Deadpool

Por Federico Karstulovich

Estados Unidos, 2016, 107’
Dirigida por Tim Miller
Con Ryan Reynolds, Morena Baccarin, Ed Skrein, T.J. Miller, Gina Carano y Leslie Uggams.

Wild(er) at heart

Debe haber pocas obras como la de Preston Sturges, Billy Wilder y Joseph Mankiewicz, en donde la palabra tenga un lugar ten central y omnipresente (si, en los 70’s, luego de Woody Allen y una nueva tradición de guionistas con el oído atento, el fenómeno de los personajes parlanchines y elocuentes se hizo extensivo, incluyendo el cine independiente americano de los 90’s al día de hoy: De Kevin Smith a Jason Reitman hay para entretenerse), pero no por su importancia en el contenido sino porque la palabra era testimonio del problema del acto del habla, que es un acto de oscurecimiento de la comunicación.

Hablar, en buena parte de la obra de Wilder –acaso el más filoso de los guionistas directores que vieron el final de una era y el inicio de otra-, no es decir otra cosa que palabras para que el tiempo pase, para que el vacío se llene y para que cuando menos nos hayamos dado cuenta el asunto de intercambiar alguna clase de ideas con otro ser vivo haya terminado sin salir tan lastimados ni haber quedado demasiado expuestos. Pero por qué? Porque en el cine de Wilder la misantropía aparente que se esconde detrás de la pared de palabras es el mejor modo de negar cualquier forma de afecto. Las palabras, entonces, son una mentira organizada que hace que el discurso social se organice para proseguir diariamente, pero en el fondo son un acto de ocultamiento, una negación de sí mismo en sociedad. Desde Sunset Boulevard a Fedora pasando por Departamento de soltero o Bésame, tonto, la palabra es veneno que en exceso proveen los psicópatas o aquellos que le temen a los males del mundo.

Que la menospreciada Deadpool esté plagada de palabras habla bastante de esto. Que la película se sostenga de manera brillante sobre una estructura de flashbacks que recuerda los experimentos intrincados del Hollywood manierista de Wilder & Mankiewicz (pero también de Welles, otro especialista en hacer de las palabras una nube de humo) dice bastante acerca del arfificio sobre el que se apoya de manera confesa la película de Miller.Y es que Deadpool suma conciencia de sí (del personaje y del artificio) ahí donde Ant-man ponía el corazón. La comparación se debe sencillamente a que ambas están cortadas por el mismo cuchillo que le pide a Marvel que baje un cambio en la solemnidad o que se acuerde de los personajes antes que de las tramas.

El asuntito es que la película protagonizada por Paul Rudd tiene un centro de caramelo dulce y una cobertura gelatinosa mientras que la que protagoniza el bobo de Ryan Reynolds (en la mejor actuación de su pobre carrera) tiene una cobertura rugosa con un centro ácido, que mucho más adentro puede ser dulce y melancólica (porque tiene un corazón escondido y una melancolia puesta en las últimas dos décadas el siglo pasado, nada que ver con éste, al cual desprecia en cada occasion en la que la película parece decir “soy el nuevo heroe de los milenials”, ni ahí), pero para llegar a ese centro hay que pasar las capas de cancherismo, citas pop y, sobre todas las cosas, palabras que construyen muros de oneliners.

La textura de Deadpool es mucho más que el cancherismo de su trailer (que espantó a mucha gente o la desalentó a ver de qué se trababa el tema). Y eso se debe fundamentalmente al uso cortante de las palabras, que –voz over mediante- están para desarmar cualquier posible modo de empatía, precisamente porque el juego del personaje está en esa combinación: la anulación de la empatía y el habla acelerada brindan velocidad y mito. Si no hay psicología, no hay llanto, no hay identificación ni nada que se parezca a profundidad psicológica. Pero ese es el falso juego de esta película endemoniadamente wilderiana: lograr que las palabras fluyan tanto que el corazón parezca ausente.

Las idas y vueltas temporales, entonces, son menos un virtuosismo narrativo-estructural que una necesidad de evitar que el tiempo alcance al personaje, que se coma la elementalidad de la historia narrada y nos haga cuestionarnos el verosímil de la estructura mítica de un rape&revenge moderno pero carente de la solemnidad reaccionaria de aquellos: hombre con vida personal destruída busca venganza pero la corona con citas ochentosas (Careless whisper!!!!!!!). Y esto se debe a que si Deadpool hubiese sido un relato lineal, el asunto se habría vuelto insoportable y la trama, elemental. La manipulación temporal, por lo tanto, termina siendo funcional a las necesidades de un personajes escondedor, vueltero, pero ante todo fabulador de una vida que, como decía Kinski, solo necesita amor. Porque si algo sabe la película (profusa en escenas de acción espectaculares e hiper violentas) es que detrás de toda puesta en escena, detrás de todo espectáculo (visual y verbal) no hay más que una persona, tímida, intentando pasar lo más desapercibida posible (a veces antes de declarar su amor a una chica)

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