#DossierBélico (8): La tumba de las luciérnagas

Por Hernán Schell

La tumba de las luciérnagas (Otaru no haka)
Japón, 1988, 89′
Dirigida por Isao Takahata
Con Tsutomu Tatsumi, Ayano Shiraishi, Yoshiko Shinohara, Akemi Yamaguchi, Tadashi Nakamura.


La vida entra en una caja de caramelos 

Por Martín Fernandez Cruz.

Para no caer en ese casillero tan facilón, hay que escribirlo ahora y ya  sacárselo de encima: La tumba de las luciérnagas probablemente sea una de las películas más desalentadoras en la historia del cine. Terminar de verla es entender que muchas veces no hay futuro que valga, no hay “luz al final del camino” ni posibilidad de perseguir una eventual paz interior. Nada de eso, La tumba… es simplemente una historia hormiga dentro de una guerra que partió en dos la lógica de Japón, y que a la larga solo le sirvió para someterse a sus enemigos (y sino ahí tienen al baseball como uno de los deportes reyes de Japón, una moda impuesta por la intervención norteamericana post Segunda guerra). La tumba de las luciérnagas es la forma más brutal que encontró Isao Takahata, su director, para entender lo duro que pega una guerra no solo en el campo de batalla, sino también en la cotidianeidad de millones de personas sin nombre que conviven con las consecuencias de ese enfrentamiento. Según la óptica del director, el caso de Japón fue especialmente crudo al tratarse de una nación empecinada en mantener intacto un orgullo que solo le llevó miseria al pueblo. Y la película no necesita ser un panfleto que grite esa idea, sino que se concentra en mostrar la realidad que lleva a un niño y su pequeña hermanita a sufrir todo tipo de maltrato en un país que eligió no tener tiempo para cuidar de su propio pueblo. Y en este sentido, la película se adhiere a la enormidad de relatos japoneses que no le perdonan a su nación el haber permitido tantas muertes innecesarias. Hay que entender que durante la Segunda guerra mundial, Japón era un país orgulloso que concientizaba a sus ciudadanos a dar la vida por el Emperador. Y justamente en el campo de la animación fue donde se produjeron dos de las películas que criticaron con más ferocidad esa postura (la otra es Hiroshima, de Mori Masaki).

Por otra parte, es importante resaltar la figura de Isao Takahata, director del film y socio fundador de Hayao Miyazaki en Ghibli. Takahata, a diferencia de su amigo, es un realizador mucho más impredecible. Autor de proyectos más inclasificables y de relatos que ponen el acento en lo formal, La tumba de las luciérnagas significó su debut en cine, eligiendo contar una brutal historia anclada en la vida humana. Takahata encontró en el relato autobiográfico de Akiyuki Nosaka (que dicho de paso, es muchísimo más desolador que el film) la materia prima para utilizar esa estética Ghibli (que luego sería patrimonio de Miyazaki pero a la que Takahata ya no volvería) y contrastarla con la terrible historia de esos dos niños que aprenden a morir. Y ahí probablemente se encuentre el gran hallazgo de este relato antibelicista: que puede hablar de la guerra sin mostrar campos de batalla, que puede ser desgarrador sin mostrar soldados muriendo y que puede mostrarle al espectador cómo un conflicto armado destruye la lógica más simple de los habitantes de un país. Takahata no pega golpes bajos, no se regodea en el sufrimiento de sus pequeños protagonistas… es más, de hecho los muestra buscando una plenitud falsa que nunca llegan a alcanzar. Seita y Setsuko, los protagonistas del film, ven cómo indefectiblemente su vida se va haciendo más y más pequeña, que los espacios en los que pueden ser niños se reducen a caramelos y placeres efímeros (como también le sucede a Bruno en El ladrón de bicicletas) y que en ese contexto están destinados a conformarse cada vez con menos y menos. Y esa rutina que los arruina, eventualmente lleva a los protagonistas a entender que la muerte es la única forma posible de felicidad. Y eso es la guerra según Takahata.

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