Después de Catán

Por Ludmila Ferreri

Argentina, 2022, 37′
Dirigida por Víctor Cruz

Hibridaciones

Con Después de Catán es difícil no empatizar. Su director narra el recorrido de una decepción anunciada: la de la degradación de la salud de los habitantes de los alrededores de los basurales de González Catán, en la provincia de Buenos Aires. Pero ahí donde la película pudo haber muerto en la denuncia lisa y llana, su director opta por desplazarse hacia los laterales para pensar sobre su rol como documentalista, sobre su lugar en el discurso audiovisual, y en cierta medida sobre los facilismos del cine de denuncia. Si ese cine, habituado al lamento que, contrario a potenciar la incomodidad en el espectador, termina generando una suerte de efecto anestésico, un poco como comenzó a suceder con varios de los documentales de Pino Solanas post 2001, lo que parece buscar Cruz en este experimento es un paso más allá de la denuncia. El problema es si en efecto lo logra.

Al desplazarse de la mirada centrífuga (sobre el mundo) e invertirla para convertirla en una mirada centrípeta (sobre sí mismo y sobre su obra), Cruz convierte al documental-ensayo que es Después de Catán en una película sobre las elecciones vitales y los fracasos que las atraviesan. Pero no porque se nos revele un discursillo lacrimógeno sobre las imposibilidades de hacer un cine independiente o porque se nos quiera convencer de los beneficios de la indignación ante los procesos contaminantes silenciosos. No, en este caso se nos propone establecer una relación entre lo inacabado, entre el cine de los restos, de los márgenes, de los residuos y el mismo acto de filmar documentales, de narrar con los pedazos de cosas rotas.En cierto sentido esa ligazón simbólica funciona bien, pero a la vez tiene una fecha de caducidad, cuando el documental empieza a contaminarse con una suerte de egolatría tóxica, que es un peligro que suponen todos los documentales que adoptan la modalidad reflexivo-autobiográfica. El problema es que para salir de ese encierro hay que tener una cintura narrativa que Cruz no posee.

Por otra parte puede ser, ciertamente, que por momentos la película adopte un tono discursivo que no termina de ayudar del todo a desarrollar con ciertas libertades esa melancolía que la circunda, que es ese tono agridulce que vincula la idea de los restos con lo inacabado (y que se vincula con la extensión: los 37 minutos de Después de Catán no la vuelven un largometraje ni un cortometraje, sino un mediometraje, esa extensión casi sin mercado; al mismo tiempo es un documental a mitad de camino entre distintas modalidades, la expositiva, la reflexiva, la de entrevistas: un híbrido inacabado en varios sentidos). Pero la realidad es que sus modos e ideas, si bien no son nuevos, no dejan de ser una estrategia inteligente para volver sobre lugares comunes y señalamientos que, por urgentes, no dejan de ser remanidos. En esa sensación pantanosa de aquello que pudo haber sido y no fue y aquello que es y no es a la vez nos quedamos cuando terminamos de saborear el gusto agridulce que nos deja la película de Cruz, un estreno anómalo.

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