Dos semanas en otra ciudad 

Por Maximiliano Corti

Two Weeks in another Town
EEUU., 1962, 107’. 
Dirigida por Vincente Minnelli. 
Con Kirk Douglas, Edward G. Robinson, Cyd Charisse, Daliah Lavi, George Hamilton, Claire Trevor, Rosanna Schiaffino.

Fuera del pasado

Película elegíaca sobre el mundo del cine en que, como en Sunset Boulevard, en Fedora y, de manera más velada, en algunos westerns crepusculares, se lamenta el fin de una época de Hollywood. Si Cautivos del Mal era una queja sobre lo que es el cine, Dos Semanas en otra Ciudad, que fue pensada y vendida como una especie de continuación de Cautivos del Mal, es una queja por lo que ya no es. Los años cambiaron el punto de vista de quien vivió la historia y de pronto se empieza a añorar lo que antes se sufría, ya sea por comparación con lo que vino después o por extensión de lo que uno mismo dejó de ser. Seguramente De Palma la tuvo en mente cuando hizo Blow Out, otra ensoñación con moviolas y doblajes donde el protagonista debe ver si es capaz de superar un pasado insistente, graficado por movimientos circulares y semicirculares (ruedas, cintas de grabación, limpiaparabrisas, travelings) de la misma manera en que aquí es representado por la cámara que gira alrededor del auto a toda velocidad en el momento en que es enfrentado y expurgado. En otros momentos, el conflicto que aqueja a Jack Andrus (Kirk Douglas, en su habitual actitud enérgica) se ve graficado por los chorros de agua de la Fuente de los Cuatro Ríos, cuya visión lo angustian cuando recuerda el pasado que no termina de descifrar, por el rítmico y calmo oleaje del mar cuando la compañía de Verónica le hace olvidarlo, y por la ducha en la que se refresca vestido dentro de su auto en cuanto acaba de enfrentarlo. También en Cautivos del Mal, Jonathan Shields debe enfrentarse a su pasado cuando necesita empezar una carrera venciendo la mala reputación de su padre, y cuando quiere continuarla venciendo la suya propia; Georgia Lorrison, por su parte, sigue apegada a la presencia de su padre muerto, presencia que la paraliza y le impide avanzar en su propia vida, hasta que, gracias a algunos recursos de diversa sinceridad por parte de Jonathan, es persuadida de desestimarlo. La misma Dos Semanas en Otra Ciudad parece no poder escapar de unos años que ya se fueron cuando la película que ven los personajes para rememorar los viejos triunfos es la misma Cautiva del Mal (adquiriendo un sentido adicional por accidente, ya que, debido a una cuestión de presupuesto Minnelli tuvo que renunciar a usar imágenes de El triunfador de Mark Robson, que es la que en un principio pensaba usar).Cierto parecido con La Dolce Vita, estrenada dos años antes, la ambientación en Roma, secuencias de orgías, personajes ante la necesidad de rehacer una vida deshecha, promueve las comparaciones. Peter Bogdanovich, en un artículo, toma posición a favor de la de Minnelli. La Dolce Vita es comida de festival, irresponsablemente inconexa, narcisista, autocomplaciente, deliberadamente original. En Minnelli en cambio todo es fluido y ligero como en uno de sus movimientos de cámara; es un autor que pertenece a esos ejemplos del cine clásico cuyo marca más evidente es la de intentar desaparecer detrás de la historia que cuentan, aunque más temprano que tarde acabemos por descubrirlos; a pesar de las características propias, las obsesiones, los métodos, su propósito es el más simple y el más arduo: que una escena siga con naturalidad a la anterior, que los personajes actúen en consecuencia, que el conflicto se desarrolle, que las líneas de diálogo se den de acuerdo a la personalidad de quienes las pronuncian. Minnelli nunca se pone a sí mismo por arriba de la historia que está contando. Jamás vamos a ver que está buscando que apreciemos su genialidad, que pensemos en cuán original es por cómo decora la habitación de un personaje o por las frases que le hace decir. Más allá de la importancia que da a la dirección artística de una película, vicio de su formación, y más allá de las exigencias de un hombre de gusto y sensibilidad artística que indudablemente tiene la idea de una obra como de un objeto bello, en un sentido que hoy resulta anticuado, hay una modestia y una ligereza y una sensación de que no se le da demasiada importancia a la cosa, a pesar de los evidentes esfuerzos para llevarla a cabo, que mantienen a sus películas a salvo de cualquier posible acusación de afectación, de frivolidad o de arbitrariedad. “Para dirigir una película, un hombre tiene que tener humildad”, dice el director Von Ellstein en Cautivos del Mal. Es un esteta, pero no lo es de manera gratuita. Sus películas no son películas de director de arte, donde colores, decorados, vestuario, efectos ambientales, son los recursos únicos o predominantes, sino que son parte de la puesta en escena y están integrados a la historia. Como Hitchcock, entra al cine por la puerta de las artes gráficas. Hijo de una familia de actores itinerantes, se cría entre camarines y ensayos, es actor infantil, ayudante de pintor de vidrieras, aprendiz de director de arte, vestuarista, decorador. De chico se encierra a dibujar, de joven su sensibilidad artística se pone de manifiesto a través del dibujo, de los figurines, de los esbozos sobre decorados, de arreglos de cortinas. Dirige su primera película a los 40 años, relativamente tarde, en una época en que se llega a ser un artista de cine progresando desde tareas menores, y en comparación con muchos de nuestros genios actuales, que llegan a su primer engendro de culto después de haber dirigido un par de videoclips. Esos primeros esfuerzos tienen algunos vicios del lenguaje teatral, pero pronto su sensibilidad pasa a ser puramente cinematográfica, sabe encontrar la forma de ser un director auténtico que pone sus conocimientos de otras artes, para enriquecerlo, al servicio del lenguaje audiovisual. Es en función de contar una historia que funcionan su gusto y sus exigencias. Uno no podría haber temido que se convirtiera en uno de esos directores que se valen de la singularidad de sus vestidos o de sus maquillajes para demostrar la propia. En seguida demuestra que su sensibilidad para las artes visuales es una sensibilidad para el arte en general, que su temprano talento para una determinada disciplina no le impide desarrollar otro para una muy distinta, que la inclinación por un lenguaje no restringe su absorción de otro que tiene otras leyes. Es uno de los incontables ejemplos en que el talento florece porque encontró las circunstancias propicias para florecer: sea en las fantasías aparentemente idealizadas de los musicales o la amarga crudeza de los melodramas, que no son su opuesto sino un reflejo, el arte de Minnelli encontró en el sistema de estudios de Hollywood el medio ideal, la libertad, la compañía de artistas igualmente talentosos, el presupuesto, toda la maquinaria dispuesta para que pudiera valerse de los actores necesarios o de los movimientos de cámara imposibles o de los miles de recursos que creyó indispensables para hacer cada una de sus obras. No es de extrañar, así, que luego, en esta película de viejas glorias relegadas a trabajar en Cinecittá, llorara el fin de ese medio en el que pudo prosperar como artista.

¿Te gustó lo que leíste? Ayudanos con un Cafecito.

Invitame un café en cafecito.app

Comparte este artículo

Otros ArtÍculos Recientes

Enterate de todo...

Recibí gratis todas las novedades en tu correo a través de nuestro Newsletter