Cloud Atlas: La red invisible

Por Federico Karstulovich

Cloud Atlas: La red invisible (Cloud Atlas)
Estados Unidos-Alemania, 2012, 172’
Dirección: Tom Tykwer, Andy Wachowski y Lana Wachowski.
Con Tom Hanks, Susan Sarandon, Halle Berry, Hugh Grant, Jim Sturgess, Hugo Weaving, Ben Whishaw y Jim Broadbent.

Caballo de Troya

No son muchos los casos a lo largo de la historia del cine en donde podamos encontrar el equivalente de novela total propio de la literatura. Sin pretensiones de generar ese paralelo arbitrariamente, el concepto de “totalización”, paradójicamente, es refractario a lo cinematográfico. Al menos no en cuanto a procedimientos formales pero si en cuanto a formato estructural. De hecho no es casual que el formato televisivo de una serie o un serial se adapte más a esto: sin ir más lejos ¿qué son Berlín Alexanderplatz, The wire o Mad Men sino grandes novelas totales audiovisuales? De ahí que -al menos en lo que remite al formato- cuando el cine intenta esas patriadas de relatos múltiples que cruzan tiempos y espacios construyendo un mapa infinito de combinaciones (al estilo del Roberto Bolaño de 2666) todos tendamos a levantar la cabeza y mirar con un mínimo de atención.

Esa pretensión totalizadora literaria tiene, a su vez, mucho de decimonónico. Pero es un monstruo de dos cabezas: por un lado la herencia de la novela de aliento romántico y la realista (la novela como fresco de época), por otro la impúdica, desvergonzada capacidad del folletín de contar muchas historias a la vez, inacabadas, con distintos tonos, cruzando personajes improbables. Mientras la primera responde a un imaginario moderno de una “visión totalizadora” el segundo caso es un fuerte antecedente de las formas fragmentarias de lo posmoderno, ahí a la vueltita de la esquina.

Con el paso de los años, ese antecedente decimonónico encontró salida en la cultura popular, puntualmente en el cine. Y ahí se replicó la misma situación literaria: por un lado un cine narrativo de fuerte aliento realista pero incapacitado de dar cuenta de la totalidad de una época o un lugar. Al mismo tiempo el serial cinematográfico que logró encadenarse a la lógica inacabada del folletín decimonónico. Pero que se alejó, también, de esa pretensión.

Así y todo, en cualquiera de los dos casos la idea de “totalidad” parecía ir perdiéndose de forma acelerada (no es casualidad que la TV llegara para hacer la posta en un determinado momento hacia mediados del siglo XX). Tuvo que producirse un cambio brusco en el modo de pensar el relato de las historias para que esa potencialidad de la “narración total” se perdiera en el camino casi completamente. Es difícil, entonces, no pensar que defunción de la narración clásica tuvo especial incidencia en esa pérdida.
Habrá que pensar qué clase de desconfianza se jugaba en el acto de narrar como para que esa modalidad narrativa se perdiera o entrara en extinción.

Quizás la desconfianza a los relatos cerrados, a la narración supeditada a un cuentito moral no llegó sola, sino que tuvo su contraparte: primero con las formas cinematográficas refractarias a toda narración posible (de Michelangelo Antonioni a Alexander Kluge, desde Marguerite Duras hasta Andrei Tarkovski se multiplican los ejemplos de directores que descreen de la posibilidad de narrar una historia), pero, posteriormente, con un fuerte rechazo a toda forma de totalidad, verdad, moral. Sólo esa combinación resultó letal para que la idea de narración total, aterrizara.

El fin de los grandes relatos (prometo no más títulos desagradables) se impuso también como modalidad pero no en todos los casos se dio de la misma forma. Una película como Manuscrito encontrado en Zaragoza (Wojciech Has, 1965) o la notable Historias extraordinarias (Mariano Llinás, 2007) dan cuenta de la posibilidad de narrar con autonomía múltiples historias independientemente de un cuentito totalizador que las vincule. En cierto punto esas excepciones permitían pensar que los grandes relatos podían permanecer en la lógica folletinesca pero no en el formato de novela total audiovisual.

Y entonces llegó Cloud Atlas. Amenazaba con llevarse todo puesto. Pero cuando digo todo me refiero a esas ambiciones desmedidas de reinvención del cine. Había motivos para pensar esto, motivos que nos retrotraen al principio: primero y principal, Cloud Atlas es una película atravesada por muchos relatos en tiempos distintos, relatos fragmentarios, diversos, de géneros bien contrastados y cada uno de esos cuentitos tiene un peso propio. Segundo: tiene detrás a la megalomanía de los Wachowski que es garantía de pretensiones filosóficas, gran despliegue visual y metafísica para el gran público (aclaro que ninguna de estas tres cosas son buenas necesariamente).
Bueno: con tanto antecedente junto el asunto terminó saliendo por la culata. El motivo es bien simple: los Wachowski + Tykwer creyeron que lo grande debía sustituir al concepto de historia. El resultado terminó siendo un gran elefante blanco de cuentitos dispares, una visita desaprovechada al mundo de los géneros pero en su versión La Salada. El resultado, por apabullante que parezca, es una gigantesca declaración de desprecio a los géneros (son más una excusa que un continente de ideas en la película), es una declaración de desconfianza y desamor a las pequeñas historias narradas (más allá de su mayor o menor interés no hay una apuesta a la narración independiente de c/u de ellas sino una búsqueda insoportable de trascendencia) pero sobretodas las cosas es un acercamiento alarmante al púlpito desde el cuál escupirnos 40 verdades.
Es extraño, entonces: estamos frente a una película que promete totalidad, no obstante nos entrega una primer media hora de imposible conexión entre las partes, ergo, nos promete un relato folletinesco, fragmentado, más luego, en una constante articulación de las partes para que nada quede suelto, vuelve a insistir con la necesidad del gran relato. Y el problema central de esa decisión es que el gran relato es una summa trivial de lugares comunes new age sobre el cuidado mutuo, el karma y pocas cosas más que poco tienen que envidiarle a Paulo Cohelo.

Ok, ok: no es taaaaaaaaaaaaan malo comerse el amague. El problema es cuando, tras el amague no hay ninguna genialidad que mostrar, apenas un virtuosismo fugaz. Es bien típico de los productos middle, las manufacturas de probeta que se presentan como algo más complejo de lo que son. Ese falso promedio es el universo en donde la demanda de narraciones populares confluye con la más ingenua demanda de complejidad intelectual. En ese punto Cloud Atlas es una película-signo de los tiempos: es lo suficientemente histérica como para hacernos pensar que estamos ante algo grande, es lo suficientemente bochinchera para que pensemos que estamos ante un acontecimiento (“y tiene unassssssh eshtreshasssssssh”), lo suficientemente confusa como para pensar que estamos ante un mecanismo inteligente y complejo, lo suficientemente llena de buenas intenciones como para que pensemos que estamos ante “un cine progresista, distinto a ese cine liberal estilo Argo”(el retorno del contenidísimo y sus muertos vivos). Está lo suficientemente llena de muchas cosas. Pero no se confundan: es gas. Y explota.

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