menos solvente de su existencia. La testigo de Petzold, esa mujer líquida, apenas da la talla para que la historia de la ciudad (que es la historia de la Alemania moderna) se transfigure con convicción en su historia de amor, en la tirantez desgarradora que anima a esos cuerpos que caminan enervados de deseo y estupefacción. Una llamada telefónica que no sabemos si se hace o no (pero qué importa) lo cambia todo para Undine, la mujer que vive en verdad de escenas que pueden o no haber tenido lugar, de amores conversados y estólidos, de pasajes ensoñados en los que la muerte le gana la vida. Petzold, que ha forjado una carrera de atleta de las imágenes –esas estampas melancólicas a las que reviste profesionalmente del peso de una historia comentada y padecida hasta la náusea -, es también un especialista en hacer pasar por sofisticación los pequeños trucos de guion, las desavenencias narrativas y las incongruencias en la “psicología” de los personajes. A esta altura, su calidad de autor cinematográfico consagrado en forma global le permite incluso solazarse sin empacho en avanzar a los saltos, sin ningún recato, ninguna precaución, confiado en que la eficacia de la “marca Petzold” para los grandes temas hará el resto. Porque no parecen necesitar más que una marca, sus películas funcionan solas, entre la tristeza desvergonzada del espacio y los cuerpos que lo atraviesan (o lo llenan de modo siempre incompleto, con sonidos de susurros y confesiones dudosas) y la consciencia de estar atrapadas en un tema, un pozo histórico, una responsabilidad y una deuda que nunca terminan de saldarse. 

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