#DossierMonteHellman: Las road-movies. Two-Lane Blacktop

Por Sebastián Rosal

Sin fin

Breve introducción, quizás innecesaria. Me escribe Federico, el director de la revista. Me pregunta si quiero escribir sobre Two-Lane Blacktop, la película de Monte Hellman. Le respondo que sí (en realidad es no, pero me ataca la culpa porque hace mucho que no escribo una nota). Le aclaro que hay un problema: no vi ni una de Hellman (esto está escalando rápido: a la culpa hay que sumarle la vergüenza de mi pobre cinefilia). Me envía el link para un streaming de buena calidad. Cuando termino de ver Two-Lane Blacktop me quedo a navegar por la página y descubro que también está disponible The Man Who Shot Liberty Valance, el western clásico de Ford, del 62. Recuerdo que la vi por última vez hace no menos de 15 años. Después de cenar, vuelvo a hacer play.

Culto. Two-Lane Blacktop pertenece a esa categoría siempre peligrosa llamada películas de culto. Aventuro algunas razones al respecto. Lo primero que me llama la atención es la inoportuna coincidencia entre ausencia y fatalidad que se abatió sobre el cuarteto protagónico en la vida real. Para James Taylor, Two-Lane Blacktop sería su debut y despedida en la actuación; Dennis Wilson moriría unos años después, ahogado entre drogas y alcohol, durante su sueño de rockstar; antes que él, Laurie Bird se suicidaría en el departamento neoyorkino que compartía con Art Garfunkel, su pareja; a Warren Oates, su corazón de león le jugaría la peor de las pasadas, demasiado temprano, demasiado joven también. Por otra parte, supongo que el interés por la película se debe haber potenciado en las últimas semanas, en las que se combinan la muerte de Hellman y los cincuenta años de su estreno (ese aprecio quizás excesivo por el sistema decimal, como dicen que Borges dijo). Mi última sospecha es que es una de esas tantas películas que circulan como un secreto entre cinéfilos de paladar negro, una contraseña compartida entre un grupo de iluminados (la cinefilia suele retroalimentar eso también). Después de vista, me animo a decir que Two-Lane Blacktop es una rareza dentro de Hollywood, uno de los objetos más opacos, más herméticos jamás filmados allí. El círculo se cierra, perfecto, y parece explicar su condición de objeto de devoción. 

Ruta. La historia es pura y simple, una anécdota levemente planteada y una serie de episodios posteriores con los que se traza un arco dramático apenas tensado. Un trío de jóvenes a bordo de un Chevy 55, y un señor enigmático al comando de un Pontiac GTO apuestan sus autos, lo que los lleva a viajar por buena parte de las rutas de Estados Unidos para dirimir el desafío. También está en juego el amor de la chica, que va de un lado al otro, un poco porque su deseo anda revoloteando como colibrí alborotado, de acá para allá; otro poco de pura aburrida nomás. Los personajes no tienen nombre propio: el Conductor (Taylor, el carilindo y pudoroso, el chico del momento en aquel entonces, meses antes de compartir libreta, cama e hijos con Carly Simon, la chica del momento), el Mecánico (Wilson, el Wilson divino, antes, entonces y siempre), la Chica (Bird, belleza sin esfuerzo, algo desvalida y algo traicionera) y el Señor GTO (Oates, héroe proletario en la vida real, convertido aquí en una suerte de dandi de poca monta, fabulero y sensiblón, y por eso querible). La ausencia de nombres propios no los vuelve arquetipos: si no los tienen es sencillamente porque no poseen pasado, ni futuro, apenas un presente del que parecen no tener escapatoria. Esa infatuación es la de la ruta con sus aires de libertad y su música, la velocidad, las carreras clandestinas para obtener algo de dinero, los moteles baratos y los desayunos al paso, la mecánica de los motores rugientes y las fronteras entre estados que se traspasan con la mayor rapidez posible. La parquedad de los personajes, y el hilo tenue de la carga argumental (siempre como en suspenso, demorada o sencillamente abandonada) alimentan la extrañeza.  

  Con ese entramado de materia ferrosa y fierrera, seca, atravesada cada tanto por un humor subterráneo, Two-Lane Blacktop dispone un universo que es distintivamente propio. Ese universo promueve un placer que es el producto del choque de dos materialidades: la del propio cine y la de los elementos con los que la película trabaja. De un lado, duración exacta de cada plano, una cámara siempre ubicua y sin ostentaciones, sonido omnipresente de los motores. Del otro, engranajes, rutas, movimiento y el paisaje reconocible de los pueblos del interior americano, que aquí aparece siempre en escorzo o como nota al pie, uno de esos pasajes que tonifican y embellecen un libro solo para quien esté dispuesto a hacer el esfuerzo de errar con la vista por los rincones. Los créditos del inicio, con el foco puesto obsesivamente en las marcas del pavimento, en la noche y a máxima velocidad, son toda una declaración de principios y un anticipo de la extraña belleza de Two-Lane Blacktop. Asentada sobre el asfalto, los minerales y la carne, sobre el cielo y el horizonte, su aspereza logra elevarse hasta dejar entrever, por momentos, una sutil abstracción. 

Destino. Hay un aspecto que me resulta intrigante, y es el sentido, la orientación del viaje emprendido. Los dos autos se dirigen del oeste al este, de California al D.C. Es decir, en los términos del pasado americano y de su cine, se mueven desde la barbarie hacia la civilización. El que dispone Hellman es un viaje que parece ir, a priori, a contramano de la Historia y del Destino Manifiesto. Hay otro ejemplo ilustre en esa misma dirección. En la secuencia final de The Man Who Shot Liberty Valance, el senador Stoddard (James Stewart) y Hallie (Vera Miles) se dirigen en tren a Washington. Acaban de concluir su breve visita, su retorno luego de años al pequeño Shinbone, su amado y ahora civilizado Shinbone. Charlan entre ellos y fantasean con la posibilidad de dejar por fin la gran capital y volver a radicarse allí. No sabremos nunca si efectivamente la pareja concretó ese deseo. Lo que importa es que para ese entonces, con el desierto convertido en vergel, con el imperio de la ley establecido por sobre los rifles y las flechas, ya no era posible la aventura. Es decir, ya no era posible el cine. No al menos tal como se lo conocía hasta entonces. 

     Para 1971, el western ya había dicho todo, completado su ciclo vital que va de Porter a Ford. En ese periplo, en y desde Hollywood se había ideado y concretado un imaginario que se había esparcido por el mundo entero. Había confirmado también que, de todos los géneros, era el que menos le debía a las otras artes. Esa posta en particular es la que tomó el road movie. Ambos comparten el gusto por los grandes espacios, por los desplazamientos, por la idea del camino como espacio de transformación interior, por la legalidad difusa que toda frontera parece promover. Pero a pesar de estas semejanzas, y aunque entre Liberty Valance y Two-Lane Blacktop solo median nueve años, ya nada era igual. En cierta forma, Hellman confirma la sentencia que Ford había decretado, y la profundiza. En esos nueve años, ya no solo el western: ni el cine ni el mundo eran los mismos. A uno lo habían terminado de sacudir la pérdida de la inocencia clásica, los modernismos de aquí y de allá, la caída de los grandes estudios, la aparición de la televisión. Al otro lo torturaban, entre otras cosas, el asesinato de Kennedy, los cantos de sirena de todas las revoluciones abortadas, el napalm en Vietnam y la resaca furibunda provocada por el sueño de una contracultura que ya mostraba los signos de su extinción (esa misma contracultura a la que Two-Lane Blacktop mira con más desdén que nostalgia). De ese estado de cosas se desprende una conclusión: si hasta entonces los géneros habían sido el medio por el cual el cine hablaba del mundo, ahora esa relación solo podía ser exactamente la inversa. Eso explica la sobriedad intransigente de los personajes hellmanianos, la acción deshilachada, el derrotero geográfico, la materialidad extrema como el principal vehículo sobre el que se sustenta el placer. Eso explica que no haya aprendizaje alguno para los personajes al fin del camino: no hay nada que aprender porque el cine, para ser honesto hasta sus últimas consecuencias, ya solo puede hablar de sí mismo. De Hollywood saldrán más westerns y road movies, más bailarines y gangsters, más enamorados, pero dentro de los límites estrictos de esa lógica, el cine de género solo puede ser, desde entonces y para bien y mal, un asunto de zombies.

     Es un lugar común, y tal vez cierto, decir que Two-Lane Blacktop es una obra maestra, la cumbre del road movie. Me resulta más estimulante pensar que el genio de Hellman radica, en buena medida, en haber filmado la única película posible, al menos para todo aquel que tenga la valentía suficiente para entender y asumir el devenir de su propio arte y ser consecuente hasta el final. Como sus personajes, él también lleva adelante un plan que parece marcado por el destino, un plan que tiene su concreción plena en el famoso último plano, en el que el celuloide se incinera. Ese plano no es solo la muestra de la intensidad de la propia película, su corolario ineludible. Quienes pedían a gritos entrar en combustión plena hasta inmolarse, para poder salir transformados, eran también el cine y su historia. 

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