#DossierRefugio – The Sweet Smell of Success

Por Andres Cappiello

The Sweet Smell of Success
Estados Unidos, 1957, 96′.
Dirigida por Alexander Mackendrick
Con Burt Lancaster, Tony Curtis, Susan Harrison y Martin Milner.

Un hombre de cuarenta caras, ninguna de ellas bella y todas engañosas

Por Guido Segal

“I’d hate to take a bite outta you. You’re a cookie full or arsenic.”

Qué sonoridad. Qué esplendor, ese mismo que hace del cine norteamericano el refugio por excelencia de todo cinéfilo. Sabrá el lector disculpar la prepotencia de comenzar el texto con una cita otra lengua, pero el buen diálogo, como la buena poesía, es intraducible. Aún en una mediocre versión española, como en los libros de Anagrama, preserva un buen grado de intensidad: “Odiaría pegarte un mordisco. Eres una galleta llena de arsénico”. Se trata de apenas uno de los tantos escupitajos verbales que salen de la boca de Burt Lancaster en esa maravilla podrida que es The Sweet Smell of Success, (des)conocida en nuestros pagos como Chantaje en Broadway. Poco sabía, dos años atrás, cuando Gastón Solnicki me la mencionó al pasar en una tarde de verano, que acabaría siendo uno de mis refugios emocionales, una tierra prometida perfectamente aceitada capaz de satisfacer todo lo que espero de una película. Antes de verla, asociaba a Tony Curtis con su simpática imitación de Cary Grant en Una Eva y dos Adanes (Some Like It Hot, 1959); Lancaster era, en mi recuerdo, el galán de De aquí a la eternidad (From Here To Eternity, 1959) que había acabado su carrera en Europa de la mano de Visconti.

El film noir tardío de Mackendrik, del que solo recordaba la versión original de El quinteto de la muerte  (The Ladykillers, 1955), es uno de esos encuentros fortuitos entre mentes brillantes que era moneda corriente en el Hollywood de antaño. Detrás de la química cáustica de Curtis y Lancaster –dos tarántulas recortándose las patas– está, antes que nada, un guión indestructible, tejido a dos manos por Ernest Lehman, autor de Intriga Internacional (North By Northwest, 1959), y Clifford Odets, el extraordinario dramaturgo comunista que formuló la totalidad del diálogo, ese mismo que perdura en el recuerdo varios días después de ver la película.

“Maybe it’s a mannerism, because I don’t threaten friends, Harvey. But why furnish your enemies with ammunition?”

Todo en The Sweet Smells of Success es sinuoso, todo resbala, nadie está a salvo. La estilización y la crudeza conviven. Lo que está en juego es la supervivencia, y nadie es ingenuo. Todos los personajes, desde el magnate mediático J.J. Hunsecker al mugroso agente de prensa Sidney Falco al guitarrista de jazz Steve “Dallas”, son astutos. Están despiertos, no comen polvo gratis. Y por eso, más allá de su inapelable falta de escrúpulos, los amamos. Y no solo nos seducen porque son impredecibles y dicen parlamentos de una estilización inaudita, sino porque solo dicen grandes verdades. “Debe ser un manierismo, Harvey, porque no amenazo a mis amigos. ¿Pero por qué habría de suministrarle munición a tus enemigos?” Hay belleza verbal, sin dudas, pero también visual. James Wong Howe, el veterano director de fotografía, lleva al blanco y negro a un punto de contraste tal que convierte a la estética en una cuestión moral. En una película nocturna, donde casi todo pasa en las sombras, Howe vuelve al pasado, a un tiempo inmemorial de caras ensombrecidas por el propio peso de su culpa. Como buen largo descenso hacia la noche, la película es una pesadilla que hace convivir lo denso con lo entretenido, lo amargo con lo ligero. Y en esa contradicción permanente, que hace que la aguja en nuestros cerebro oscile sin rumbo, es donde la película hace mella.

“Son, I don’t relish shooting a mosquito with an elephant gun.”

Qué inmenso es Burt Lancaster, qué porte y qué elegancia para ser letal. De la mano de esta obra maestra descubrí la precisión de su timing, la gracia misteriosa de su aplomo. Fue así que llegué a The Swimmer (Frank Perry, 1968), esa hermosa adaptación fallida de un cuento de Cheever, donde el titánico Lancaster se pasea en mallita de pileta en pileta, buscando el oasis perdido de un tiempo que se fue. The Swimmer es una película extrañamente metafísica para el pragmatismo norteamericano, pero Lancaster la baja a lo concreto. Su opacidad vuelve todo épico; cuando uno menos lo espera, su cansino tenor muscular pega un salto de vitalidad y hace temblar la pantalla. Así se muestra en The Sweet Smell of Success: una máquina de zarpazos, una picadora de hielo que vomita los parlamentos con la liviandad necesaria para que peguen en la tripa. “Hijo, no disfruto matando a un mosquito con una pistola para elefantes”, dice el villano gigantón, y es tan efectivo su cinismo que uno quiere que se suba a una topadora y aplaste al mundo entero.

The Sweet Smell of Success escapa a toda lógica de la moral estadounidense. Es una película donde todos pierden, casi como en la vida misma. Donde todo lo puro se echa a perder, donde no hay una ley puritana que rescate a los ingenuos del abismo. Es una película conmovedora porque hace por nosotros lo que nadie había querido hacer antes: decir, a nuestras esperanzas, no. Y, mejor aún, lo hace con tanta elegancia que le agradecemos una vez que ruedan los créditos.

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