Woodstock

Por David Obarrio

Woodstock
EE.UU., 1970, 184′
Dirigida por Michael Wadleigh
Con intervenciones de Janis Joplin, Jimi Hendrix, Joe Cocker, Joan Baez, David Crosby, Graham Nash, Stephen Stills, Richie Havens, John Sebastian, Sly Stone, Carlos Santana, The Who, Santana, Sha-Na-Na, Ten Years After, Arlo Guthrie

Un sueño de toda la vida

Por David Obarrio

Esto se trata de Woodstock. Pero más que nada es sobre un animal parado arriba de un escenario con una remera amarilla; un pedazo pródigo de humanidad a punto de desbordarse al que no en vano apodan The Bear y que toca en Canned Heat, la banda de blues eléctrico cuya imagen se vio multiplicada por el mundo al salir en la película Woodstock . Ya se sabe que Woodstock es esa palabra olvidada y acaso un poco risible. Un concierto multitudinario de rock, una cosa bella y  grandilocuente, y de paso también una película que una vez pasaron por la televisión cuando yo era chico y que se encarga de reflejar, en parte, el carácter anómalo del asunto que obligadamente se designa con el nombre de una localidad del estado de Nueva York. Es fácil reírse de Woodstock, porque la palabra parece ahora evocar una idea más bien arcaica, un talismán de amor custodiado por mentes que se quedaron ancladas en el calor de una juventud a la que largamente se añora; un sueño perdido construido con fragmentos, con voces pasadas, con el eco de emancipaciones truncas.  

Pero resulta que esta vez el cine no miente, el montaje no miente. Hay que ver la poesía breve del principio, ligeramente tristona (o así me parece siempre), cuando esos tipos en cueros están armando bajo el sol una estructura de metal y madera –una criatura efímera –, o la de esos grupos errantes de chicos cuyo andar aparece alumbrado con el dejo de una altanería insobornable, casi seguros, en el fondo, de que el mundo jamás les pertenecerá del todo; esa ociosa camaradería compartida que se rodea con el halo de un interrogante. ¿Son concientes de que participan de un acontecimiento irrepetible? La respuesta es sí, pero no se trata de un concierto de rock sino de la juventud. La ferocidad les brilla de a ratos en las caras de niños nómades. Esos rayos poéticos, entonces, desprendidos en las imágenes como un lento rosario de palabras y señas secretas, dejan ver los restos de una dignidad que se sostiene, casi insultante, fijada en la pantalla a lo largo del tiempo. 

Esto también es acerca de Canned Heat: porque lo importante es que uno está viendo esa gran película imperfecta –esa que yo, una vez, cuando tendría diez u once años, vi por televisión mientras sentía que estaba formando parte de una secta cuyos integrantes, seguramente desperdigados por todos los rincones de la Argentina, tampoco podían sacar los ojos del televisor –y tal vez no le presta mucha atención a la melodía escapada de una siesta en el campo que acompaña las imágenes señaladas, mientras se arma el escenario, y las caras deambulan, concentradas de expectación. Lo que se oye es la versión en estudio que los Canned Heat hacen de su tema Goin’ Up The Country : hay un ligero sonido que una flauta exhala como si se estuviera desperezando, mientras la voz del cantante –el otro, el que no es The Bear –contrapuntea en un murmullo de arrogancia despreocupada mientras rumbeamos con ellos hacia un paisaje campestre. La canción es, desde entonces, un inopinado himno pastoril que adopta la forma de un sentimiento de indolencia iniciática, casi un abracadabra que nos conduce directamente a las delicias de un paisaje soleado y al dulzor espléndido del porro que flota en el aire tornasolado del día. 

Woodstock

Los Canned Heat, sin embargo, salen a hacer lo suyo de verdad cuando en la película el crepúsculo está por caer, cuando bajan las defensas, cuando el hambre y las primeras, felices señales de un cansancio sobrehumano se extienden como una epidemia por el tendal de cuerpos que por momentos hacen de Woodstock un espectáculo surgido de la cabeza de un coreógrafo. Es el crepúsculo. Ahí está Bob The Bear Hite con su voz de cavernícola al frente, esta vez sí. El hombre está lleno de blues, es como si golpeara una piedra fantasma con el fin de sacar a la luz los meandros de una melodía que se coció hace miles de años, para después abandonarse sobre ella en estado de trance. Estas son tristezas que echan chispas, enchufadas a un voltaje bestial. Es una tremenda energía concentrada en un puñado de tipos. Un volcán metido en una lata como aquella a la que alude el nombre de la banda. Ese que está ahí cantando escuchó discos de blues a morir; los coleccionó, los estudió, los vendió, los gastó, quizá los robó, los cambió por otros, los buscó como loco en los mercados de pulgas, se sentó enfrente de viejos músicos negros que no querían saber nada con él y los miró a la cara sin desviar la vista. No es un dechado de virtudes técnicas excelsas. Tampoco de chico fue nunca un prodigio, un Wunderkind de mirada abatida, peinado a la americana, que sueña despierto que está paseando por un bosque con árboles de los que cuelgan corcheas y semifusas mientras se entrega, resignado y colérico, a repetir escalas sobre el piano bajo la supervisión del Maestro. 

Por el contrario, The Bear, igual que su compañero de fórmula Alan Wilson, con el que alterna la voz cantante en el grupo, amó con toda el alma los discos en los que se contaban hechos y sentimientos dolorosos, sucesos humillantes, melancólicos, graciosos o sencillamente terribles. Cosas de pobres, de perdidos y de desesperados. La cuestión es que ahora canta con gruñidos arrancados con los dientes de las interpretaciones que escuchó de Howlin’ Wolf, de Lightin’ Hopkins, de Memphis Slim: canta debajo de su larga barba espesa con una voz llena de bondad y de furia, como si golpeara con el martillo de los dioses la superficie de algo que no se ve pero se siente en el aire como una presencia de otro mundo. Simplemente, a ese hombre le tocó un romance desesperado y violento con la música y se abrazó a su suerte para no naufragar, como un Ulises de ciento ochenta kilos. 

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De pronto, hay un momento sorprendente en la película cuando uno del público logra subirse al escenario y medio que lo abraza a The Bear, como borracho perdido, y le saca los cigarrillos que el cantante tiene en el bolsillo de la remera. Y The Bear, sin dejar de cantar, le pone el brazo en el hombro y acerca el oído porque el otro le habla, pero no como si pensara “A este quién me lo manda”, sino con naturalidad y desenvoltura, como lo haría alguien que está interesado en lo que quieren decirle. El tipo del público se pone entonces un cigarrillo en la boca, ¡y The Bear le da fuego! Eso es un gesto no ensayado; misterioso acto de respeto al prójimo. Esas cosas se notan. Eso es lo que hacen los Canned Heat. Se funden en el sonido y con el otro. La música suena como una tormenta invocada por los ruegos silenciosos de los muertos; aquellos que los precedieron en el dolor y también en la noche compartida junto a las llamas. No necesité más que aquellos pocos minutos  para saber que esos tipos podían formar parte de mi familia. De una vez y para siempre, como si esa única secuencia de la película les bastara, cabalgando en un rock con ruido a válvulas que parece rodar sobre un camino de escombros, para terminar de consagrase como una pandilla de gloriosos amateurs, hundidos hasta el cuello en la verdad y la convicción de su arte hecho con retazos pegados de tradición y ruptura. 

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Pero, ¿qué es Woodstock, entonces? Es una película, un pueblo, una fotografía en la que la gente apenas cabe en sí misma de cansancio, de alegría, de obstinación. Es un llamado, un fantasma, una fatalidad: los que de chicos vimos aquel portento en un televisor, en todo caso, no lo olvidamos. Woodstock no fue el mejor concierto de rock. Tampoco fue el que albergó a las mejores figuras de ese momento. Woodstock fue una equivocación, un negocio que no funcionó como tal y que ofreció un adelanto de lo que podía ocurrir con megaconciertos conducidos por manos inexpertas. Woodstock es sus nombres, los que se turnan en el escenario, pero también es el barro, la lluvia; es cada expresión que la cámara registra como si se acabara de alunizar y unos seres impensados miraran hacia la lente para dar la bienvenida y hacer ver que existen. Los jóvenes periodistas que andan por ahí preguntando tienen el pelo corto, usan camisas discretas de oficina; su pantalones son rectos y las sonrisas reglamentarias. Eso quiere decir que los que asisten al concierto no son el común de los jóvenes sino una rareza. Woodstock, la película, parece un documento de los años sesenta, pero en realidad muestra aquello en lo que la década de marras quería en secreto convertirse: un sueño de autonomía, una vida en el fondo insatisfechas que se atrevía a poner un nombre a las cosas, aunque fuera difuso, sin contornos definitivos. Woodstock es un espejo que hipnotiza: el que lo mira quiere correr bajo la lluvia y revolcarse en el barro. Quiere convertirse en brujo de la tribu. Cuando vi Woodstock pensé que quería estar acompañado, quería ver bandas, reírme como un loco; quería tomar drogas. Quería estar entre tanta gente apretujada que después, cuando volviera a la vida normal, pudiera sentir que todavía me encontraba entre esa gente. Alguien puso en algún lado que el que estuvo en Woodstock no podía volver a sentirse solo en su vida. Se puede expresar así: la soledad es de los que quisieron estar acompañados para siempre y no pudieron. Woodstock es un sueño que dura toda la vida.

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