Curso abierto de Wes Anderson. Presentación y (algo de) Bottle Rocket

Por Hernán Schell

Primer texto del curso Wes Anderson. Sobre generalidades y algo de la ópera prima Bottle Rocket. Para quienes empiezan este curso recién ahora, les recordamos que hay una videoconferencia anterior publicada hace dos días en este posteo al que pueden acceder cliqueando aquí.

Por otro lado, los lectores que quieran participar de este curso y recibir el material (tanto el publicado en esta página como el enviado en un mailing personal), pueden entrar a inscribirse al curso abierto de Wes Anderson clickeando aquí.

Por lo demás, los dejamos con Anderson, Bottle Rocket, algunos cortos, un spot de Mastercard, Chuck Jones, Robert Browning y unas cuántas cosas más.

Pasen y lean.

935 minutos con Wes Anderson

I

Artificios

Hace unas semanas tuve la oportunidad de hacerme un tiempo para volver a ver toda la filmografía de Wes Anderson. Cuando digo “toda”, no sólo me refiero a sus nueve largometrajes, también a sus cortos, spots publicitarios y clipcitos  como Cousin Ben Troop Screening with Jason Schwartzman, o Come Together: a Fashion Picture in Motion. En total, todo sumó 935 minutos; o sea: 15 horas y 35 minutos, que vi a lo largo de cuatro días en los que me encontré solo en mi casa y sin otra cosa que hacer.

Sumergirse en el cine de Anderson es, por un lado, adentrarse en largometrajes que parecen tener influencias claras. En sus trabajos solemos ver fácilmente un tipo de musicalización heredada de Scorsese; un gusto por los planos simétricos y un uso del color que lo conectan con Kubrick; un trabajo sobre el movimiento en el plano que parece encontrar su antecedente en el cine de Jacques Tati; y técnicas de edición que lo conectan ocasionalmente con el cine de Godard. A esto se le suma un cine que de vez en cuando hace homenajes explícitos a otros cineastas, como sucede con las alusiones a El Río -The River, 1951- de Jean Renoir en The Darjeeling Limited; a Amarcord (1973), de Fellini en el corto Castello Cavalcanti, a Los Magníficos Ambersons (The Magnificient Ambersons-1942), de Orson Welles en la monumental apertura de Los Excéntricos Tenenbaum, o al cine de Ozu en general en Tierra de los Perros. Así y todo, ninguna de estas influencias ha hecho que su cine carezca de personalidad. Al contrario, al cine de Anderson se lo reconoce inmediatamente por su uso del color, las características de sus personajes, sus bandas de sonido, y su particular sentido del humor.

Por otro lado, hay una idea de construcción de un mundo propio muy consciente en el cine de él. Algo que se manifiesta en casi toda su obra, incluyendo un pequeño spot que hizo para la empresa Mastercard en el 2006 y que puede verse aquí abajo.

Allí Anderson tiene que contar en primera persona como trabaja en los propios rodajes de sus películas, y lo que podría parecer una suerte de momento testimonial y realista de su forma del trabajo va transformándose de a poco en una ficción consciente de sí misma. Es como si, desde Rushmore en adelante, Wes Anderson nunca haya podio concebir su filmografía de otra manera que como artificios autoconscientes, en los cuales más de una vez los relatos se anuncian como tales (recordemos, por ejemplo, que Los Excéntricos Tenenbaum empieza con alguien que alquila el libro en el que supuestamente se basa la película; o que El Gran Hotel Budapest es un relato de un escritor que al mismo tiempo cuenta el relato de alguien más), en los que notamos la construcción de los escenarios, en los que algún que otro personaje puede mirar fugazmente a la cámara, o donde el montaje puede volverse tan extraño que es imposible no sentir el corte en la sala de edición.

De todas las características que el cine de Anderson tiene sin embargo, una muy menor pero que me llama poderosamente la atención es la rara relación que su cine encuentra con El Padrino (The  Godfather-1972) de Francis Ford Coppola. Algo que uno puede empezar a darse cuenta cuando vemos que su primer largometraje (Bottle Rocket) cuenta con el actor James Caan (Sonny Corleone en la película de Coppola), que Jason Schwartzmann es el hijo de Talia Shire (que hacía de Connie Corleone), y que hasta el co-guionista de sus películas es Roman Coppola, uno de los hijos del realizador Francis Ford. Casualmente (o no, vaya uno a saber) El Padrino es una película que habla sobre una suerte de familia no convencional y sobre un hijo que siente la presencia del padre como un yunque (recuérdese que la traducción literal de The Godfather es “el Dios Padre”). Dos cuestiones que no son para nada ajenas al cine de WA.

Por otro lado, los grupos familiares de Anderson no tienen poco en común con los clanes imaginados por Coppola en El Padrino. Se trata de grupos familiares en donde se mezclan los lazos de sangre con otros adoptivos y en donde parecen establecerse entre ellos códigos personales, construidos por fuera del mundo exterior. De este modo M. Gustav y su “hijo adoptivo” Zero Moustafa construyen sus propios códigos aislados del SXX, el clan científico de Life Aquatic elabora sus propias reglas por fuera de la ley marítima y los Tenenbaum pueden aceptar el carácter chanta de su padre dejando que el epitafio final de su tumba sea una mentira absurda. Podría decir también que un poco el cine de Wes Anderson es eso: uno que tiene sus propios códigos personales, sus propias reglas y su propio verosímil, por fuera de cualquier realismo y no pocas veces por fuera de lo que se espera de un relato convencional. A veces incluso, el propio Anderson nos quiere recordar de manera muy explícita que eso que vemos no tiene nada que ver con la realidad y que hasta que transcurre en un mundo con sus propias leyes de la física.

Hay una escena de Rushmore que me parece muy explícita al respecto. Allí vemos un momento en el cual el adolescente prodigioso Max Fischer le dice al personaje de Bill Murray que había pensado, a modo de venganza, preparar un árbol para que le caiga encima. Si bien el tono parece en forma de chiste, unos minutos después se revelará que en verdad esa era una forma de venganza real, y que bastaba con mover un poco un árbol que estaba a unos metros de Murray para que este cayera.

Es un momento clave que marca el tono posterior de la película por el que el disparate total fuera de todo realismo tomará el verosímil.  Efectivamente, después de eso, se verá a Murray gastar ocho de los diez millones de dólares que tiene para impresionar una mujer, y Fischer hará una superproducción imposiblemente fastuosa en una escuela pública. También el gag del árbol que cae marca otra cosa clave en el cine de Anderson, y es la influencia que tiene en él el cine de animación, algo que ha demostrado a partir de sus propias incursiones en el cine de stop-motion, pero también en las conexiones (poco analizadas por cierto) que existe entre su cine y los cortos de Chuck Jones.

Después de todo, a Chuck Jones siempre le gustaron los personajes que no aceptaban su propia naturaleza, y que iban como podían contra una corriente que los terminaba llevando para donde ella quería. El Coyote quería ser un cazador triunfante en un corto que lo tenía siempre como un perdedor, Pepe le Pew era un zorrino que quería ser un seductor mientras no era consciente del horrendo olor que emanaba, y el Pato Lucas solía ser un personaje desesperado por adaptarse a contextos que en alguna medida terminaban jugando en su contra. Anderson comparte con Jones el mismo gusto por personajes con objetivos y obsesiones claras (los personajes de Anderson son transparentes en sus intenciones hasta cuando mienten), el mismo gusto por las expresiones mínimas pero contundentes, y también de paso, la ya mencionada tendencia de manejarse con criaturas que reniegan de su propia naturaleza.

En Wes Anderson no hay fracasados crónicos queriendo ser triunfadores; o zorrinos olorosos queriendo ser conquistadores, pero sí hay chicos queriendo ser adultos; o adultos queriendo ser chicos; o padres queriendo comportarse como hijos, e hijos protegiendo a sus padres como si estos fuesen nenes. También hay personajes que no parecen darse cuenta que sus comportamientos no pertenecen ni al entorno social ni al tiempo en el que viven, o niños prodigios que parecen lo suficientemente grandes para manejar ciertos asuntos, pero que se encuentran emocionalmente demasiado inmaduros para abordar otras cosas.

En algunos casos, algunas criaturas andersonianas pueden superar esos desfasajes y encontrar su lugar en el mundo o su verdadera ubicación dentro de una comunidad, mientras en otros terminan chocando con una realidad más fuerte que ellos.

Estas características no se notaban demasiado en su primer cortometraje (y de paso también su primera película) de 1994 llamada Bottle Rocket. Ejercicio cinematográfico protagonizado por los hasta ese momento desconocidos Owen y Luke Wilson. No es precisamente una gran película. Filmada en blanco y negro para ahorrar presupuesto, con un comportamiento en los personajes que recuerda bastante al cine de Jim Jarmush -de hecho, esos personajes comparten con el cine de Jarmush el ejercicio de actos delictivos hechos con una desconcertante inocencia- y un uso nada creativo de la música de jazz. No quiero igual ser muy exigente con este corto. Parece más bien uno de esos ejercicios que un realizador antes para ganar práctica antes de filmar algo mucho más grande. Ese “algo más grande” fue el largometraje Bottle Rocket, que cuenta con los mismos actores y mismos personajes, y cuyo resultado fue felizmente mucho mejor que la anterior película.

Su comienzo está bastante lejos de los inicios espectaculares que suelen tener las películas de Wes Anderson. Allí vemos un chico de unos 25 años llamado Anthony que está a punto de abandonar un centro psiquiátrico al cual entró voluntariamente por un pico de stress. Afuera del centro psiquiátrico está Dignan haciendo señales escondido detrás de un arbusto, mientras planifica lo que cree que es un plan de escape. Dignan no sabe que Anthony puede salir de allí voluntariamente, pero Anthony decide seguirle el juego a su amigo y simular que escapa de modo peligroso. Así es como Anthony se valdrá de una soga hecha con sábanas para salir por la ventana.

Es una escena tierna pero también algo triste, sobre todo por el hecho de que Dignan no se percata de una farsa tan evidente. Sucede que cuando Anthony “se escapa”, lo hace a pleno día, mientras algunos miembros del hospital lo saludan sin pensar en lo más mínimo que hay algo de arriesgado en esa acción. También está, por otro lado, la manera en la que Anderson filma esta “fuga”: en grandes planos generales que muestran lo apacible del territorio y la luz del sol que deja cualquier acción en evidencia. A esto se le suma una música apacible que se escucha de fondo, que va a contrapelo de cualquier escena de riesgo. Que Dignan no se esté dando cuenta de nada muestra las características de una personalidad tan inocente que no puede darse cuenta de la realidad en la que está sumergido.

Lo que vendrá después de esta escena serán muchas cosas. Habrá un plan de Dignan de convertirse en ladrón, habrá un Anthony que será cómplice de algunos actos delictivos (más por afecto a su amigo que por otra cosa); habrá una historia de amor que Anthony tendrá con una chica paraguaya; habrá una pelea de bar; habrá un canalla psicópata llamado “Mr. Henry” al que Dignan verá como un padre adoptivo; y un desenlace en el cual los dos protagonista tendrán caminos opuestos. Si Anthony logrará tener una novia, Dignan querrá seguir jugando al ladrón hasta que la realidad se le venga encima. Este último momento se dará en una escena que empezará cómica y terminará triste que dará cuenta de esto. Se trata de un momento en el cual Dignan decide entrar a robar a una fábrica. Lo hará a pleno día y pensando que esa fábrica estará vacía y que cuenta además con un grupo de profesionales. Sin embargo nada parece salir bien. El equipo de Dignan es desastroso y su liderazgo deplorable. Los tiros escapan para cualquier lado, los trabajadores aparecen de la nada y la persona que debía abrir la caja fuerte no tiene idea de lo que hace. Dignan tendrá un gesto de nobleza que hará que el resto del grupo pueda fugarse antes que él. Sin embargo, cuando él intenta hacerlo, fracasa estrepitosamente y es apresado violentamente por la policía. Todo a pleno día. Cuando uno ve esta escena y la relaciona con el comienzo del film, es imposible no encontrar una relación con el mencionado inicio del relato. Fugarse en un espacio diurno no tiene ningún riesgo cuando esto es parte de una farsa lúdica, sin embargo, en el mundo real, estas acciones pueden tener consecuencias terribles.

El homenaje a Amarcord en el corto Castello Cavalcanti

Cuando Dignan sufra las consecuencias de estos actos y vaya preso, uno como espectador estará ante la rara sensación de pensar que esa situación de él es justa e injusta al mismo tiempo. Justa porque cronológicamente Dignan es una persona mayor de edad que estaba delinquiendo. Injusta porque Dignan no es, en el fondo, alguien capaz de cometer maldad alguna, y para quien el acto de robar no tiene mayor peso moral que el de un nene que juega a ser criminal.

Pero de nuevo, estamos en el mundo andersoniano donde estos desfasajes existen y Dignan es un chico en el cuerpo de un grande que aprenderá a la fuerza a crecer. Del mismo modo que lo hará su amigo Anthony, aunque en este caso su crecimiento será más dulce, más calmado, acompañado de una chica paraguaya de la que se irá enamorando progresivamente.

Y en algún punto, ahí está mostrando Bottle Rocket la que quizás sea la gran obsesión de casi todo el cine de Anderson: la de la maduración. En Estados Unidos hay todo un término para esa clase de películas, que son las coming of age, y en alguna medida, salvo Tierra de los Perros, todas las películas de Wes Anderson son coming of age, en tanto se tratan de personajes que van descubriendo de a poco un mundo de responsabilidades y realidades del mundo para las que antes no estaban preparados.

Lo original de Anderson es que estas formas de crecimiento rechazan los convencionalismos y rara vez se concentran sobre adolescentes o niños -y cuando lo son, raramente son adolescentes y niños comunes-, y sobre todo nunca se crece de forma distinta. Como sucede con Anthony y Dignan, el acto de crecer puede conllevar o no dolor, y puede darse por circunstancias distintas. La curiosidad de Anderson por el crecimiento como algo impredecible y no tan fácilmente explicable en etapas claras, se manifiesta en el realizador en su interés por los personajes de niños prodigio (un interés que se ha extendido a la realidad, siendo que Anderson trabajó con Kara Hayward, la nena protagonista de Moonrise Kingdom y una niña prodigio en la realidad). Un niño prodigio es, después de todo, un personaje que ha crecido intelectualmente por un lado, pero cuya madurez emocional sigue siendo como la de cualquier nene o adolescente. Se trata, al fin y al cabo, de personajes confundidos con su propia identidad, incapaces tanto de pertenecer al mundo de gente de su edad como al de los adultos que aspiran a ser.

En Bottle Rocket hay un plano que expresa ese tipo de situación de la maduración como algo posiblemente desconcertante y lleno de contradicciones. Se trata de un momento en el que Dignan abre su cuaderno de notas hecho para elaborar sus planes de años posteriores. La planificación parece metódica, propia de un adulto con su vida perfectamente armada, pero las hojas marcadas con colores intensos escritos con marcador parecen expresar el comportamiento de un infante. Al fin y al cabo, pienso que en alguna medida la puesta en escena de Wes Anderson genera muchas veces este tipo de sensación encontrada. Por un lado vemos planos metódicamente encuadrados en espacios con una planificación cromática matemática. Sin embargo, esa planificación parece hecha para elaborar construcciones que parecen remitirnos a casas de muñecas o maquetas de chicos, todas cosas que transmiten fragilidad o que remiten a un tiempo que sí o sí va a mutar rápidamente.

Será también por eso que cada vez que veo el cine de Wes Anderson recuerdo un verso del poeta Robert Browning que dice “¿qué puede hacerse en la Tierra sino crecer?”. Esta línea, expresada en un poema llamado Cleón, es una forma sintética y resignada de expresar al crecimiento como algo que no puede evitarse, y sospecho que este hecho constituye la base de la angustia de los personajes andersonianos por excelencia. No se trata de una mera nostalgia por un tiempo mejor, sino del sólo hecho de que cualquier etapa tiene, al menos hasta el momento de la muerte (otra cuestión que a Anderson lo obsesiona, como veremos en el próximo punto) una fecha de vencimiento. No hay, o sea, nada perpetuo, no hay nada que no se mueva y ese movimiento no es siquiera parejo, sino caprichoso y a veces muy sufrido.

Y quizás también esto es algo que vuelve a tanto cine de Anderson particularmente emotivo y triste y es el hecho de que sus mundos falsos son también expresiones de angustias muy reales y cercanas a cualquiera. Y en algún punto, quizás acá este el juego mayor de Wes Anderson. Hay cineastas que construyen un mundo de fantasía para sacarnos un rato de la vida cotidiana, hay otros que lo construyen para meternos en metáforas atávicas y épicas sobre luchas entre el Bien y el Mal, y después hay otros como Wes Anderson para el que la construcción de un mundo rabiosamente artificial parece hecho para mirar por un rato aspectos que son inevitablemente cercanos: el luto, la adolescencia, la familia y las relaciones entre hermanos; la pérdida de los padres, la angustia por el paso del tiempo, las confusiones de la adolescencia y un largo etc… Que varias de estas cuestiones impliquen un grado de tristeza es justamente uno de los aspectos más melancólicos de su cine. Justamente volviendo a citar un poema, recuerdo aquel verso de Borges que dice “morir es una costumbre, que sabe tener la gente”. Hablar de la muerte disfrazándola fantaseosamente de “una costumbre” es una forma de mencionarla tanto a ella como al miedo que hay de mirarlo de frente. El cine de Wes Anderson es un cine que despierta tanto esta sensación de un cineasta que quiere hablar tanto de ciertas cosas que lo conflictúan, como de su imposibilidad de hacerlo de manera directa; un cine emotivo en su pudor que prueba que a veces, en algunos casos particularmente hermosos y tristes, no existe nada más revelador que una máscara.

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