Viento salvaje

Por Federico Karstulovich

Viento salvaje (Wind River)
Estados Unidos-Reino Unido-Canadá, 2017, 107′
Dirigida por Taylor Sheridan.
Con Jeremy Renner, Elizabeth Olsen, Graham Greene, Kelsey Asbille y Julia Jones.

Un lugar para los débiles

Por Federico Karstulovich

Tarea ingrata, complicada, esa de proponerse andar renovando géneros canónicos, establecidos. Ingrata porque a veces las renovaciones mas interesantes pasan a ser en voz baja y el ruido del quiebre no se escucha mucho, complicada porque es dificil no caer en ciertos lugares comunes de los géneros sin padecerlos. Y así y todo siguen existiendo. Pero así como hay irrupciones de corte cínico, tan cercanas ellas al desprecio que suelen ofrecer sobre los géneros clásicos los Hermanos Coen, también hay proyectos con mood old school. Son esas películas que viven fuera de su tiempo, que conectan mejor con tradiciones no consagradas, que llegan y se van en silencio. En este sentido, si me lo preguntan, si bien hay algo de los policiales pesimistas y televisivos de David Simon y Nic Pizzolatto (The wire True detective, por caso, respectivamente), el aire que se respira en Viento Salvaje (cuyo director fue guionista de Sicario Sin nada que perder, por lo que algo de pesimismo conoce) es de la matriz eastwoodiana de los 90’s.

Wind River Cat

Ese Eastwood considerado menor (el de sus falsos thrillers Poder absoluto, Medianoche en el jardín del bien y del mal Crimen verdadero, del 96, 98 y 99, respectivamente) supo construir una paradoja asombrosa y libre que pulula en las rocas montañosas de la película de Sheridan: la de EE.UU. visto a través de un prisma formante o deformante, que devuelve una imagen arrasada, sin institucionalidad ni protección, donde los débiles quedan a la buena de dios (con minúscula), o de su falta. Y en donde la presencia del individuo, así como supone un componente humanista, que es el de la necesaria fe en la comunidad, también demuestra un límite a ese ideario: no hay comunidad sin ley, aunque esta se haga a los escopetazos y rompiendo con todos los moldes necesarios. La verdad es lo que menos importa, lo que importa es la leyenda. Por eso la clave para entender el cine de Eastwood post-Harry el sucio es la de la referencia del Ford de Un tiro en la noche (1962).

Taylor Sheridan, de base irlandesa (no es casual la conexión con un habitus melancólico de personajes de origen irlandés en el cine del viejo Clint) conecta con esa tradición poco querida, con prole casi nula. Conecta porque parece ser uno de los últimos modos de pensar a esa mezcla de intensidades llamada Estados Unidos, al menos a a luz de los géneros que se consolidaron en su territorio a lo largo de un tiempo específico. En la construcción de ese imaginario es en donde mejor se asienta Viento salvaje, que también podría haber sucedido en los 70s o en los 40s, como si la misma cultura americana, cada tanto, expulsara de su propio sistema sus pustulencias y pestilencias para luego retornar a la normalidad de su territorio fragmentado, de su discontinuidad institucional y jurídica. Las discontinuidades de la administración de la justicia entonces quizás no sean más que continuidades.

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Ese virtual estado de instituciones que no pueden/saben/quieren cumplir su trabajo, el cruce de intereses, miserias, tragedias y abandonos, la violencia como forma de liberación de la pesadilla del pueblo americano idílico que a la larga no es otra cosa mas que un infierno helado, gris, triste y abandonado a su suerte es precisamente aquello que marca el pulso del segundo largometraje de Sheridan. El estado de degradación policial y la incapacidad de cuidar a los integrantes de una comunidad que se come a si misma tiene su correlate en una figura que también es de otro tiempo. O acaso sea una figura de frontera entre el western y el policial negro: el outlaw. Esa figura tan cara a Eastwood (la del sujeto que sabe que las instituciones son una trampa liberal burguesa y que en el fondo, cuando la última línea de institucionalidad se ríe en la jeta, lo que emerge es el individuo en estado salvaje y vengativo) es una perfecta frontera entre las intenciones de legalidad y su misma imposibilidad. Por eso en la película cualquier viso de “justicia” está inevitablemente atravesada por esa figura. Y es que en Viento salvaje no hay ley posible ni administración de justicia real, sino apenas una simulación de institucionalidad que ya fue al tacho hace rato. Por eso el laconismo, por eso la sensación de pérdida, por eso la imposibilidad de futuro para esos personajes (exceptuando la potencial construcción de el mencionado outlaw de Jeremy Renner y la agente del FBI -no casualmente, el forzamiento de la ley federal en un territorio sin legalidad posible-, interpretada por Elizabeth Olsen, quien debería tener más papeles en el cine de los que suele tener).

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En ese contexto lo que hace Sheridan no es un milagro, sino la aplicación del ya mencionado manual Eastwood 101: pesimismo, narración seca y clásica, personajes empáticos y con un trasfondo trágico, un territorio arrasado y post-institucional, y por último un estado de melancolía perenne. Amén de algunos errores (el innecesario e imperdonable flashback final), el resultado es el de el encuentro del final del camino, el del despertar del sueño de una nación con instituciones firmes y con una comunidad que cuide a sus habitantes. El de la constatación de que no queda nada, que los hijos se mueren (y/o los matan) y que no queda casi nadie para continuarnos. Sobre esa herencia pesimista y desoladora está construida la base de la película de Taylor Sheridan, que acaso merecía más atención y/o suerte que la de pasar como un policial más. Es lo que pasa con las tradiciones nobles y ocultas: llegan y se van silbando demasiado bajo y luego se pierden en el viento.

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