Vuelo nocturno

Por Federico Karstulovich

Vuelo nocturno
Argentina, 2017, 70′
Dirigida por  Nicolás Herzog.

El personaje ausente

Por Marcos Rodriguez

En cine no resulta recomendable dar por supuestos conocimientos, amores y entusiasmos previos o externos a la propia película, incluso si se trata, como en este caso, de El principito, que sería (según se dice en Vuelo nocturno) el segundo libro más leído y traducido en el mundo, después de la Biblia. Claro que una película, como cualquier otra forma del quehacer humano, está atravesada por y se comunica con un mundo enorme, complejo y preexistente que el espectador lleva consigo. Pero, tiranía de tiranías, para tener fuerza (esto es, sentido) el cine exige su autonomía, su forma propia, el trabajo de los elementos que, por más abiertos y parciales que sean, deben cobrar sentido en su entramado.

Uno de los problemas básico que tiene Vuelo nocturno, incluso tratándose de un documental, es que parece avanzar tirado por un amor hacia Antoine de Saint-Exupery que, inocente y un tanto etéreo, no se comunica al espectador porque no se construye dentro de la propia película. En tanto y en cuanto el espectador de Vuelo nocturno sea un lector por lo menos interesado, pero preferentemente un amante fidelísimo de Saint-Exupery, podrá encontrar datos, juegos y hallazgos novedosos y/o reconfortantes. Pero al mirar la película, el personaje de Saint-Exupery (centro absoluto y casi egocéntrico de lo narrado) resulta curiosamente lánguido y ausente. Del autor se nos explica brevemente su profesión, se menciona repetidas veces su altura (muchas, muchas veces) y al pasar se habla de una anécdota supuestamente famosa sobre una foca (que no se desarrolla) y encontramos una cita en la que él mismo declara que para él la vida siempre fue nocturna. Poco más. Después (bastante avanzado el metraje, cuando ya es tarde para construir interés) llegarán algunos datos sobre su familia en Francia, su modo de vida, algunas ideas, pero para entonces Vuelo nocturno está más que encarrilada sobre las vías de la historia de un personaje que no se nos presenta, que no conocemos prácticamente en pantalla y que resulta, por lo tanto, poco más que un fantasma. ¿Qué pensaba, qué hacía, qué deseaba Antoine de Saint-Exupery? Los expertos (o, por lo menos, los lectores) de su obra lo sabrán, podrán tal vez reencontrarse con su querido amigo, pero el espectador de cine no tiene respuestas. Vaciada la figura del piloto francés que aterrizó por azar en Concordia, bastante más vacía resulta aún la historia de amistad/amor platónico (o no tanto) entre él y las “princesitas” (no tan chiquitas como se nos muestran en pantalla).

Incluso las grabaciones de audio del propio Saint-Exupery, en las que delinea un posible guión basado en su libro para Jean Renoir (uno de los hallazgos más interesantes de la película), tampoco sirven para terminar de construir el personaje del piloto (que sería, por trasposición, aunque una trasposición mediada, el propio Saint-Exupery), en la medida en la que son precisamente eso: lineamientos generales que describen arcos amplios de acción o ideas seminales de escenas, pero no un contenido carnal y con peso.

Curiosamente, donde la película encuentra mayor carnadura y sus mejores hallazgos no es en la narración de un episodio (o de la vida) de Saint-Exupery, sino en la exploración de los espacios; en particular, dos palacios/castillos/casonas que se replican especularmente. El Castillo de Concordia, tal vez por su estado de mayor deterioro, resulta un poco más esquemático y no alcanza su potencial total, pero la casa de la familia Saint-Exupery en las afueras de Lyon termina por constituirse en un espacio singular y mágico. Algo en la luz, en los pinos, en los ambientes vacíos cobra entidad en la pantalla y permite generar un encanto (encanto real construido con la cámara, no con alguien sentado hablando sobre ese lugar) que le permite al espectador imaginar una infancia ahí y todo lo que esa infancia puede haber significado.

Esa imaginación construida en la mente del espectador es mucho más potente que las reconstrucciones filmadas en Concordia con “estilo viejo”, para mostrarnos aquello que no se nos puede mostrar: un pasado que dejó de existir. El amor de la cámara por esa casona de Lyon resulta más real y cinematográfico que el amor de un actor (alto) que interpreta el supuesto amor por una princesita hermosa, vivaz y salvaje.

Había una historia tal vez interesante, pero Vuelo nocturno no la cuenta, sino que apenas la menciona. El cine es el arte del amor (también del odio), pero, enamorada de su propio personaje, Vuelo nocturno casi se olvida de enamorarnos a nosotros.

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