#DossierBélico (2): Apocalipsis Now

Por Hernán Schell

Apocalipsis Now (Apocalypse Now)
EE.UU, 1979, 153’
Dirigida por Francis Ford Coppola
Con Marlon Brando, Martin Sheen, Robert Duvall, Dennis Hopper y Laurence Fishburne

La pesadilla lisérgica del Coronel Kurtz

Por Marcela Ojea

La selva asolada por el fuego, el humo multicolor de las bengalas, los helicópteros que cortan un aire viscoso y caliente. Son escasos aunque efectivos los elementos con los que Francis Ford Coppola construye el escenario para su guerra lisérgica, una guerra de heridas que hoy se presentan distantes, de muertes que se perciben lejanas y de locura ostensible en primer plano.

Cualquier espacio de paz resulta impensable del otro lado del campo de batalla; la  contienda se extiende siempre más allá en el humo de ese cigarrillo que huele a pólvora, en esa mirada azorada que se pierde irreversiblemente en la jungla, en las aspas de los helicópteros que se fusionan con las del ventilador del cuarto en el que el Capitán Willard (Martin Sheen) aguarda su misión, todo en un juego de sobreimpresiones que busca subrayar la infinitud del caos.

La película traslada a Vietnam el imaginario de la sociedad americana de los años sesenta, con sus drogas y su poesía, con sus falsos profetas y sus asesinos mesiánicos: un paraje virgen transformado en la capital del hippismo y la psicodelia. Porque como contrapartida de la invasión, ese país lejano y exótico parece haber colonizado la psiquis de los soldados infectándola con la exuberancia del paisaje y sumiéndola en un ensueño que no ofrece escapatoria.

El misterio construido en torno a la figura del Coronel Kurtz (Marlon Brando) tracciona el relato río arriba hacia una frontera simbólica e invisible, una línea de fuego entre la razón y la insensatez que nadie se aventura a cruzar. El rostro afiebrado y aturdido del Capitán Willard refleja los rayos del sol que Vittorio Storaro, galardonado con el Oscar por esta tarea, supo capturar al servicio de un horizonte de pesadilla. A su alrededor, los estallidos de las granadas y el zumbido de los motores (Walter Scott Murch se alzó además con el Oscar al Mejor Sonido) remedan el sisear de las serpientes que se replican también en el tema musical de The Doors, y en las que la letra, de imágenes desatadas, invita a cabalgar. The end preludia la debacle de la civilización; porque no solo el Coronel Kurtz, sino todos los hombres que el Capitán Willard encuentra en su trayecto, están librando su propia guerra extraviados irremediablemente en el delirio.

Coppola sitúa la acción en Camboya en l968, el mismo año en que la Familia Manson ocupaba un rancho en California para empezar a gestar esa masacre en cadena que en el verano de l969 conmocionaría a la opinión pública. En este raíd de muerte escribieron con sangre en la casa de una de las víctimas la expresión “Helter Skelter” no mucho después de que Charles Manson escuchara la canción homónima del Álbum Blanco de los Beatles y creyera que la banda británica le anunciaba el fin de los tiempos. En los estertores de la guerra, en el campo de batalla recreado por la película, entre bengalas multicolores, serpientes invisibles y música de acordes extraños, uno de los soldados lee, en las arrugadas hojas de un periódico, los entretelones de esta otra cacería sangrienta.

Si Vietnam es, en este Apocalipsis, un aspecto más de las tinieblas en el corazón de la cultura americana, los vietnamitas quedan reducidos también a un detalle nimio de su trasfondo agreste. Ajenos a toda caracterización, los vemos, apenas, y a la distancia, cuando el director decide mostrarlos en algunos de sus mínimos, ridículos y frustrados actos de arrojo. La escena del espectáculo, casi circense, de las streapers que a pocos minutos de comenzado el show deben huir ante el fervor exacerbado de las tropas resulta emblemática de la miopía de esta desquiciada aventura bélica que la película hace evidente.

La demencia romántica de Kurtz contrasta con la insanía a pleno sol, despiadada y vital, del Teniente Kilgore (Robert Duvall), el amante del aroma del NAPALM, el que potencia con música de Wagner sus despampanantes bombardeos, el que frente a las aguas convulsionadas por la proximidad de la muerte saborea la magnificencia de las olas que invitan a surfear. Kurtz, fundido en la vegetación, apenas un rostro furtivo entre las sombras, reacio a ese foco de luz -casi teatral- que lo descubre a medias, encarna el Mensaje con mayúsculas de la película, su sentido más explícito. Las fantasías de Occidente acerca de Oriente, la vuelta a un estado de naturaleza y el consecuente olvido de la vida civilizada son parte del espíritu de los sesenta sintetizados en la figura y el discurso de Kurtz, quien perdido en tierras indómitas, como un poeta beatnik, habla de navajas y caracoles.

Si Manson representa el lado B del corazón del flower power, el lado oscuro, violento y macabro de la revolución que proclamaba el hippismo, con su propuesta de psicodelia, vida comunitaria y amor libre como impugnación de las limitaciones del pensamiento racional, la represión puritana, y los vínculos de la familia burguesa, Walter Kurtz, tan divo como Marlon Brando, irradia, en la cautivante penumbra de ese abismo tribal, la cordial belleza de un cliché de época. Brando, impostado, pomposo, parece, desde el presente, una simpática caricatura. Resulta imposible verlo hoy y no recordar las innumerables parodias que a él y a la película le dedicaron los Simpson.

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