Doc Buenos Aires 2017

Por Sebastián Rosal

El discreto encanto de lo real

Por Sebastián Rosal

 

Es raro el DocBsAs. Es decir, a contramano de la inmensa mayoría, probablemente de todos sus festivales colegas aquí, allá y en todas partes, parece desdeñar toda una serie de ítems que se han vuelto obligatorios. Por un lado no se molesta por ser cool ni trendy, y debe rankear entre los festivales con menos design en el mundo. A su vez no organiza cócteles ni fiestas -al menos que yo sepa- reemplazándolos por charlas y seminarios a cargo de los directores invitados, y la única alfombra roja que conoce (ni siquiera, en realidad es morada) es la de la Sala Lugones, su histórica sede principal. Tampoco tiene una competencia, ya que técnicamente es una muestra, y aunque el documental hace tiempo que se ha ganado merecidamente un lugar destacado y reconocido (proceso en el que el propio Doc tuvo mucho que ver) no ha logrado mover demasiado la aguja en cuanto a la cantidad de espectadores, y aquellos que seguimos fielmente su oferta cada octubre nos sentimos en cierta forma parte de una secta. Sin embargo la de este año fue su edición número 17, como para demostrar que está suficientemente consolidado en su lugar de referente del cine documental de autor, y la razón de su longevidad y su consolidación es sencilla, basta recorrer la historia de su programación para darse cuenta que una idea persistente atraviesa su historia: la de darle visibilidad a películas que puedan interrogar el mundo desde una mirada creativa, que tanto priorizan la indagación sobre las formas del cine como desdeñan las respuestas certeras e inconmovibles. Es el festival en el que se pudo ver, de manera regular, a directores de la talla de Wang Bing, Sokurov, Losnitza, Wiseman o a Straub y Huillet, así como a una muy amplia segunda línea que todos los años cumple y dignifica, que supo incluir a Nicolas Philibert, Richard Copans, Thomas Heise, Sharon Lockhart o Claire Simon, entre muchos otros.

Esta vez tuve que conformarme con poder ver mucho menos de lo que hubiera querido. Tampoco ayudó que haya sido una edición con menos películas que en los años anteriores (sospecho que por problemas presupuestarios), y con muchas de ellas con una sola proyección. Así que como el cazador que tiene las balas justas y debe elegir con certeza cuándo disparar, decidí centrarme en el foco del francés Stephane Breton, el director homenajeado este año, entre otras cosas porque los focos en el Doc suelen ser un refugio seguro y de buen cine. Como etnógrafo que es, antes incluso de volcarse al cine, Breton tiene un particular interés por captar con la menor intromisión posible las formas en las que el hombre habita y atraviesa ese espacio siempre listo a ser descubierto llamado mundo, y para hacerlo filma en la más absoluta soledad, encargándose él mismo de la cámara, el sonido y luego de la edición del material. Por lo que se pudo ver, es además hombre de pocas pulgas, en absoluto condescendiente, no solo al momento de filmar, sino también al tener que responder las preguntas del público. Como ejemplo, en una de las presentaciones a las que asistí le preguntaron cómo había sido la higiene durante una de sus largas estancias filmando en una aldea nepalesa, y su respuesta fue tan lacónica como precisa, negando alguna importancia, en ese o en cualquier caso, a lo que esté por fuera de lo que aparece en la pantalla.

El Ascenso Al Cielo

La pregunta en cuestión se refería a El ascenso al cielo (La Montée au ciel), en la que lo que se sigue es la vida en un pequeño pueblo en un valle en Nepal. La película está dividida en dos segmentos, y la ascensión de la que habla es concreta en su despliegue y metafórica en sus resonancias. Al comienzo y en tierra, los vecinos, pastores y pequeños agricultores todos ellos, discuten acaloradamente sobre los límites difusos entre una casa y otra, sobre el barro que inunda todo, sobre la mierda de los perros y su uso como abono. Pero luego se focaliza en uno de los ancianos del pueblo y en un niño que lo asiste, y la cámara los acompaña en el trayecto hacia la cima de una de las montañas circundantes para sus tareas de pastoreo. Allí, todo adquiere otra amplitud, un nuevo aire, un bienvenido silencio. Sencilla en su planteo, gracias a los mecanismos del cine la elevación mencionada se completa y se materializa, pasando de la solidez de la tierra firme a un cielo etéreo y luminoso.

Algunos Dias Juntos

Aún más escueta en sus formas y en su duración (unos breves minutos) es Los desaparecidos (Les disparus), en la que aquello que desaparece, fugándose, no son determinados personajes, sino los sueños en los que están inmersos. En un tren que avanza por la Rusia profunda, en uno de esos viajes eternos que atraviesan la Siberia en pleno invierno, Breton registra a los pasajeros en los momentos en que duermen. Soldados de camino a casa o al regimiento, amas de casa, trabajadores, eslavos o mongoloides se alternan con los hipnóticos paisajes nevados que las ventanas dejan ver. La historia de Los desaparecidos es la que no se cuenta, la que habita en ese paradójico fuera de campo dentro del cuadro al que los soñadores le han franqueado la puerta. Ese viaje parece haber resultado particularmente fructífero para Breton, ya que de él surgió también Algunos días juntos (Quelques jours ensembles). Todo en el cine del francés parece aparecer espontáneamente y tomar vuelo propio, apenas la existencia de un plan inicial, un disparador, a partir del cual es el mundo el que se desarrolla todo lo libre que pueda; en todo caso, dentro de esa libertad un tanto ficticia, o al menos restringida, que habilita la presencia de una cámara. Aquí es un ocasional compañero de viaje en esa tercera clase de camas pequeñas y hacinamiento palpable el que lleva la voz cantante, un ex militar retirado, receloso de sus compañeros de viaje, siempre atento a que sus pertenencias no desaparecen en cualquier momento. En sus comentarios, tanto como en la interacción con sus vecinos circunstanciales de vagón, se asoma tenuemente toda esa Rusia profunda, orgullosa y esquiva para el extranjero, ese “acertijo envuelto en un misterio dentro de un enigma”, tal como la definiera Churchill. El de Breton es un cine en el que lo no visto adquiere tanta importancia como aquello que ocurre en el cuadro. Como los sueños de los viajeros, el enigma ruso sigue allí, inconmovible.

Los Bosques Oscuros

También en Siberia, en un caserío al final del camino y apartado de todo se desarrolla Los bosques oscuros (Les forêts sombres). Aquí se agrega un elemento nuevo con la aparición de la voz teatral y apasionada de Denis Lavant (un poco a la manera utilizada por Terence Davies en su Del tiempo y la ciudad) narrando, sobre las imágenes, la historia de un hombre que vuelve luego de pasar diez años en la cárcel. Documental y ficción se entrelazan, se vuelven indiscernibles. En ese vaivén, lo que aparece es tanto la naturaleza omnipresente y amenazante como la vida sencilla de hombres solitarios abandonados por todo y todos, refugiados en el alcohol y en una melancolía que parece enquistarse con saña en ese rincón olvidado del mundo. Un procedimiento con puntos en común utilizaría un año después en Querido humano (Chère humaine), en el que tomando algunos elementos de La Jetée, de Chris Marker, diseña un fotomontaje para establecer a partir de ellas una historia narrada en off que mezcla miradas de amor fugaces en la calle con una especie de sinfonía urbana nunca delimitada con precisión. El procedimiento no es exactamente el mismo al utilizado por Marker en su clásico, porque Breton utiliza fotos ajenas tomadas previamente y a partir de ellas va hilvanando su relato. En todo caso, ese gesto da cuenta de un director que sabe moverse con ductilidad entre un registro y otro; alguien que, tal como él mismo definiera su cine, se interesa por registrar lo ordinario de una vida, de cualquier vida, para convertirlo en un evento extraordinario. La intuición y la historia no fallaron, y seguir el foco de Breton (por otra parte, un viejo conocido del festival) rindió sus frutos.

Mama Colonel

Más allá del foco, un par de películas de las que vi durante el festival puedan servir para dos conceptos casi antagónicos del documental. Mamá Colonel, de Dieudo Hamadi, tiene un punto de partida que difícilmente no capte la atención y el consenso. La militar en cuestión es Honorine Manyole, a cargo de una oficina en el ejército congoleño encargada de la protección de los menores y de las mujeres en cuestiones relativas a violencia sexual. Después de un largo período de servicio en la misma ciudad, Honorine se entera que va a ser trasladada a otro destino, y una vez establecida allí descubre que el panorama es igual de desolador. Hamadi se cuida de visibilizarlo con claridad pero sin cargar las tintas, pero no puede dejar de lado cierta mirada paternalista, cierta chatura cinematográfica que pide a los gritos ser obviada debido a la gravedad del tema. Tal vez el cine sea el único arte en el que los personajes pueden estar por encima de las películas que los retratan.

Camara Oscura

Quien desdeña toda condescendencia es Javier Míquelez en Cámara oscura, su debut en la dirección luego de una larga trayectoria como director de fotografía. La suya es la película de un obsesivo, volcado en lo que sería algo así como una acelerada incursión en la historia de las imágenes, de su elaboración y reproducción en el último siglo. Miquelez comienza tomando fotos digitales de un dibujo, una pintura probablemente, impreso en la tapa de un libro. Luego de retocarla en una computadora, las fotografía con una cámara analógica, revela él mismo las fotos, las convierte en diapositivas y las proyecta sobre una pared de su departamento, el único espacio en el que se desarrollan las acciones. Sobre esa imagen proyectada pega una cartulina blanca y esboza sobre ella y a lápiz las líneas principales, para culminar completándola con pinceladas de tinta china. Mientras todo ese proceso se completa dentro del departamento, allí afuera en la ciudad la vida continúa, con un ritmo y un tiempo que parecen ajenos, tal como dejan ver, en un sobrio blanco y negro, de día y de noche, los planos intercalados con las vistas desde la ventana. No hay diálogos ni música, y el sonido del trabajo (los disparos de la cámara, la carbonilla impregnándose en la hoja) adquiere un peso decisivo. La de Miquelez tal vez sea entonces menos una película sobre las imágenes y su historia, que sobre un artista y un artesano en el preciso momento en el que ejerce su oficio. Seca, austera y aun así (quizás precisamente por eso) poética, su desdén por toda estridencia bien puede reflejar con exactitud el espíritu de un festival que ha elegido focalizarse en lo que ocurre dentro de ese rectángulo de luz en el que, como dijera Godard, aún es posible salvar el honor de lo real. También su encanto y su belleza. No es poco, si es que hablamos de cine.

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